JORNADAS INTERNACIONALES "ESTUPRO": MITOS ANTIGUOS Y VIOLENCIA MODERNA. HOMENAJE A FRANCA RAME
Grupo de Investigación Escritoras y Escrituras
Universidad de Sevilla
22-24 de mayo de 2014
|
Tilla Durieux als Circe | Franz von Stuck, 1913 |
Resumen:
pretendemos analizar el funcionamiento de las dinámicas de la violencia
simbólica al considerar el conocimiento femenino como perversidad a través de
los personajes mitológicos (diosas, magas y hechiceras), así como las
contradicciones inherentes del citado funcionamiento y los mecanismos de
transgresión.
Palabras clave:
violencia simbólica, conocimiento, perversidad, mitología.
Abstract: we intend to analyze the
functioning of the dynamics of symbolic violence when considering knowledge as
feminine perversity through mythological characters (goddesses, witches and
magicians), and the inherent contradictions of than operation and the
mechanisms of transgression.
Key words: symbolic violence,
knowledge, evil, mythology.
La simbólica violencia contra las
sabias mujeres
Hay quien afirma que “la mujer ha ocupado siempre las esquinas del mundo”
(Reyzábal, 2009:112). Somos –nos han construido- terribles y sublimes,
destructoras y dadoras de vida, fatales y frágiles, sediciosas y sumisas. Pero
quizá una perspectiva dualista o una dinámica dialéctica excluyente no
satisfagan por completo a la hora de profundizar en determinados personajes
mitológicos, de manera que se impone la urgencia de desplazarse por un
(incómodo) continuum de opuestos,
como ya expusimos en otra ocasión (Hernández, 2010:61), a la búsqueda de
resquicios, intersticios y contradicciones en el fatigoso trayecto entre
esquinas, polos y extremos. En definitiva: sutilezas de la(s) dinámica(s) de la
violencia simbólica. Por violencia
simbólica se comprende aquella violencia que naturaliza una serie de
prácticas y modalidades culturales cuya finalidad es el sometimiento de un
grupo social -en este caso, todo el género femenino- por parte de otro grupo
que es el dominante por ejercer y detentar el poder (Bourdieu y Passeron,
2001:15-85). La violencia simbólica enmascara y tiñe de natural una desigualdad
que es estructural, socio-cultural, y lo consigue mediante pautas y estrategias
relativamente invisibles o implícitas que preludian y se superponen a la
violencia físico-sexual (Molas, 2006:42-43), a la vez que se reproducen ineludiblemente
a lo largo del tiempo, adaptándose a los nuevos contextos sociales o
variando/diversificando sus modalidades culturales. La violencia simbólica
contra la mujer, si bien impregna todos los discursos de la antigüedad
grecolatina, desde la épica hasta la tragedia, pasando por la filosofía, se
visibiliza notablemente en la construcción de personajes femeninos mitológicos
de tal modo que, salvo alguna rara avis,
se aproxima al estatus de amplio catálogo de mujeres perversas, seductoras y
terribles, creadas por mor del androcentrismo y la misoginia imperantes. Tal
vez resulte reiterativo insistir en un vocablo como misoginia, pues hay quienes prefieren expresiones deslizadas como ginecofobia, proyección androcéntrica, androtopías,
masculinización proyectada o el tan
excoriado hoy sexismo. La misoginia
es una realidad social, un producto cultural, un sistema ideológico y, en
consecuencia, se inscribe, se circunscribe y se reproduce en la estructura de
sistemas simbólicos concebidos por los sujetos o actuantes sociales en su
contexto. De esto se infiere, en primera instancia, que la misoginia no resulta
homogénea ni exotérica en dicho contexto, ya que se trata de un fenómeno
complejo al encontrarse plagado de profundas contradicciones; la misoginia no
puede ser uniforme, como tampoco lo son las distintas representaciones de lo
femenino. En segunda instancia, tampoco es fácil admitir –pese a las
tentativas- que, como patrón cultural, sea único, absoluto y universal. Si bien
el vocablo, etimológicamente, no implica duda alguna, también es cierto que
suele ser confundido y mezclado con la hostilidad y el menosprecio hacia la
mujer, ya por ser fuente de peligros, ya por considerarla inferior. La
diferencia estriba en la gradual dinamicidad con que opera la violencia
simbólica. Ambas actitudes (hostilidad, desprecio) actúan como satélites alrededor
de una misma matriz ideológica más intrincada (Madrid, 1999:12-13), al igual
que la misoginia y muchas otras (pensemos en la infantilización de la mujer, o
en su irreal sublimación literaria); una matriz (corriente o tradición) que
hinca sus raíces, como se sabe, en la Antigüedad grecolatina y en la moral
judeocristiana; una matriz generadora de estereotipos arquetípicos que edifican
el continuum que citábamos más
arriba.
