DE BOCCACCIO A ROSSETTI, DEL TEXTO A LA IMAGEN:
REPRESENTACIONES INTERSTICIALES DE LA MUJER
Cristina Hernández González
X Congreso Internacional "Ausencias: escritoras en los márgenes de la cultura"
Jornada dedicada a Boccaccio y las mujeres
Sesión II. Representaciones artísticas y culturales de la mujer boccacciana
Madrid, 24-26 de octubre de 2013
UNED
Bocca baciata | D. G. Rossetti, 1859 |
Resumen: Este
artículo analiza algunos personajes femeninos del Decamerón de Boccaccio que se alejan de la dualidad de los arquetipos
atribuidos a la mujer. Demostraremos el funcionamiento de la concordia de
elementos opuestos en la creación de representaciones femeninas intersticiales
y observaremos también cómo estos son reproducidos iconográficamente por la
Hermandad Prerrafaelita.
Palabras clave:
Boccaccio, Decamerón, arquetipo,
personaje femenino, Prerrafaelismo.
Abstract: This article analyses some
feminine characters from the Decameron
by Boccaccio who move away from the duality of archetypes attributed to woman.
We will show how the harmony between opposite elements in the creation of
interstitial feminine representations works and we will observe how they are
iconographically reproduced by the Pre-Raphaelite Brotherhood.
Key words: Boccaccio, Decameron, archetype, feminine character,
Pre-Raphaelism.
Los personajes femeninos del Decamerón
no pueden ser catalogados sin más bajo un prisma dualista que establece
disyunciones excluyentes como mujer
insumisa/mujer sumisa, mujer
frágil/mujer fatal, mujer terrible/mujer virtuosa, etc., como
tampoco pueden reducirse a esta taxonomía las retratadas por los artistas
finiseculares. Es conveniente advertir una especie de continuum entre tales arquetipos, una suerte de concordia oppositorum, cuyo producto resultante no es sino lo que denominamos
representación intersticial, pues
toda concordia o coincidencia de dos elementos contrarios deviene en un tercero
que matiza las cualidades de los anteriores. A través del análisis de los
personajes y los motivos que los circundan y/o atraviesan, observaremos cómo
algunas de las mujeres boccaccianas mostrarán subversión en el seno del aparato
ideológico de la sumisión, y cómo estas mujeres lograrán alzar la virtud desde
la profundidad de las verticales relaciones feudales. Aceptamos que en el Decamerón funcionan como dos constantes
el poder regenerador de la palabra y
la escala progresiva del vicio hacia la
virtud (Hernández, 1994: 70). Ahora bien, teniendo presente que tales
constantes no son estáticas ni invariables, sino fluidamente dinámicas, al
desplazarse por el continuum citado.
A tenor de lo expuesto, procuraremos demostrar el particular funcionamiento de
la categoría opositora palabra/silencio,
así como su entrelazamiento con otras categorías duales (sumisión/insumisión, vicio/virtud,
larguetat/escarsetat) en la
configuración de los arquetipos femeninos.
Por otra parte, cabe señalar que el entusiasmo por la Edad Media de la
Hermandad Prerrafaelita se inclinó en gran medida hacia el tema artúrico y el
folclore anglosajón, si bien su italianismo estético no se limitó a las artes
plásticas. Y aunque la sublimación erótica dantesca fue la predilecta (sobre
todo, en Rossetti), el Prerrafaelismo, el Simbolismo y el Esteticismo
encontraron en las figuras femeninas de Boccaccio una compleja pero perfecta
expresión de su imaginario arquetípico acerca de la mujer. Así pues, el
arquetipo de la mujer sensual y seductora aparece en Bocca Baciata (1859) de Dante Gabriel Rossetti, cuyo título remite a un
proverbio recogido en el cuento 7 de la jornada II del Decamerón: “Bocca baciata non perde ventura, anzi rinnuova come fa
la luna.” La historia de la hermosa sarracena y sus nueve nupcias por culpa de
la belleza fatal le permiten a Rossetti crear un retrato femenino –suerte de
alegoría entre la voluptas y la vanitas- donde hay un sutil equilibrio entre
lo erótico y lo sublime. Expuesta en el Hoharth Club, la obra fue considerada
escabrosa y vulgar, excesivamente sensual, a pesar de la exquisitez de la
vestimenta y de las joyas, del cuello rotundo y los carnosos labios, de la
abundante y esponjada cabellera, que configuran una iconografía de lo femenino
voluptuosa y sugerente. La obra no está exenta de un importante simbolismo.
