
En la Universidad –sí, cuando aún podía escribirse con mayúscula- aprendí que en ocasiones las mayores lecciones se aprehenden más y mejor en amenas tertulias que en el seno de las académicas aulas. Hay períodos en la vida que comparecen marcados por la afluencia de cenáculos y sobremesas, de ponencias y disertaciones, de confluencias y divergencias. No obstante, la problemática de las proliferaciones es siempre la misma: si bien algunos de estos encuentros resultan seductores, otros se revelan disparates de tenderete. Es lo que tiene el oropel relumbrón.
Estos últimos días, por fortuna, hay quienes han cultivado el arrinconado arte del simposio, que, como toda praxis que se precie, exige disciplina y originalidad. Como ingrediente añadido, se puede practicar a su vez el recurso de la falsa modestia y el tópico de la captatio beneuolentiae, si uno desea salir completamente impune de su propio exordium. En otro orden de cosas, la delectación y el deleite de las tertulias conducen a caminos ya recorridos antaño, aunque no con idénticas huellas. Estos últimos días, insisto, me he reencontrado con una divinidad muy reducida y simplificada en lances varios. Y, sin embargo, si nos disciplinamos a indagar en su estructural sistema profundo (del latín profundus, hondo, intenso, penetrante, humilde, íntimo), podremos ser conquistados por confidencias asombrosas, insólitas, auténticas. En definitiva: originales. En Antropología te enseñan que es conveniente y saludable mantener una actitud reflexiva e interrogante. Creo que es la mejor definición para el ser humano-cultural.
¿Quién es Afrodita? En primera instancia, parecería que se trata de una divinidad de la sexualidad y la fertilidad, de la alegría y la belleza, emparentada con la egipcia Hathor, las mesopotámicas Innana-Ishtar, la fenicia Astarté o incluso la germánica Freya. Pero esos atributos que acabamos de señalar no son sino meras reducciones helénicas, correspondientes a un período relativamente tardío, si atendemos a la polifuncionalidad y versatilidad que la caracterizaron en un principio lejano. Llegó en época prehomérica, probablemente, desde Oriente.
Huérfana de madre, no obstante, es philommedes, nacida de un miembro amoroso, los genitales de Urano, ella es anterior al falocéntrico Zeus y autosuficiente respecto a él. Diosa nacida del mar (aphros, “espuma”), bella y augusta nos la describe Hesíodo navegando hacia Citera, Chipre y Creta, mientras crece la verde hierba bajo sus nacarados pies. Resulta, pues, una diosa del mar, de las aguas fértiles y tranquilas. Conchas, caracolas, peces, delfines y coral la representan, así como la cálida arena de una playa tierna en verano. De ahí su asociación con el sol, con la dorada luz del mediodía, con la sensual luz rosada del amanecer y con la apaciguada luz de la tarde calurosa. ¿Cómo no iba a ser sorprendida por Helios en su relación adúltera con Ares? No es una diosa oscura, telúrica, nocturna. Es Afrodita Urania, la diosa celeste, la que navega montando sobre su majestuoso cisne, porque su sexualidad se entiende como un poder cósmico inconmensurable, originado en las profundidades, pero que trasciende. Gansos y palomas también la representan. Es una diosa que brilla y que es iluminada por la magia creadora, pues ella es fuente y protectora de la energía reproductora del macrocosmos y del microcosmos. Su poder reproductor se extiende, por tanto, de las aguas al cielo y, asimismo, a la tierra. Sólo así se comprende que flores, frutos (la rosa, el mirto y la manzana, especialmente) y jardines sean sus atributos, pues la generación de la vida le pertenece. Todo esto nos indica que Afrodita es en cierto modo mediadora entre el cielo, la tierra y el mar, porque en los tres planos actúa su magia fertilizante y fructífera.
Por otra parte, su generosidad y abundancia explica que sea la única diosa que consiente en ser vista desnuda porque es una diosa consciente de su propia belleza, de su exhuberancia y de su disponibilidad. Ella en sí es Belleza en el sentido de la charis, “gracia”, porque Afrodita se da a los demás y a la vez se da a sí misma; dadora de vida, es toda ella consumación, la magia genuina de la sensualidad, de la pasión entregada pero también del deleite de la pasión que despierta en otros. Y, sin embargo, siendo la diosa desnuda por excelencia, resulta al mismo tiempo la divinidad encargada de su cultivo, del embellecimiento de los adornos, los perfumes, joyas y aliños, lo que la hermana aún más con Hathor o con la sumeria Inanna. Conducida por los Céfiros hasta Citera, fue allí engalanada por las Horas, personificaciones de las estaciones del nacimiento y el crecimiento. Las Cárites o Gracias son sus sirvientas y se encargan de tejer sus ropas y de trenzar sus coronas florales. Suele llevar un cinto bordado, el del deseo inexorable. Su poder es de tal envergadura que sólo las tres vírgenes divinas, Ártemis, Atenea y Hestia, pueden oponer resistencia. Tras su nacimiento, mientras asciende hacia el monte Ida, es seguida por lobos, osos, panteras que se colman de amor y deseo.