Y una ejemplificación evidente del funcionamiento de la violencia
simbólica lo hallamos al confrontar el análisis del estereotipo de la mujer
como fuente del mal, como causa y/o consecuencia de lo pernicioso para lo
masculino. La mujer perversa. Como
señala Mercedes Arriaga, “el mal que representa la mujer no es un mal
cualquiera, sino un mal concreto, que deriva de su ser diferente con respecto
al varón” (Arriaga, 2002:29). La construcción del arquetipo de mujer perversa se estructura y se
caracteriza por una sucesión de rasgos estereotipados –podríamos decir,
incluso, estigmas- que se reiteran en los personajes mitológicos femeninos y
que adquieren matices muy particulares en cuanto tratamos con mujeres
poseedoras de un conocimiento alejado del canónico, un saber considerado
periférico y marginal y, en consecuencia, a los ojos masculinos, peligroso y
amenazador. Principalmente, la mujer
perversa es aquella que busca –voluntaria o inconscientemente- el daño a
los varones. Este daño es causado por la atracción-seducción que todas ellas
ostentan. La tematización de la seducción o belleza de la mujer orbita siempre
alrededor de la consideración de la feminidad como artificio, como engaño,
rasgo de herencia humana al pertenecer a la estirpe de Pandora, pero rasgo a su
vez de herencia divina (Afrodita). La seducción femenina es considerada una
subversión y una transgresión (de lo normativo masculino) que conlleva a la
destrucción y la aniquilación, dado que se ejerce sobre el varón un poder (de
atracción) bien a través de la belleza física (Helena), bien a través de la voz
y la mirada (Sirenas, Medusa). Esta seducción atrayente y engañosa de la mujer perversa puede combinarse con
subtipos, como el de la mujer monstruosa
(Medusa, Sirenas, Esfinge), la funesta
casada (Helena), la mujer soberbia
(Medea, Clitemnestra) y, por supuesto, la mujer
sabia o hechicera (Circe, Calipso, Medea). Con todo, resulta sintomático
que las monstruosas se encuentren asimismo ligadas al conocimiento, a un tipo
de gnosis misterioso y vetado a los hombres quienes, con tan solo aproximarse a
este saber pueden hallar la propia muerte. Algunas rozan el modelo de la mujer salvaje (Amazonas, Bacantes) por
su condición de féminas que habitan en los márgenes, en la lejanía de una isla
(Circe, Calipso) o de la civilización, o por sus costumbres desordenadas
(Medea). Es más, debido a su condición engañosa, estas perversas pueden adoptar
el rol de mujer suplicante cuyas
lágrimas, súplicas y quejas se interpretan como armas de seducción embaucadora
(Medea, Circe). Así pues, las perversas son bellas, fraudulentas y seductoras,
pero, ¿qué ocurre cuando también son sabias?
La estirpe de Hécate: sabias,
pero terribles
Se sabe que las mujeres prehistóricas fueron las primeras en adquirir y
dominar los saberes relacionados con las plantas y hierbas, tanto con fines
nutricios y medicinales como para su empleo en rituales (Becerra, 2003:10).
Muchas divinidades orientales y occidentales confirman la vinculación entre
conocimiento mágico y mundo femenino, así como los mismos personajes
mitológicos estigmatizados por el androcentrismo. La magia en las sociedades
antiguas, que vino a ser denominada bajo la expresión genérica magia simpática, técnica consistente en
imponer la voluntad humana sobre la naturaleza o sobre los individuos
sirviéndose de poderes suprasensibles (Luck, 1995:35). El mago –y la maga- es
un individuo sabio que domina una técnica, la de la simpatía cósmica, tras un proceso de iniciación por el que aprende
a evocar los démones con el fin de
ayudar o perjudicar. El mago o la maga es una especie de intermediario capaz de
acceder a la dinamís o el mana, la fuerza espiritual del cosmos a
merced de la cual se produce la magia simpatética (por semejanza, por contacto
o por oposición). Como ocurre con el chamanismo, las fronteras entre magia,
religión, medicina y psicología no son en absoluto nítidas y, al ser una
técnica, esta sabiduría ancestral de la magia antigua se concretaba en una
serie de prácticas más o menos rituales como el uso de amuletos, la evocación
de la palabra y la escritura, el artificio de lazos y nudos, el fascinum, el aojamiento o la mirada
venenosa femenina, la profiláctica, etc. En la Antigüedad, la magia era
empleada para controlar la naturaleza en beneficio de la agricultura y la
ganadería, se vinculaba a la adoración de objetos y cultos a los dioses e incluso
se destinaba a intereses eróticos (Caro, 1995:37). Sibilas, pitonisas y
sacerdotisas (a las que no analizaremos por pertenecer a la estirpe de Apolo)
habían recogido en gran parte la herencia cognitiva de magas y videntes
arcaicas y se dedicaban a interpretar los signos sagrados, quedando en sus
manos y en sus bocas profecías, oráculos y adivinanzas divinas. Esta abundancia
presencial de la magia en el mundo religioso griego produjo una importante
fisura en el seno de la religiosidad oficial; aparecen los Misterios de
Eleusis, el orfismo, la religión dionisíaca y la escuela pitagórica. Orfeo,
Pitágoras y Empédocles se convierten en tres figuras fundamentales para la
transformación de la magia en ciencia aplicada y la fe en démones y en la simpatía mágica no tardará en ejercer su influencia
sobre Platón –el cual, a su vez, influirá en Plotino y en el neoplatonismo
renacentista- y Aristóteles, a la vez que la épica homérica y la obra teogónica
de Hesíodo constituyen “piezas en las que ya se alude a la relación entre
dioses, hombres y demonios” (Lara, 2010:30). De hecho, con Homero conocemos ya
a una gran maga, Circe, quien, por cierto, es presentada como una diosa. El culto a las olímpicas
divinidades fue sustituido por la creencia en abstracciones sacralizadas que
quedaron finalmente reducidas a meras supersticiones (Aguirre y Esteban,
1999:111-136). La magia helenística confluirá, además, con tradiciones diversas
como la egipcia, la persa y la judía hasta devenir en una rica mixtura
religiosa de sincretismo cósmico y simpatético (Lara, 2010:31). Pero también se
practicaba ilícitamente una magia considerada negativa y perniciosa, escudada
teóricamente por determinadas divinidades. Esta magia maléfica suponía una
alteración perversa de las fuerzas de la naturaleza y se servía de ponzoñas,
pócimas y ungüentos, de conjuros y hechizos, de los misterios nocturnos.