Entre los cabellos asoma una rosa blanca, que representa el amor. En el fondo
del lienzo y en sus manos aparecen caléndulas, que simbolizan el dolor, la
aflicción, la tristeza. En el ángulo inferior, una manzana, claro referente de
la tentación y el apetito sensual. La bella retratada, Fanny Cornforth –modelo
y amante del pintor-, dirige su mirada hacia la izquierda, como si mostrara
cierto vanidoso desdén hacia el espectador. Lo cierto es que los arquetipos
femeninos de los prerrafaelitas nunca son del todo planos, fijos o estancos,
como sucede como los personajes femeninos de Boccaccio, sino que siempre
oscilan entre el deseo y la melancolía, entre la carnalidad y la contrición. Una
muestra de la mujer frágil y virtuosa,
tan del gusto finisecular, lo tenemos en How
Liza loved the King (1893), de Edmund Blair Leighton, dedicado a los amores
de la humilde Lisa por el rey Pedro (Decamerón,
X, 7), aunque, paradójicamente, la fragilidad de la joven, que sufre de amor hereos o melancholia, será síntoma de su alta virtud. A Tale from the Decameron (1916), de John William Waterhouse,
recrea la reunión de los diez narradores del Decamerón, como ya lo hicieran Francesco Podesti o Franz Xavier
Winterhalter (ambos hacia 1850), con los elementos fundamentales: el castillo
al fondo, el hermoso jardín y la fuente. De los diez personajes se puede
afirmar que funcionan alegóricamente, pues las siete donnas simbolizan las siete virtudes, mientras que los tres jóvenes
representan tres rostros o facetas del propio Boccaccio. El motivo del jardín
encantado o florido en pleno invierno, de origen folclórico, pedido por la
pudorosa Dianora a micer Ansaldo (Decamerón,
X, 4), fue también tratado por Waterhouse en The Enchanted Garden (1917), pero es la versión de Marie Spartali
Stillman, The Enchanted Garden of Messer
Ansaldo (1889), la que mejor escenifica los elementos del relato: el
cromatismo blanco y gélido del invierno en el exterior del jardín en contraste
con el cálido colorido de árboles, hierba, flores y frutos que apelan a la
belleza sensorial. Al igual que en la narración, el personaje femenino se
encuentra en un particular hortus
conclusus cuyo centro es un majestuoso almendro florido, y no cabe duda de
que Spartali logra establecer, al envolver a las figuras femeninas de los
símbolos vegetales, una perfecta alegoría del tiempo cíclico y de la
regeneración vital de la naturaleza, ámbito siempre vinculado a la mujer. También
en un jardín hallamos a la Monna Giovanna
(1907) de Edward Robert Hughes, otra virtuosa mujer del Decamerón (V, 9) cuya grandeza queda manifiesta en la armonía entre
los tonos pastel de los rosáceos ropajes, la blanca piel y el cristalino collar
de Giovanna y las rosas de los arbustos. El encuadre vegetal, que tanto nos
recuerda a la Ginevra de’ Benci (1474-1478)
de Leonardo da Vinci o a la Princesa d’
Este (1435-1449) de Pisanello, y la flor escogida refuerzan el arquetipo de
mujer virtuosa tras la viudez, dado que en Giovanna parecen cruzarse y
mezclarse las antiguas Rosalia
romanas, donde la rosa adquiría connotaciones fúnebres, y la iconografía
mariana de la Virgen como “rosa sin espinas” (Impelluso, 2003: 118). Una frondosa arboleda sirve igualmente de
marco para contemplación de la belleza femenina que motiva la elevación
espiritual en el relato de Cimón e Ifigenia (Decamerón, V, 1). Tanto la narración como las diversas
representaciones pictóricas –casi siempre centradas en la durmiente y semidesnuda
Ifigenia- reproducen la ambientación arcádica y sugieren la fuerza
ennoblecedora del amor, como ocurre en los trabajos de Rubens (ca. 1617),
Angelica Kauffman (1780) o Reynolds (1789). Frederic Leighton, en su Cymon and Iphigenia (1884), trastoca los
elementos narrativos: sustituye el “ya pasado el mediodía”, el intervalo
temporal en que se produce el encuentro, al amanecer, a la aurora que tiñe todo
el cuadro de una luz rosada, como si el nuevo día fuese tal vez preludio de un
nuevo comienzo para Cimón.
A Vision of Fiammetta | D. G. Rossetti, 1878 |
Y, curiosamente, el amor, la belleza, el cuerpo y el tiempo se conjugan
en el lienzo A Vision of Fiammetta
(1878), de Rossetti. La amada de Boccaccio, Fiammetta (quizá Maria d’ Aquino),
diminutivo de fiamma, “llama”, evoca
con su nombre el fuego del amor y los encendidos celos. Real o no, invención
erótica o recreación literaria, Fiammetta comparte con Beatriz y Laura el
estatuto literario, aunque se aleja bastante de ellas. Bien como personaje,
bien como musa inspiradora, Fiammetta
deja sus huellas en distintas obras de Boccaccio, pero es en Elegia di Madonna Fiammetta (1344-1344),
obra de gran proyección en la España del XVI y XVII y con notables influencias
grecolatinas, en especial, de Séneca y Ovidio, donde ella está más presente, al
compartir con un público burgués y femenino el mal (furor) que sufre, su
desamparo y desdicha amorosa, encarnando con su discurso introspectivo y
evocativo el precedente femenino de la novela moderna. Se advierte cómo la Fiammetta de Rossetti (tradujo tres
sonetos de Boccaccio en su Early Italian
Poets, de 1861) ha abandonado la beatitud de Beatriz, pero tampoco se
reviste únicamente de carnalidad sensual. En el lienzo predominan diversas tonalidades
de color rojizo en el cabello delicadamente recogido, en los carnosos labios,
en el vaporoso vestido, en el pajarillo –tal vez un pequeño ave fénix- y en las
flores del manzano. Color que sugiere el fuego de su nombre, la tentación
amorosa y la renovación cíclica de la naturaleza y las estaciones. Sus brazos,
uno ascendente y otro descendente, agarran las ramas del árbol, como si de una
ninfa dríade se tratase. En una de las muñecas apreciamos una pulsera de la que
pende un corazón oro mientras una figura ígnea y alada rodea su cabeza, a la
manera de aureola. Todos los elementos dispuestos, desde la cabeza hasta el
corazón, en su perfecta simetría no hacen sino insinuar la renovación periódica
del amor que atraviesa todo un cuerpo.
