IMPOSTORES



Bram Stoker, probablemente arrastrado hacia la urgencia de sobreponerse de sus crónicas vampíricas, escribió Famosos impostores, publicado por fin en castellano en la editorial Melusina en 2009. Fruto de una extenuante labor ensayística, el victoriano trabajo de Stoker constituye un análisis sobre la apropiación de la personalidad, el engaño intencionadamente engalanado de autenticidad, el fraude y la estafa como emblemas de la pericia. En definitiva: la impostura. De todas las acepciones que recoge el DRAE del vocablo “impostor”, nos conciernen los siguientes: “que finge o engaña con apariencia de verdad” y “suplantador, persona que se hace pasar por quien no es.” Pero, por si el agudo lector aún no se ha percatado de las estribaciones que se coligen del término, como añadidura se puede argüir que un impostor es un farsante, un embaucador y un estafador; un falaz que actúa como doble, un suplantador, y, a su vez, un artero y zorro ladino. Incluso al impostor, que, como puede inferirse de lo anterior, se significa por el embuste y la asechanza, esto es, que no vacila en sus tretas pese a que exista la posibilidad de dañar a otro, le sientan como un guante la calumnia y la murmuración. Para mayor inri, se presenta como un sátrapa que ostenta –cual título nobiliario- su sinvergonzonería, haciendo de la canallada un galardón.
Por el ensayo de Stoker desfila todo tipo de impostores, truhanes y usurpadores, desde el profeta Cagliostro hasta el judío errante, desde la princesa Olivia hasta el “muchacho de Bisley”, desde la travestida Hannah Snell hasta el rey durmiente de Portugal. Algunos se refugiaron en el arte del engaño con viles y económicos propósitos; otros, más complejamente, por cuestiones de identidad de género. Lo que se me hace nítido es que Stoker terminó construyendo una antología alegorizada del intrusismo, un recuento vampirizado de otra clase de espectros, la flor y nata del orbe del terror.
De grandes impostores y mascaradas ha rebosado la literatura. Por recordar sólo dos referentes directos, señalaremos que si bien el Tartufo (1664) de Molière comenzaba a perfilar el arquetipo del impostor mediocre pero no por ello menos “hijoputesco”, en La impostura (1927) de Georges Bernanos, si prescindimos de los tintes cristianos, nos encontramos ya ante la perplejidad de un autor que nos interroga de forma profética acerca de nuestra cada vez mayor indiferencia hacia la mentira gratuita. La literatura medieval estaba anegada de máscaras, suplantaciones, equívocos y disfraces. Los lais de María de Francia, el Decamerón de Boccaccio o los Cuentos de Canterbury de Chaucer constituyen una buena muestra, sin olvidarnos de los dos grandes impostores de la materia artúrica: Uther Pendragón y Morgana. Sin embargo, la impostura ceñida a la problemática de la identidad se convierte en el tema rey con el arte y la filosofía finiseculares. Hasta hoy. La dificultad del ser, la alienación, el extrañamiento de uno mismo, la fragilidad de la conciencia yoica resultan ser temáticas tan fácilmente detectables que han dejado de asombrarnos. Sólo desde este paradigma se comprenden obras como Seis personajes en busca de autor (1925), del genial Pirandello, en la que la existencia se convierte en una pluralidad abstracta y cuasi fantasmal, o El Público (1930), de García Lorca, en la que la identidad es sometida al juego cruento de ocultaciones y superposiciones de máscaras. Recordarán que ya los grandes del XVII demostraron –sin tener que recurrir aún a ninguna ciencia- que la realidad es un fastuoso paripé, aunque sin telones de terciopelo.
Me parece inevitable hacer mención al pintor belga James Ensor (1860-1949) y, en especial, su Autorretrato con máscaras (1936). Ensor, que perteneció al avanzado grupo “Les XX”, decisivo en la bonanza del expresionismo, quizás mostrara un desvelo exacerbado por la fatalidad, lo funesto y la insensatez humana, cuestión en absoluto baladí que lo condujo al uso dramático del color y a un peculiar horror vacui escénico con el claro propósito de convertir la saturación en hartazgo existencial. En la pintura citada, Ensor aparece acorralado por múltiples figuras carnavalescas, máscaras descritas por él mismo como “dolientes, escandalizadas, insolentes, crueles y maliciosas.” Sobra clarificar que el colectivo, masa amontonada que se extiende hacia un hipotético horizonte, produce la sensación de deshumanización. La ironía cáustica de Ensor nada debe a Edward Munch; en todo caso, la deuda se establece con los flamencos El Bosco y Brueghel el Viejo, dado su gusto por lo grotesco y la denuncia de las carencias humanas. Ensor nos mira fijamente, con el rostro descubierto, en posición contraria a los títeres que lo asedian. Son los otros, peleles ajenos al drama de la vida, o bien son todos él mismo, sus yoes alternos y subalternos, congregados en un yo alienado. Como si la máscara fuese la única identidad posible. No he visto jamás mayor muestra de desnudamiento.
Sí. La literatura y el arte están henchidos de imposturas. Como la vida. Hoy se finge y se (di)simula, hacemos “como si”, adoptamos “papeles”, aparentamos y figuramos. En verdad, la vida parece haber sido un folletín encargado a los novelistas Bradbury, Orwell y Huxley (Eduardo Galeano y Eduardo Punset, mientras tanto, preparan el guión). El elenco, obviamente, plural, heterogéneo en apariencia. Verbigracia: presentadores de televisión que imparten clases de oratoria a sus iletrados tertulianos, repartiendo la misma bazofia que aquéllos a los que pretende amonestar; deportistas declarados de élite -¿conocerán el auténtico sentido del vocablo?- se erigen en ideólogos del momento a la par que evacuan sus pueriles panfletos; damiselas de influyentes familias que confunden la ética con la jurisprudencia; folclóricas que anhelan la elegancia de Arsenio Lupin primero y la prudencia de San Dimas después… Y no se olviden de todos aquellos anónimos, cercanos o no, que, al cabo de los años, han inventariado todo un menaje de enseres de impostura, guardarropas repletos de máscaras, antifaces y caretas. Dignos de coleccionista. Porque, para esta pobre idiota que aquí escribe y suscribe, sería hasta conmovedora tanta exhibición de intrusismos varios si lo que se ambiciona es un nuevo humanismo renacentista a lo florentino. Pero mucho me temo que esta burda parafernalia se reduce a absurdo boato y provinciano postín. Es evidente: no todos podemos aspirar a ser “Pierre Menard, autor del Quijote” (J. L. Borges, Ficciones, 1944).



Publicado en El Telegrama de Melilla el 27 de junio de 2010.