|
Hecate or The Night of Enitharmon's Joy | William Blake, 1795 |
Es en este contexto donde las mujeres son representadas como oficiantes y
ministras que apelaban a Hécate, Selene, Ártemis o Perséfone, diosas que contenían
arquetípicamente los rasgos contradictorios de la Gran Madre, terrible y
protectora, seductora y virginal. Contrarios rasgos y opuestas facetas de una
misma divinidad se distribuyen en diversificadas entidades divinas que, a pesar
de todo, mantienen un delgado y apenas visible hilo que las enlaza, como puede
serlo el símbolo lunar: “Como virgen, Ártemis personificaba la luna creciente
que renacía; Hécate personificaba la oscura luna nueva y Selene, o en ocasiones
Deméter, era la luna llena” (Baring y Cashford, 2005:380). Karl Kerényi nos
advertía en sus estudios sobre “La doncella divina” que en el relato mítico del
rapto de Perséfone y de la instauración de los misterios eleusinos, nos es ya
más que familiar la díada madre-Kore
e incluso la tríada madre-Kore-raptor,
pero quizá estos dos esquemas míticos no nos permiten suficientemente advertir
la presencia de una tercera diosa que cobra una especial importancia junto a
las otras dos mujeres (Jung y Kerényi, 2004:135). En la tríada
Perséfone-Deméter-Hécate subyacía una correlación de tres mundos: el virginal,
el maternal y el lunar. A Hécate la conocemos como diosa apotropaica, una diosa
del espacio como umbral, dueña de
encrucijadas y protectora de puertas que suele portar una brillante diadema
sobre sus tres testas. Es la diosa de lo triple, tricefálica, pero la
triplicidad no es un rasgo originario, sino que se desarrolló en épocas
helenística y romana (Bermejo, 2005:211). Con todo, resulta lógico que la Hécate
clásica terminara por regir la trisección del mundo, recordando, claro está,
que el caos, el horror y la oscuridad forman parte de dicho mundo, parte de
nuestro ser, aunque se encuentra en manos femeninas. Quizá el hecho de que,
como diosa funeraria, las peticiones de sus devotos comenzaran a ser cada vez
más numerosas durante la noche terminara vistiéndola de los ropajes de lo
misterioso y vinculándola con las artes mágicas. Y, por tanto, también se fue
convirtiendo en una amenaza para el dominio religioso masculino. Iconográficamente,
nos la encontramos en el palacio de Hades ya en el IV a.C., fecha en que
comienza a mostrar su triple rostro, esto es, relegada a un segundo plano en el
inframundo controlado por una divinidad masculina (Elvira, 2008:198). En su Teogonía, Hesíodo le decida todo un Himno
donde nos la describe como una Pótnia
Théron, poderosa y benigna, hija solo de madre, protectora de los jóvenes;
Hécate es considerada señora de la naturaleza, como lo será también Ártemis, a
la vez que dispensadora de justicia, como lo será Atenea. De posible origen
minorasiático, era honrada incluso entre los mismos dioses y la protección de
Zeus le permitió disfrutar de todos sus privilegios. En Tracia, Hécate se
asoció con la cazadora Bendis y la orgiástica Zerintia, pero es en Tesalia
cuando queda vinculada a Ártemis, Selene y Perséfone como Hécate Enodia, la portadora de la antorcha, acompañada por perros
–capaces de seguir “ciegamente” un rastro”- y caballos –animales de los muertos
para la mentalidad griega-, señora de la magia, de los caminos y cruces, de la
luz en la oscuridad, de la lumbre en la muerte. Inevitable no recordar la Hecate, or The Night of Enitharmon’s Joy (1795) de William Blake.
Tal vez todo lo expuesto explique mejor el sobrenombre de Fósfora, “portadora de luz”, que se le
asignaba a Hécate. Su antorcha no es tanto un medio de purificación como de
iluminación, en el sentido de revelación de un conocimiento al que se accede
desde la oscuridad. Como la luz lunar. Como un blanco sol nocturno. La
adjudicación a la figura de Hécate de aspectos terribles no se hizo esperar.