Y en verdad, pareciera que algunos de los personajes femeninos del Decamerón reproducen precisamente la
tensión medieval entre la representación dual (alma/cuerpo) y la representación ternaria (alma/espíritu/cuerpo) del ser humano. A partir del siglo XII se
reconoce que el alma es localis, esto
es, localizable –para unos en el corazón,
para otros en la cabeza-, pero no
tanto en el sentido de que esté contenida en el cuerpo, sino que más bien está
esparcida por él. En consecuencia, a través de los relatos de Ghismunda, Lisabetta
y Griselda, tres imágenes intersticiales de lo femenino, advertiremos cómo la virtus se inscribe, respectivamente, en
el corazón, en la cabeza y en todo el cuerpo sufriente, subvirtiendo precisamente los grilletes
ideológicos impuestos a su género. Asimismo,
comprobaremos cómo el continuum opera
dinámica de tres formas muy distintas en sus representaciones pictóricas: una circularidad
concéntrica (Ghismunda), una verticalidad de ascenso/descenso (Lisabetta) y un perfil
idealizado en plenitud (Griselda).
Ghismunda: palabra del corazón
Durante toda la jornada IV, asistimos al despliegue del tema provenzal
del secreto amoroso, articulado con diversos motivos folclóricos e iconográficos,
si bien el relato de Ghismunda le sirve a Boccaccio para defender, mediante el
juego de oposiciones, su defensa de la nobleza o la virtud (Ghismunda y
Guiscardo) que en absoluto depende del linaje (Tancredo). Así pues, el símbolo
corporal del corazón –y
concretamente, el motivo del corazón
devorado, tratado a su vez en el cuento noveno- lo instala Boccaccio en la
secuencia amor secreto-descubrimiento del secreto-silencio-lágrimas,
que se cumple en este relato por parte de Tancredo, en oposición a la sabia y
elocuente palabra de su hija Ghismunda. El destacado contraste entre el llanto
incontrolado del padre y el temple ejemplar de la hija refuerza el antagonismo
entre las dos concepciones boccaccianas sobre la nobleza. Si bien fue la Vida de Guillem de Cabestany la mayor
influencia, el motivo del corazón comido se encontraba ya en un lai perdido, en el Castelain de Couci y en la balada del missensänger Reinmann von
Brennenberg (Carmona, 1999: 45), que remiten a la leyenda tristaniana. La
cordialidad simbólica aparece, a su vez, en varias ocasiones en la Vita Nuova dantesca. A pesar de la
multiplicidad de fuentes y tradiciones de las que se nutre la jornada IV, la
inesperada paradoja que instala Boccaccio –esto es, la unión de los amantes en
la muerte, plasmación del amor omnia
vincit- consigue establecer una lectura añadida al nudo entre secreto y
cardiofagia mediante la dialéctica organicista entre ojos (Tancredo, revelación del secreto) y corazón (Ghismunda y Ghiscardo, instauración del secreto),
oposición que, a lo largo de la narración, expone la dualidad confrontada entre
la interioridad y la exterioridad, entre la intimidad del amor y la revelación
del mismo, entre el corazón guardado en su corporal encierro y su extracción. Asimismo,
la narración de Boccaccio expone, por una parte, un paralelismo cruzado entre
la joven que entrega metafóricamente su corazón y el amado del cual recibe un
corazón físicamente (Pellegrino y Poletti, 2004: 58); por otra, tres objetos, corazón-copa-alcoba, se convertirán en
los motivos iconográficos esenciales de la representación pictórica de Ghismunda,
como puede comprobarse en las obras de Bachiacca, Mario Balassi, Franesco
Furini, Bernardino Mei, William Hogarth, Moses Haughton o Joseph Edward
Southall.