Diodoro Sículo la retrató como una mujer sanguinaria y parricida –asesina a su
padre tras descubrir el akónitom, un
veneno, mientras cazaba- a quien le atribuye la maternidad de otras dos magnas
envenenadoras, Circe y Medea, mientras que Porfirio dirá que los perros que la
custodian no son sino demonios malignos, cuyos ladridos nocturnos aterrorizan a
los hombres. Bajo esta caracterización negativa de Hécate, preludio del
arquetipo folclórico de la vieja bruja, subyacía la hostilidad patente no
tanto entre la religión oficial y la popular, como entre el poder religioso
masculino y el femenino. Poco a poco, la imagen nutricia y protectora de Hécate
se fue desdibujando para ser ligada al orbe de la magia, lo lunático, lo
maligno, las sombras de la muerte y del averno infernal. Lejanas suenan ya las
palabras de Hesíodo.
Circe: el saber o el amor
Pero en Hécate, por fortuna, reconocemos una especial estirpe, la del
conocimiento mágico, la de esa ciencia
cultivada –y ocultada- en el ámbito privado y lejano. Sacerdotisas, magas y
hechiceras se reúnen en un arquetipo que revela el saber de las mujeres, un
legado difuminado por la mano masculina, arrebatado de las antiquísimas diosas
primordiales. Que este saber fuese desarrollado por mujeres y quedase marginado
a la esfera doméstica -o incluso a la más estricta periferia- propició que se
cubriera de connotaciones mistéricas. Y es precisamente la maga Circe (Siche,
2007:59) quien encarnará uno de los modelos preferidos del arquetipo mujer
terrible, desde Homero hasta los artistas de fin de siglo. Notará el lector que
Circe o el amor sugiere la dualidad, la disyuntiva, incluso la contradicción
como marca indiscutible de la homérica maga. Y, en efecto, así es, pues Circe
oscila entre la maldad y la humanidad, entre lo siniestro y lo doméstico, entre
lo terrible y el amor. Como relata Homero en el canto X de la Odisea, Ulises y sus hombres llegan a la
isla de Ea, que creen deshabitada. Pero desde lo alto, el héroe homérico, con
sentimientos mezclados de esperanza e inquietud, divisa una humareda que le
indica la presencia de alguien. A pesar de las reticencias de sus hombres
–quienes parecen presentir lo que se les avecinaba-, Ulises envía un grupo
dirigido por Euríloco. Encuentran entre el frondoso boscaje el palacio de
Circe, edificado con hermosas piedras talladas, y son recibidos por afectuosos
lobos y leones mientras escuchan la bella voz de la maga, entregada a las
labores de su telar en el interior de la fantástica morada. Todos entran
confiados, invitados a sentarse a su mesa, a excepción del precavido Euríloco,
que los espera a la salida. Espera en vano, pues ninguno de sus compañeros
retornará (Fernández, 2009:214). Circe es soberana de su isla como lo es de su
propio mundo. De ahí que todo tenga una esencia mágica, incluidas las fieras
que se comportan como animalitos adiestrados, gracias a sus artes maléficas. El
parentesco con Hécate es innegable: la compañía de las fieras (lobos y leones), el simbolismo de la puerta del palacio, su capacidad de alumbrar el oscuro y escondido ser bestial de los hombres. Pero
también presenta otros matices que la vinculan con el mundo mitológico
femenino: su residencia en la isla, con Calipso; el selvático bosque que blinda
su palacio, con Ártemis; su bella y seductora voz, con las fatídicas Sirenas;
su dominio en el arte del tejido, con las Moiras y, el temor de Odiseo a que en
la alcoba le hurte la virilidad, con los entes sucúbicos o vampíricos.
|
Circe offering the Cup to Odysseus | John William Waterhouse, 1891 |
Lo que Euríloco ignora es que Circe, engañosa anfitriona, ha vertido en
el vino, el queso, la cebada y la miel que ofrece a sus comensales un brebaje,
un narcótico que erradique en ellos las ganas de regresar a su patria. Después,
la maga los golpea con su varita para convertirlos en cerdos: “Quedaron estos
con cabeza, voz, pelambre y figura de cerdos, pero su mente permaneció
invariable.” La crueldad de Circe no ha de verse en la capacidad de degradación
en la transformación animal, pues los hombres de Ulises conservan su nóos, es decir, su consciencia humana,
intacta. De lo que se infiere que los cerdos-hombres eran plenamente
conscientes de su forma (externa) animal y lamentan su situación de encierro en
la pocilga. ¿Es posible que la magia de Circe hiciera visible en los cuerpos la esencia o el comportamiento animal de
estos hombres?; ¿que nos mostrara su verdadero
ser?, ¿que actuara ella misma como un espejo?; ¿que, siendo ella, pues, un
espejo revelador, constituyera una fuerte amenaza para los hombres? Todas las
divinidades griegas tenían el don de la transformación, de la metamorfosis,
pero en el caso de Circe nos encontramos con una natural profesionalización
metamórfica. Como señala Frontisi-Ducroix, la acción de Circe, más que
metamorfoseante, deviene degradantemente reveladora, pues obliga a los hombres
de Odiseo a sufrir una regresión de su raza y un descenso en la escala de los
seres vivos. El hibridismo mágico (consciencia humana bajo envoltura animal) no
cesa de indicarnos que Circe es conocedora de la bestia que los hombres guardan
en su interior y visionaria del auténtico ser animal de los mismos
(Frontisi-Ducroix, 2006: 62). Apolonio de Rodas, quizá influido por la
cosmogonía de Empédocles, trastocó de manera especial la anécdota metamórfica.