Con todo, el acto de devoración implica una doble captura definitiva del
corazón: en la copa y en el cuerpo de Ghismunda. Ha de tenerse en cuenta que el
corazón pertenece a la sintaxis
simbólica del centro anímico-espiritual, símbolo del circuito solar, motor del
ser, residencia del hálito vital y foco irradiador del calor vivificante
(Guénon, 1995: 384-385); constituye un elemento central en el esquema vertical
de la metáfora corporal cabeza-corazón-sexo
(Cirlot, 2006; 149-150) y, sobre todo, se vincula con todo objeto cuyo carácter
es el contener y el proteger, como el vientre materno, la vasija, el cofre, el
arca, la cuna, la barca, el ataúd, el vaso o la copa, es decir, el corazón
participa del circuito simbólico de todo recipiente
–material o inmaterial- que contiene y oculta un secreto (Cirlot, 2006: 139). La
exégesis es obvia: tanto la copa que ofrece Tancredo como el cuerpo mismo de
Ghismunda no son sino materializaciones de la envoltura del centro del ser, a
la par que el corazón pertenece a la dinámica de la metáfora corporal del medioevo, del hombre-microcosmos (Le Goff y Truong, 2005: 129-144). Y todo ello
encerrado en la intimidad y la privacidad del dormitorio, lecho de los amantes,
casi altar. Los tres objetos, pues, alcoba-copa-corazón,
funcionan tanto en el relato como en la tradición figurativa como elementos
concéntricos que encierran, contienen, cubren y protegen, atributos simbólicos
de lo femenino, de matriz (mater, materiam) en la ecuación mujer=cuerpo=vasija=mundo (Hernández,
2010: 243). Así los encontramos en El
relato de Ghismunda (ca. 1520) de Francesco Ubertini, llamado Bachiacca, un
medallón en el que la solemne alcoba ocupa el centro y sentada en ella,
Ghismunda sostiene la copa de oro con el corazón en su interior. A los pies del
lecho, una anciana con bastón representa o bien a Átropos o bien a la Fortuna,
eje temático por excelencia del Decamerón
y de la adaptación teatral de Antonio Camelli en 1499 (Pellegrino y Poletti,
2004: 59). La presencia de ambas figuras femeninas constata el entrelazamiento
del amor y de la muerte, motivos opuestos pero engarzados en el corazón,
mientras que la insistencia en la circularidad parece transmitir la imagen de
la rueda de la Fortuna (hacia la muerte) y la matriz femenina (hacia la vida).
Sigismonda drinking the poison | J. E. Sothall, 1898 |
El cuadro Sigismonda drinking the
poison (1898) de J. E. Sothall, una de las escasas representaciones de
finales de siglo, descubrimos los motivos iconográficos pertinentes: la
intimidad de la alcoba, Ghismunda en el lecho, la copa de oro en sus manos.
Apenas hay innovación o adaptación de los elementos, pero hay una notable excepción:
la vestimenta de la joven, de tonos rojizos intensos, resulta ser una metonimia
cromática que alude al corazón de Guiscardo, el cual no es visible para el
espectador, ya que la copa lo oculta por completo. Se comprende que aquí
persiste la circularidad concéntrica: el traje envuelve a Ghismunda, quien
envolverá o contendrá el corazón de su amado, del mismo modo que la copa de
oro. Sin embargo, el cromatismo rojizo envolvente obliga a pensar que es el
corazón el que, de algún modo, baña el cuerpo de la muchacha, al igual que el
veneno que circula por su interior. Asimismo, el espejo circular situado detrás
de la joven y delante del espectador, enclaustra toda la escena. ¿Acaso el
cuadro es también un recipiente-mundo
que contiene al observador, el cual alberga a su vez la escena observada?
En el caso de Ghismunda, hemos advertido cómo se establece la oposición
entre el silencio y la palabra, dos extremos entre los cuales
se ubica el llanto. Ghismunda, a
nuestro entender, supone una representación femenina intersticial precisamente
porque subvierte por completo el estereotipo de la virulentis sermonibus, de la mujer excesivamente locuaz, defecto de
su género imperfecto e impuro. Esta misógina consideración, que podríamos hacer
remontar a Simónides de Amorgos y que a lo largo de los siglos se nutriría con
teorías médicas, filosóficas, literarias y morales, dejaba el monopolio de la
predicación para el varón (Louzada, 2010: 81), condenando la incontinencia
verbal de la mujer, como si se tratase de una consecuencia inferida de su
incontinencia y voracidad sexual (de ahí que el sexo femenino tenga su metáfora
corporal máxima en la vagina dentata
y en la boca del infierno devorador).
La corporalidad discursiva de Boccaccio se despliega, se expande, pues siendo
el corazón el elemento primordial del relato, el autor nos recuerda que entre
el corazón y el recipiente (la copa de oro, el cuerpo de Ghismunda), entre esos
dos extremos del continuum, se
encuentra la boca, elemento
intermedio y mediador. Así pues, la boca, órgano que tradicionalmente condena a
las mujeres (la palabrería, la incontinencia, la voracidad), se convierte en
Ghismunda en instrumento de virtud, elocuencia y amor.