En su versión, los transformados no se muestran
ni como humanos ni como bestias, sino que sus cuerpos (su aspecto
masculino, su identidad morfológica y civil) estaban formados “por miembros
mezclados de unos y otros”. Son criaturas pertenecientes al mundo de lo
informe, de una “naturaleza imposible de ver”, esto es, aídelos, “in-visible”, como los híbridos monstruosos de esa raza
deforme, monstruosa y grotesca, tan aparentemente incompatible con el armonioso pensamiento griego. La cohorte
bestial que Apolonio imagina para Circe es estrictamente marginal, como lo es
su isla, su bosque, su palacio. Completamente opuesta a la civilización de los
hombres. Sus dominios, sus reglas.
Ulises decide atravesar el selvático bosque, la enigmática espesura que
antecede al palacio de la hija del Sol, desconociendo los peligros que allí le
aguardan. Si no es por la advertencia y la ayuda de Hermes, quien le hace
entrega de un antídoto para contrarrestar los efectos de la pócima de Circe
-una planta o hierba mágica que los dioses denominan moly o molu, una planta
de raíz negra, pero de fruto lechoso-, Ulises hubiera compartido el mismo
destino de sus compañeros. La irrupción de Hermes establece una triangulación
muy sintomática: entre la pócima masculina y la pócima femenina, tenemos al
héroe, el cual beberá de la copa dorada de Circe sin que nada ocurre. Ni
alzando su varita hubiera logrado vencer Circe, temerosa ante el acero
desenvainado del griego. Abruma la oposición entre la espada de Ulises y la
vara de Circe, entre la fuerza (poder masculino) y la magia (poder femenino),
situándose ahora entre ambos el caduceo de Hermes. Una oposición que ratifica
la dualidad entre la planta de origen divino y el pharmakon ligron preparado por la maga. Por mediación de Hermes –el
dios umbrátil, el psicopompo-, Circe ve al hombre, no al cerdo, el lobo o el
león. Circe re-conoce a Odiseo. Recurre, entonces, asombrada por la inmunidad
del que empuña la espada, a su arma tercera, la seducción: “Estoy sobrecogida
de admiración, porque no has quedado hechizado a pesar de haber bebido estos brebajes
[…] tienes en el pecho un corazón imposible de hechizar. Así que seguro que
eres el asendereado Odiseo.” Y Odiseo acepta la unión en la alcoba de la maga,
pero solo después de que esta realice el juramento de no dañarlo, de no robarle
su virilidad, de no debilitarlo, esto es, de no “meditar maldad alguna”. Circe
no incumple su promesa y devuelve la condición humana a los marineros, ahora
más jóvenes y más bellos, debido quizá a la penitencia
sufrida tras la metamorfosis, tras experimentar el conocimiento de su verdadero
yo. A caballo entre la maga maligna y la maga benéfica, Circe otorgará,
mediante la palabra, su saber. Le hace entrega a Odiseo, con quien vive y ama
por un año, de su conocimiento sobre la ruta hacia el Hades y previniéndole, curiosamente,
acerca de otras criaturas femeninas peligrosas como las Sirenas o Escila y
Caribdis. Puede decirse que Ulises, finalmente, sí es encantado por la
discípula de Hécate mediante un encantamiento único del que es capaz solamente
el amor. La magia del olvido –los
narcóticos brebajes- ha dado paso a la magia del eros (Weinrich, 1999:39).
Y ese encanto, esa magia, no
puede dejar de concebirse como perenne conocer,
auténtica gnosis que requiere un descenso profundo no tanto al Hades
inframundano, sino más bien al microcósmico hades
que habita en el centro del yo. El
amor de/por Circe implica para el héroe no solo ratificar –como con Calipso- su
finitud como ser mortal, sino descubrir la posible infinitud del yo a través de
la transformación metamórfica del ser. No en vano, Circe representa el círculo
de la metempsicosis (Gómez, 2009:123)
y todo lo que le concierne redunda en una circularidad concéntrica. Vive en una
isla, en cuyo centro se alza un palacio, en el cual encontramos su alcoba, que
contiene el lecho predispuesto para el amor. La isla de Circe, modelo de otras ínsulas mágicas como la legendaria
Ávalon de la materia artúrica, la Isla de San Brandán del monje irlandés, la
Ínsula Firme del Amadís de Gaula, la
Isla Encantada del Palmerín de Inglaterra
o la Ínsula Barataria prometida a Sancho, no hace sino reproducir la
complejidad simbólica de toda isla: refugio ante la amenaza oceánica del
inconsciente o síntesis dichosa de consciencia y voluntad; aislamiento (Ea,
Circe) o reencuentro (Ítaka, Penélope); muerte y amor vinculados ambos a la
mujer. Es evidente que la isla representa de manera alegórica a Circe,
siguiendo la ecuación isla=mujer (Cirlot, 2004:263); paradigma de mujer
transgresora, periférica, la radical otra. Una isla puede ser un refugio, un
recogimiento necesario, pero también resulta un símbolo de aislamiento negativo
que conduce al olvido (muerte psíquica) y la extinción (muerte física). Un
olvido y una extinción que se imponen necesarios para el urgente avanzar del
héroe, pues el conocimiento o gnosis que se desprende de la convivencia con
Circe requería una vía apofática del self,
un vaciado, una des-sujeción, para volver a emprender el viaje.