Y si las oposiciones caracterizan buena parte del relato, en el tramo
final Boccaccio nos ofrece, en cambio, un hermoso despliegue de superposiciones
o paralelismos simbólicos: las lágrimas finales de Ghismunda, lavando o
ungiendo el corazón de su amado en su sepultura de oro, y el veneno preparado;
el acto de estrechar y acercar el corazón de Guiscardo al suyo y, por supuesto,
el sepulcro común de los amantes en el único gesto honorable de Tancredo. Como
veremos en la historia de Elisabetta, las lágrimas cumplen un papel crucial en
la concordia de opuestos Amor/Muerte y Palabra/Silencio; la diferencia con Ghismunda
radica en los objetos vertebradotes de tales oposiciones, pues mientras aquí el
corazón articula simbólicamente, en
aquella, será la cabeza la metonimia
corporal del malogrado amor, pero también de la probada virtud.
Isabella: el lenguaje de las lágrimas
Isabella, Lisabetta o Ellisabetta es el personaje que protagoniza el
cuento 5 de la jornada IV del Decamerón
de Boccaccio, la jornada gobernada por Filóstrato –cuyo nombre significa “el
vencido por amor”- y dedicada a los amores con final trágico. El relato,
narrado por Filomena, puede parecer conciso, lo que no le resta en intensidad
dramática y lírica evocación. El amor entre los jóvenes Isabella y Lorenzo es
un amor prohibido y considerado una traición por los hermanos de la muchacha
quienes terminan asesinándolo. Lorenzo se le aparece en sueños –motivo tomado
del Asno de oro de Apuleyo- para
indicarle dónde ha sido enterrado y, así, Isabella, desentierra únicamente la
cabeza y la oculta en un tiesto de albahaca. Al igual que la cabeza se
encuentra encerrada en la vasija, Lisabetta se encierra en sí misma, de tal
modo que solo se comunicará mediante sus lágrimas, materialización de sus
sentimientos y vía de purificación.
En la figura de Isabella se entreteje una concatenación de motivos
folclóricos de diversa procedencia que dan como resultado la transcripción
particular de Boccaccio (Garrosa, 2010: 165), una (re)creación que expone
nítidamente su inclinación a la mixtura o mezcla ya citada, la concordia de
elementos opuestos cuya consecuencia más inmediata es la representación
intersticial de lo femenino. Uno de los tópicos adoptados es la invocación mediante el llanto del amado
difunto. El elemento líquido comporta una especial significación a la vez
paralelística y cruzada, como dos hebras (trama y urdimbre) que conforman un
tejido. La aparición durante la noche del espectro de Lorenzo, con las ropas
empapadas, se debe al inconsolable llanto de la joven mientras esta dormía.
Obsérvese la profunda intersección entre lo líquido (las vestiduras de Lorenzo,
las lágrimas de Lisabetta) y lo nocturno (la privacidad de la alcoba de
Lisabetta, la manifestación de Lorenzo en el sueño), así como entre lo material
(las lágrimas-aguas de la viva Lisabetta) y lo inmaterial (la manifestación
espectral del difunto Lorenzo). Esta mixtura de las lágrimas con la noche
obedece a una doble interpretación del motivo: por un lado, es más que evidente
su vinculación simbólica con la muerte, con la sombra y la oscuridad a las que
ha sido confinado Lorenzo (como su posterior sepultura en el tiesto); por otro,
ha de tenerse en cuenta la función del secreto amoroso, que conlleva al
silencio, si bien en el caso de Lisabetta la palabra será conmutada por la
lágrima. El secreto (ámbito del Amor)
y la pena (ámbito de la Muerte) conducen
irremediable y progresivamente no tanto a un silencio rotundo, sino a otro
código, uno no verbal que es el de las lágrimas. El único lenguaje posible para
Lisabetta es el del llanto. Y todo ello enmarcado en el espacio de la intimidad
por esas aguas que simbolizan la “materia de la desesperación” (Durand, 2004:
102), del enclaustramiento en el propio yo de la joven, sepultura en sí misma
en correspondencia con la sepultura de Lorenzo en la albahaca.
La mixtura de Boccaccio no se detiene aquí, pues mientras advertimos que
Lisabetta languidece en vida, marchitándose como seca flor, Lorenzo otorga vida
nueva (lo vegetal) en su muerte. Resulta inevitable, al leer a Boccacio,
renunciar a los dobles sentidos, pero de esto no ha de inferirse dualidad. Al
contrario, en los arquetipos femeninos que estamos analizando aquí lo que
hallaremos es una especie de isomorfismo sincrético, una coincidencia armónica
de contrarios, y nunca meros pares de opuestos. Así pues, en las lágrimas de
esa aparente mujer frágil que es
Isabella o Lisabetta no solo se reúnen y se mezclan la Vida y la Muerte, el
Silencio y el Amor, sino algo mucho más complejo: la Vida desplazándose hacia
la Muerte, la Muerte posibilitando la Vida, la transgresión del Secreto amoroso
precisamente mediante el Silencio. Un continuum,
pues, por el que se desplazan los personajes de Boccaccio.