Medea: el saber o el rencor
Medea, mujer paradigma de los celos funestos, de la venganza implacable,
se convirtió en prototipo de la femme
fatal que hace uso de sus saberes oscuros con la finalidad de destruir al
varón. Esta es la imagen que artistas y escritores posteriores decidieron
recoger, padeciendo quizá una sutil ceguera y sordera ante la profunda
comprensión que el propio Eurípides manifiesta en su obra hacia la hechicera.
Sacerdotisa de Hécate en la Cólquide, por amor a Jasón, traiciona a su padre y
a su patria para que el héroe pudiera apoderarse del vellocino de oro. No le
resultó fácil tener que elegir en tan cruda encrucijada entre el deber y el
amor, entre la lealtad y la pasión. Pero escogió el amor. Y, por amor a Jasón, en
opinión de Estrabón y Ovidio, asesina a su hermano Apsirto, descuartizándolo
(Conti, 2006:413); por amor a Jasón, engaña a las hijas de Pelias para que lo
maten y, por amor a Jasón, asumirá el trágico rol por el que más se la conoce.
En un principio, la historia mítica de Medea surge dependiente y subsumida a la
de Jasón y los Argonautas, aunque ella sola consiguió fraguarse como paradigma
femenino único, como arquetipo indiscutible, a pesar de que Homero no se
ocupara ni de nombrarla. Tuvo que esperar al poema de Apolonio, El viaje de los Argonautas o Argonáuticas (actos III y IV) y, sobre
todo, a la tragedia de Eurípides, que inevitablemente tuvo que llevar por
título el nombre de la maga y princesa de la Cólquide. Ha fascinado y sigue
cautivando a artistas que la convirtieron unos en contrafigura de lo femenino e
imagen del mal mediante una vana y huera reducción y otros, alentados por la
mixtura de rasgos en su carácter y por la complejidad del contexto ideológico y
cultural para la mujer, en una suerte de subversión de los márgenes sociales
impuestos a su género. Y es que las atrocidades llevadas a cabo por Medea solo
podían ser llevadas a cabo por alguien
como Medea: mujer, bárbara y extranjera, versada en una sabiduría también
limítrofe únicamente practicada por el más foráneo de los géneros. Su
genealogía, aun de difícil elucidación, se mantiene nítida en cuanto a los
vínculos con Hécate, la “portadora de luz”. Para Hesíodo y Eurípides, es hija
de Eetes, rey de los Colcos, y de Idía, en consecuencia, nieta del Sol y
sobrina de Circe; Euforión y Andro de Teos la consideraron hija de la mismísima
Hécate, mientras que Heraclides Póntico matizaba que procedía de las Nereidas y
algunos la citaban directamente como hermana hechicera de Circe y, por tanto,
perteneciente a la estirpe de Hécate (Conti, 2006:412). Las tres están
estrechamente vinculadas entre sí y al arquetipo de mujer sabia y perversa.
Medea se hizo un digno hueco mítico en un mitológico mundo poblado y
gobernado varones (dioses, reyes, héroes y guerreros), aunque engalanada con
los ropajes de mujer bárbara, despechada y asesina. Si puede parecer que “es
fácil dividir en dos partes la historia personal de Medea” (García Gual, 2003:212),
no sucede lo mismo cuando se intenta emancipar en el seno del arquetipo a la
doncella enamorada de la esposa vengativa. Ambas son Medea, aunque ambas
igualmente terribles en sus acciones desmedidas, frías por pensadas. “Mi pasión
es superior a mis razonamientos” es la sentencia que pronuncia la maga en la
tragedia. Hay que comprender a Medea a la manera en que llegó a hacerlo
Eurípides, el cual muestra una mujer sabia y bárbara que es humillada, y
convierte a una hechicera en una mujer intelectual, “sometida a la envidia de
su entorno social.” (Rodríguez, 1995:264) Medea renuncia a su patria y su
familia por amor a Jasón, a quien entrega además diez años de convivencia conyugal
y unos hijos. Y su virginidad. Sabemos que después el amor mutará en odio y la
madre, al final, se despojará también de los vástagos. Medea, pues, no es hija,
ni hermana, ni esposa, ni mucho menos madre. Se arranca todos y cada uno de los
atuendos que designan su identidad femenina. Desnuda toda, ya tan solo queda la
maga, la terrible, la mujer. El arquetipo.