Isabella or the Pot of Basil | W. Holman Hunt, 1868 |
El motivo boccaccioano fue retomado por Keats en su poema “Isabella, or
the Pot of Basil”, llegando así a los prerrafaelitas. Mientras que Millais
prefirió pintar a Lorenzo e Isabella
(1848-1849) en un banquete que preludia el trágico final de su amor, John
William Waterhouse (1907) y John White Alexander (1897) optaron por reproducir
el abrazo de Isabella al tiesto de albahaca, el primero en un jardín de
connotaciones fúnebres y el segundo en la oscura privacidad del dormitorio. William
Holman Hunt (1827-1910) volcó en su lienzo Isabella
or the Pot f Basil (1868) sus preferencias literarias y su experiencia
personal, ya que lo pintó cuando vivía en Florencia, donde su esposa Fanny
contrajo unas fiebres que le produjeron la muerte tras dar a luz a su hijo. La
terminó en Londres y no dudó en dedicársela a su fallecida esposa (Birchall,
2010: 76). El artista supo recoger los motivos iconográficos que proporciona el
relato de Boccaccio y que nos son conocidos: la intimidad del dormitorio, el
juego de pares de opuestos, los paralelismos y superposiciones, las metáforas
corporales. Isabella, vestida con finas y transparentes telas, reposa su cabeza
sobre el jarrón, dejando caer su oscuro cabello en contraste con los ramilletes
de albahaca. Quedan así superpuestas las cabezas de ambos amantes en un tierno
y trágico abrazo, pues las lágrimas de la joven riegan lo que la planta oculta.
Asimismo, Hunt se mantiene fiel al juego discursivo de opuestos de Boccaccio y
lo consigue plásticamente mediante la verticalidad ascendente de la abundante
mata de albahaca (la vida procedente de la muerte) y la verticalidad
descendente de las guedejas de Isabella (la muerte instalada en plena vida), estableciéndose
un ciclo donde los cabellos funcionan
como elemento de fertilidad (Bornay, 2010: 26), de manera que si en el relato
de Ghismunda el elemento mediador era la boca, en el caso de Isabella lo serán
sus cabellos, los cuales funcionan
como metonimias paralelas de las raíces de la planta y del discurrir de las
lágrimas. La jarra en la esquina –al
igual que la maceta, otro recipiente simbólico del contener y proteger
propios del arquetipo femenino- subraya la imagen líquida de las lágrimas, pues
ambas alimentan a la albahaca. El tiesto está decorado con ricos colores, con
corazones y calaveras; está colocado sobre una especie de altar cubierto por un
paño con el nombre de Lorenzo bordado y la inscripción “El amor es más fuerte
que la muerte”, aplicación de nuevo del tópico amor omnia vincit. La estancia revela lujosos materiales, como en
el suelo y en la columna, recordando el linaje al que pertenece la joven. Y, al
fondo, una cama sin hacer, símbolo del ámbito privado del amor y de la escena
de la aparición de Lorenzo en sueños. Los descalzos pies y las flores caídas a
los pies del altar y en el suelo parecen transmitir la sensación de fragilidad
en el estado de duerme-vela en que Isabella se encuentra antes de que sus
hermanos descubran su secreto, se apoderen de la cabeza de Lorenzo y precipiten
el fatídico final de la muchacha.
Tanto el corazón como la calavera constituyen motivos simbólicos
propios de la Baja Edad Media, reproducidos una y otra vez iconográfica y
literariamente para expresar la convergencia entre Amor-Muerte o Eros-Thánatos.
La calavera, como icónico despojo de la muerte, es un memento mori (Vives-Ferrándiz, 2011: 13), pero en el caso que nos
ocupa, el tópico ha sido desprendido de su sentido moralizante, se aleja por
completo de la vanitas, las danzas macabras y del contemptus mundi y se inscribe más
exactamente en la tradición simbólica del cráneo de la Inglaterra isabelina
(Taiano, 2012: 82) Sencillamente viene a manifestar el tránsito hacia la muerte
de Isabella y el recuerdo de la muerte de Lorenzo. El corazón, símbolo del
centro y del amor como iluminación, subraya la estructura opositiva, ya que la
calavera, que representa el cerebro, está vinculada con la luna, mientras que
el corazón es imagen solar (Cirlot, 2006: 149-150). En consecuencia, la
calavera, como símbolo lunar y de muerte, representa la noche, la oscuridad en
que se encuentra encerrada la cabeza de Lorenzo; el corazón, símbolo solar,
representa la luz, el fuego o ignis
amoris, el hálito vital o el calor vivificante (Guénon, 1995: 384-385).
Concordia de opuestos, una vez más, para revelar la imagen intersticial que
representa Lisabetta. Si a las mujeres se les obligaba al silencio y a la
discreción por imputárseles el defecto primario de la incontinencia verbal, el
vicio de gruñir, la palabra ofensiva y licenciosa, por ser ellas hijas de Eva,
la que lo arruinó todo en el Edén con su “blanda palabra”, Lisabetta tomará
precisamente esta imposición para hacerla suya, para transformarla, para
subvertirla. El silencio femenino, exponente del castigo, la sumisión y la
fragilidad, se convierte en instrumento perturbador del sistema de relaciones
patriarcales. En su fragilidad
aparente, Lisabetta consigue subvertir su sumisión silenciosa, pues paradójicamente
con su llanto mortal dará origen a una canción que, como nos indica el final
del relato, “aún hoy se canta.”