Entre el helenismo y la barbarie, entre civilización y alteridad, el amor
la hace primeramente inclinarse por el helenismo, pero el odio la hará regresar
a la barbarie, aunque la paradoja deviene más cruel, ya que el amor brota en el
seno de la barbarie misma, mientras que el odio germina en el estricto cerco
del helenismo. También se permite momentos de duda y de autocrítica: teme que
las promesas de Jasón estén construidas desde la mentira y teme las
consecuencias de su insensato enfrentamiento con su padre. Es lógico que
muestre incertidumbre y desconfianza ante el amante, pero al unísono manifiesta
una premeditación rotunda cuando las cosas se complican para la pareja. Medea,
siempre fluctuante entre lo correcto y lo subversivo, entre la bondad y la
maldad. Pues he aquí la contradicción, la concordia de opuestos que la erigen
en indiscutible arquetipo.
|
Medea | Frederick Sandys, 1868 |
Medea es plenamente consciente de que su maldad –su también desmedido rencor- va actuar como pesada carga
para el resto de las mujeres. Y, no obstante, eso será su heroico acto, un
heroísmo claramente rechazado por el orden masculino. Con todo, su mayor
transgresión (y perversión) es su saber. Aunque no controla sus propias
pasiones ni es una maga a la altura de Circe, Medea conoce todo tipo de venenos
y ponzoñas y domina los astros y los fenómenos de la naturaleza. Como recalca
Apolonio de Rodas en sus Argonáuticas,
Medea es una joven “a la que Hécate, la diosa, ha enseñado más que ninguna otra
cosa a ser diestra en venenos que cría la tierra y el agua que se mueve en las
olas sin fin.” Asimismo, es una gran versada en el arte del aojamiento, la práctica del mal de ojo o
fascinación venenosa de la mirada, para vencer al gigante de bronce Talos. En
griego, la expresión mal de ojo
funcionaba casi como un sinónimo para malicia,
celos o influencia maligna, de manera que un aojador equivalía a un brujo
o hechicero. Incluso puede significar
envidia, como ocurrirá más adelante
con el vocablo latino inuideo,
“envidiar”. Por supuesto, la vinculación de todos estos términos con el fascinus es indiscutible por el
fulminante poder de la mirada. Así, para Ovidio, la bruja Dípsade posee pupula
duplex, una doble pupila desde la que lanza sus maldiciones, mientras que
para Horacio, aquellos capaces de malograr la dicha de los mortales a través de
la mirada son los que se sirven de un obliquo
oculo. Se ha debatido mucho acerca de si el aojamiento ha de considerarse
una práctica perteneciente al mundo de la magia o no. No puede negarse el
elemento sobrenatural del mismo ni su asociación con la magia maléfica, pero
aún hay quienes cuestionan su competencia hechicera. Lo que sí puede admitirse
es su carácter de elemento para-religioso procedente de prácticas y creencias
populares que, siendo más o menos consentidas por la clase dominante, se
involucraron y formaron parte de la religión oficial. Ya en la Grecia arcaica
se creía que los ojos constituían un canal o un medio por el que provocar o
inducir algún daño –Medusa y Basilisco, verbigracia-, pero será a partir del
siglo V a.C. cuando se utilice la expresión aojamiento.
Referencias sugerentes encontramos en Homero, Aristófanes, Platón y Aristóteles,
y como acto envidioso –y hasta divino- en Erina, Calímaco y Plutarco (Alvar,
2010:70-73).
También domina Medea el uso –en este caso, nada terapéutico- de la epodé o conjuro. A Medea pertenecen los misterios oscuros de la palabra y
la mirada. Suele invocar, principalmente, a Hécate, diosa subterránea,
“soberana noctívaga”, “la unigénita”, aunque también recurre a las mortíferas
Moiras, esas “rápidas perras de Hades”. Sus invocaciones o conjuros, en verdad,
no dejaban de ser fórmulas rituales o recetas verbales de enorme eficacia
simbólica. Puede decirse que la magia tenía y tiene su propio lenguaje, un código particular que opera
sobre el lenguaje articulado y que implica, como cualquier acto comunicativo,
una comprensión compartida y unas representaciones lingüísticas con funciones
preformativas (Moulian, 2002:47-48). El código mágico es un supralenguaje, “un dominio en que los
signos no solo significan, sino que también suceden
y en el que la metáfora se materializa y deviene actuante.” (Delgado, 1992:125)
Un supralenguaje en boca de una
mujer. Este mágico lenguaje, además, se consideraba secreto, un código solo cognoscible e inteligible para unos
concretos iniciados. El lenguaje mágico suele caracterizarse por su
versificación y musicalidad, aunque también se nutre de otros mecanismos que
garanticen su efectividad. Junto a oraciones
y rogativas, quizá más vinculadas con
el ámbito religioso, el lenguaje mágico se sirve, sobre todo, del conjuro. El conjuro pronunciado por
magas, hechiceras y brujas funciona como una especie de interruptor, una
herramienta de control de las fuerzas naturales y sobrenaturales dirigidas a la
consecución de un fin determinado. No consiste únicamente en un acto simbólico
que se enuncia o recita, sino en un conjunto simbólico que ocurre, que se hace, que es, en la pronunciación misma. El
hechizo, el acto mágico verbalizado y gestualizado, es resultante de la
interacción entre palabra y acción, una implicación recíproca mediante la cual
la hechicera ordena al universo. El
poder mágico no es sino poder, pero un poder, más que de comunicación, de
convicción.
Medea, consciente del rencor por el que es movida a ejecutar a los hijos,
pronuncia también otra palabra, igual de transgresora o más, su terrible queja –o más bien protesta y disconformidad- por el destino de la mujer en Grecia:
“porque la mujer es siempre tímida, cobarde en la lucha, y sin ánimo para mirar
tranquilamente el acero, pero cuando la injuria que recibe afecta a su tálamo
conyugal, no hay nadie más cruel.” Y, aun así, dejándose arrastrar por la hybris, por el rencor, por el despecho,
“Medea, bárbara de fogoso carácter, resulta sin embargo una lúcida portavoz de
las quejas de todo el género femenino contra una cultura machista.”(García,
2003:214) Medea, siendo portadora de un amor colosal y destructivo, por el cual
es capaz de aceptar los roles de docilidad y obediencia para con el esposo, la
patria y el hogar, no duda en rechazar la adopción de esos mismos patrones
sumisos para convertirse en una transgresora contra aquellos que simbolizan y encarnan
la dimensión masculina: el padre, el hermano, el esposo y los hijos. Una
transgresión, fundamentalmente, verbalizada y discursiva, siendo entonces,
probablemente, su sabia y lúcida, subversiva e insurrecta palabra, ya mágica, ya sublevada, la que ha motivado y perpetuado
por tanto tiempo la violentamente simbólica ubicación bajo el arquetipo de la mujer perversa.
BIBLIOGRAFÍA
Aguirre, M. y
Esteban, A., Cuentos de la magia griega,
Madrid, Ediciones de la Torre, 1999.
Alvar Nuño, A.,
“Envidia y fascinación: el mal de ojo en el Occidente romano”, Arys. Antigüedad: religiones y sociedad,
Anejo III (2012), pp. 13-306.
Arriaga Flórez,
M., “Las despiadadas: de la página escrita a la página virtual”, en Palma, M. y
Parra, E., Las mujeres y el mal,
Sevilla, Padilla Libros, 2002, pp. 29-40.
Baring, A. y
Cashford, J., El mito de la diosa.
Evolución de una imagen, Madrid, Siruela, 2005.
Becerra Romero,
D., “La mujer y las plantas sagradas en el mundo antiguo”, VEGUETA, 7 (2003), PP. 9-21.
Bermejo Barrera,
J. C., Mitología y mitos de la Hispania
prerromana, Madrid, Akal, 2005.
Bourdieu, P. y
Passeron, J. C., La reproducción.
Elementos para una teoría del sistema de enseñanza, Madrid, Editorial
Popular, 2001.
Caro Baroja, J.,
Las brujas y su mundo, Madrid,
Alianza, 1995.
Cirlot, J. E., Diccionario de símbolos, Madrid,
Siruela, 2004.
Conti, N., Mitología, Murcia, Servicio de
Publicaciones de la Universidad de Murcia, 2006.
Delgado Ruiz,
M., La magia: la realidad encantada,
Barcelona, Editorial Montesinos, 1992.
Elvira Barba, M.
A., Arte y mito. Manual de iconografía
clásica, Madrid, Sílex, 2008.
Fernández, M.
P., “Maga famosissima y clarissima meretriz: algunas consideraciones sobre la
figura de Circe”, QUINTANA, 8 (2009),
pp. 213-229.
Frontisi-Ducroix,
F., El hombre-ciervo y la mujer-araña.
Figuras griegas de metamorfosis, Madrid, Adaba Editores, 2006.
García Gual, C.,
Diccionario de mitos, Madrid, Siglo
XXI, 2003.
Gómez de Liaño,
I., La variedad del mundo, Madrid,
Siruela, 2009.
Hernández
González, C., La muerte fértil. Mitos,
símbolos y arquetipos de una paradoja recuperada, Córdoba, Bibliofilia
Montillana, 2010.
Jung, C. C. y
Kerényi, K., Introducción a la esencia de
la mitología. El mito del niño divino y los misterios eleusinos, Madrid,
Siruela, 2004.
Lara Alberola,
E., Hechiceras y brujas en la literatura
española de los Siglos de Oro, Valencia, Publicaciones de la Universidad de
Valencia, 2010.
Luck, G., Arcana mundi: magia y ciencias ocultas en el
mundo griego y romano, Madrid, Gredos, 1995.
Madrid, M., La misoginia en Grecia, Madrid, Cátedra,
1999.
Molas Font, M.
D., “Las violencias contra las mujeres en la poesía griega: de Homero a
Eurípides”, en Molas Font, M. D., Guerra López, S., Huntingford Antigas, E. y
Zaragoza Gras, J., La violencia de género
en la Antigüedad, Madrid, Instituto de la Mujer, 2006, pp. 39-70.
Moulian, R., Magia, retórica y cognición. Un estudio de
casos de textos mágicos y comunicación ritual, Santiago, Lom Ediciones,
2002.
Reyzábal, M. V.,
“La mirada a la otra mitad”, en Soriano Ayala, E. (coord.), Vivir entre culturas: una nueva sociedad,
Madrid, Editorial La Muralla, 2009, pp. 111-148.
Rodríguez
Adrados, F., Sociedad, amor y poesía en
la Grecia antigua, Madrid, Alianza Editorial, 1995.
Siche Mestica,
G., Diccionario Akal de Mitología,
Madrid, Akal, 2007.
Weinrich, H., Leteo. Arte y crítica del olvido,
Madrid, Siruela, 1999.