Griselda: más allá del cuerpo
El relato de la paciente Griselda cierra la décima jornada del Decamerón. Lejos de sorprendernos de que
la máxima ejemplaridad de la virtud en una mujer sea narrada por Dioneo, se
comprende aquí a la perfección la dinámica de mixtura opositora que Boccaccio
ejerce en toda la obra. Tampoco ha de consternarnos el hecho de que la
expresión de mayor virtuosidad provenga de la sumisión femenina, ya que
Griselda, último modelo de imagen femenina intersticial, subvertirá el sistema
de relaciones patriarcales feudales desde su condición misma. Las oposiciones
se tornan más nítidas en este cuento, se radicalizan hasta el extremo en su
desplazamiento por el continuum, pues
mientras la humilde Griselda manifiesta una creciente y progresiva virtud, el
cruel Gualtieri se somete a una paulatina degradación y bestialidad. En
consecuencia, puede decirse que, en primera instancia, la dinámica intersticial
revela una verticalidad de ascenso
(femenino) y de descenso (masculino), no siendo el único movimiento del relato,
como comprobaremos, pues la circularidad
concéntrica también ocupa un lugar relevante para terminar produciendo una
estilizada idealización de perfil a
la manera renacentista. Dos procesos, rayanos en el quiasmo, que exigen mayor
condensación de estructuras de oposición y de motivos simbólicos con respecto a
los dos arquetipos femeninos anteriormente analizados. En efecto, la largueza o larguetat, valor caballeresco masculino, se encarna en una mujer
villana, a cuya clase estamental le correspondían la avareza y la escarsetat
(Carmona, 2006: 229). La subversión radica justamente en que una rústica
pastora, por mor de su condición de mujer
sumisa, se somete a las cada vez más duras pruebas del marqués de Sanluzzo,
las cuales se transforman en el sistema de ennoblecimiento de Griselda, de
forma similar a las pruebas (aventuras)
a las que se someten los caballeros. Sometiéndose al código patriarcal, lo
subvierte completamente, lo atraviesa y desgarra al demostrar que una mujer
puede ser más virtuosa al llevar a cabo el iniciático rito que correspondía a
la nobleza masculina. La virtud o la nobleza no dependen, pues, del linaje,
como sugieren los súbditos de Gualtieri al creer que “nadie más que él habría
podido jamás adivinar la elevada virtud que ella escondía bajo las pobres
ropas.”
La palabra expone una dualidad más que obvia, dependiente de la
divergencia social y de género. Resulta sencillo concluir que la palabra de
Griselda no es sino una palabra sumisa, a diferencia de la palabra de voluntad
de Gualtieri; desde luego, no es menos cierto que la palabra del marqués se nos
muestra como una palabra plena del yo,
palabra de la voluntad masculina (“yo
quiero”) frente a la palabra abnegada y obediente de Griselda (“mi señor, sí”). No obstante, la palabra
será a su vez el elemento revelador de la subversión intersticial. Así, tras
los nacimientos de los hijos, el marqués habla a su esposa con palabras airadas
y calumniosas, a lo que Griselda responde con palabras prudentes y carentes de
soberbia: “yo estaré conforme en todo”;
“piensa en satisfacerte y satisfacer tu
deseo”. Incluso cuando se le encomienda los preparativos de las nuevas
nupcias, Griselda mantiene su humilde y entregada condición: “Mi señor, estoy dispuesta y preparada.”
La palabra prudente (femenina) se
opone a la palabra cruel (masculina),
lo que subraya la dinámica vertical de sublimación/degradación en el relato.
Tanto en la narración boccacciana como en las representaciones
iconográficas de Griselda cobran importancia una serie de objetos de función
marcadamente simbólica. Dejando a un lado las connotaciones antropológicas y
rituales de la ceremonia nupcial, nos centraremos en la acción del vestir/desvestir, así como en la corona, el anillo, el cinturón y el calzado; elementos simbólicos
caracterizados sucesivamente por ausencia-presencia-pérdida-recuperación y por
lo que Cirlot denomina simbolismo de
nivel. Podría parecer que el desnudamiento y la vestidura, además de
responder a una actitud pigmaliónica de Gualtieri hacia su esposa, constituyen
un correlato del tránsito de Griselda desde su humilde origen social hacia un
más elevado estatus. Pero no es menos cierto que la desnudez y el cubrimiento
remiten a la totalidad del cuerpo,
del cuerpo femenino; la primera desnudez implica la anulación de Griselda como
hija (paso de la ley del padre a la ley del marido); la segunda se produce una
vez que la joven ha sido anulada como madre
(la desaparición de los hijos) y como esposa
(el repudio). Al final, Griselda queda como simple donna, esto es, “mujer” (Le Brun, 2004: 114). Sin embargo, esto no
significa que Griselda haya sido reducida a la materia, al cuerpo o la carne,
pues con su abnegación y paciencia Boccaccio nos mostrará que se trata de una
mujer más allá de la naturaleza femenina, la cual excede y trasciende para
transfigurarse en una idealización de la virtud.
Si bien la corona nupcial es un
preludio de las otras coronas que le aguardan –la del martirio y la de la
gloria-, su sentido esencial proviene de la cabeza;
la corona se ubica no solo en lo más elevado del cuerpo, sino que lo supera,
llegando así a simbolizar la superación, el logro y la transmutación espiritual
(Cirlot, 2006: 150-151). El anillo,
asociado al término de las extremidades corporales, por su redondez y
circularidad, simboliza la continuidad y la totalidad, la plenitud del ser
(Cirlot, 2006: 82) y, por supuesto, es emblema del matrimonio, de la unión
completa. El caso del cinturón admite
interpretaciones ambivalentes, pues, por un lado adquiere significaciones
eróticas por ser metonimia locativa, esto es, cercanía del vientre y del sexo; por otro, refuerza la imagen de lo circular
vinculado a la idea de protección corporal y defensa de virtudes morales como
alegoría de la virginidad (Cirlot, 2006: 135). El calzado, ligado a los pies,
es base del cuerpo. Los pies desnudos
suponen un profundo contacto con la tierra, lo que les confiere la condición de
humildad (Bussagli, 2006: 321). A tenor de lo que acabamos de exponer, los
objetos simbólicos señalan a Griselda como síntesis del mundo, como un
microcosmos, homo minor mundus,
concepción antropomórfica del universo propia del pensamiento medieval y cuya
mejor representación del la tenemos en la ilustración del Liber Divinorum Operum de Hildegard de Bingen, donde el hombre
ocupa el centro de las esferas celestiales y toca el borde del círculo con la
cabeza, las manos y los pies. No nos es
posible detenernos en la proliferación de imágenes del hombre microcósmico y
sus variantes ad circulum y ad quadratum que, desde Vitruvio hasta
Cesarino, pasando por Leonardo e Il Filarete, tanta influencia tuvo en la
ideología cristiana y en el Humanismo renacentista; toda una concepción arquitectónica
del cuerpo humano como templo con sus
plantas longitudinal y centralizada (Ramírez, 2003: 16-21). Esto ha de
sugerirnos que la virtud no solo se encuentra en todo el cuerpo de la paciente
Griselda, sino que lo trasciende, ya que el arquetipo, de nítidas huellas
hagiográficas, más que con una sufridora Eva o con una sacrificada María, se
presta más a una interpretación casi cristológica. La extremada virtud de
Griselda, aquí reverso claro de Medea, la convierten en una figura casi
espectral, figurada, irreal. Griselda es una imago, una invención literaria, producto de tres actos
pigmaliónicos, la del cruel marido, la del narrador Dioneo y la del escritor
Boccaccio, con la salvedad de que quizá en los dos últimos se oculta la ironía
que entraña la aporía que es en sí misma Griselda.
The patient Griselda | F. Cadogan Cowper, 1938 |
La magnanimidad de esta mujer dio lugar a una abundante iconografía desde
el las miniaturas y los arcones nupciales del siglo XV, los renacentistas
cuadros de Pesellino y Gozzoli y los frescos del castillo de Roccabianca
(Parma), las pinturas narrativas del Maestro de las historias de Griselda,
hasta el momento de desnudez de la Griselda (1903) de George W. Joy Irish. Pero
nos centraremos en The patient Griselda
(1938), de Frank Cadogan Cowper, conocido como “El último Prerrafaelita”. Se
trata de un hermoso retrato de perfil que recuerda a los retratos idealizados
de Ghirlandaio, Pollaiolo, Botticelli o Uccello, entre otros. La influencia de
la medallística y la numismática es notable en el perfil de Griselda, que destaca
la verticalidad con las manos en el corazón, los ojos tímidos y la corona
sustituida por una cinta dorada en su larga cabellera. La circularidad se
encuentra en dicha cinta y en el collar enrollado alrededor de su cuello y que
nos recuerda a La dama del armiño
(1492) de Leonardo. Con ricas vestiduras, sobresalen los tonos dorados, el
blanco (la pureza, la virtud) y el rojo (la sangre, el sacrificio). Detrás de
su silueta, una cortina adornada con motivos animales: una especie de león
dorado atacando a un perro blanco. El león, símbolo bíblico y heráldico, es
ambivalente, pues como enemigo espiritual puede significar el mal que devora y,
a la vez, figura de Cristo, aclamado en el Nuevo
Testamento como “León de Judá”. En cualquiera de los dos casos, la interpretación
deviene en la exaltación de la virtud de Griselda, tanto si el la fiereza del
león representa la crueldad de las duras pruebas del marqués de Sanluzzo
impuestas a Griselda como si la supremacía del león sobre su presa indica la
victoria de la virtuosa paciencia (la verdadera nobleza) de Griselda sobre la
nobleza de la sangre de un esposo bestial que encarna una matriz ideológica ya en
los límites de su extinción.
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