En el mundo grecolatino clásico, el poder de Afrodita/Venus era considerado una fuerza de la Naturaleza (physis) que se extendía como una red que atrapa a todos los seres vivos sin posibilidad de escapatoria. Ella representaba el sexo reproductivo, necesario para la continuidad de la especie, constreñido al sexo conyugal, al hogar, y, por tanto, es una obligación del ciudadano. Eros, por el contrario, representaba el sexo social, el sexo de recreación o por placer; es el que proporcionan heteras, concubinas, esclavos y adolescentes (fuera del hogar). Sin embargo, como ocurre cada vez que nos adentramos en las umbrosas fronteras de lo erótico, los ámbitos entre una y otro no están estrictamente delimitados.
Afrodita encarna la conciencia de la sensualidad. La sexualidad -el eros profundo- que encarna Afrodita no es otra que “el anhelo de la humanidad por reunirse con el todo”, porque ella es la encomendada de unir las formas que habían sido separadas; la significación erótica de Afrodita consiste, pues, en “una reconciliación de lo que normalmente se entiende como contradictorio”, en palabras de C. Downing, en el sentido de que ella insufla una conciencia transformadora, la conciencia de la sensualidad subjetiva, el arte de la celebración de la belleza sensual de la vida. Afrodita reconcilia la potencia divina que subyace en lo estrictamente terrenal o carnal, como un esfuerzo por recordar la sustancia sagrada de la que alguna vez participamos.
Tal vez así nos resulte más nítida la extraña androginia que a veces revela, como la ambigua Afrodita barbuda de Chipre o la de su propio hijo, Hermafrodito. Pero, incluso más allá de estas dualidades genéricas reunidas en la totalidad de su persona, el poder unificador de la diosa se formula en el contraste platónico entre Afrodita Urania, la sexualidad entendida como comunión intelectual entre almas bellas y sabias (y masculinas), y Afrodita Pandemos, la sexualidad corporal, la del pueblo en comunión con la Naturaleza y la de la prostitución sagrada. La Urania es de origen masculino, pero Pandemos procede de dos sexos, de Zeus y de Dione. No en vano, su androginia implica una desarticulación de la sexualidad, una de las múltiples manifestaciones de la polisexualidad griega que no podemos reducir al paradigma de la bipolaridad. Esta división, de hecho, ha sido interpretada como una manifestación más de lo que Mircea Eliade llamaba coincidentia oppositorum, reunión de los contrarios que diluye la dualidad en el todo unitario. Y, sin embargo, durante el helenismo, las distinciones fueron recortándose y la confusión de las competencias de ambas Afroditas no tardó en producirse. Las sacerdotisas de Afrodita Pandemos eran prostitutas sagradas, hieródulas que garantizaban la koinonía de los hombres con la diosa y en el día consagrado, viernes, el dies Veneris, se sacrificaban palomas y se purificaba el templo con perfumes y aceites. Es en ella, precisamente, donde se difuminan las débiles fronteras entre lo espiritual y lo físico.
Para Walter Otto, esta doble cara de la diosa podría explicarse por un largo proceso de fusión de una diosa extranjera, la dorada y celeste fenicia que llega hasta las costas de Citera, con otra autóctona, pariente de las Moiras y las Erinias, si seguimos el relato de Epiménedes. Sea cual sea el motivo, no debemos olvidar el origen oriental de Afrodita, así como el hecho de que Chipre supuso un punto de encuentro de numerosas tradiciones culturales, desde la fenicia hasta la micénica, pasando por la frigia. Quizás ese extraño lazo con las divinidades del destino nos permita comprender uno de los episodios eróticos más conocidos de Afrodita, el del mito de la muerte de Adonis, su joven y tierno amante.
De la vida sexual de Afrodita conocemos muchos detalles –sólo basta acudir a un áureo como Quevedo para conocer su séptico lecho matrimonial-, lo que resulta lógico si es la diosa que se nos muestra en toda su desnudez; sabemos de su peculiar vida conyugal con el lisiado Hefesto y de su adulterio con el violento Ares, de la seducción de un temeroso Anquises o de la obviedad de su unión con un afeminado Hermes. A través de tus amantes, la mentalidad griega iba exponiendo paulatinamente los distintos grados o complementos que se superponen en lo que entonces se entendía como sexualidad. De su unión con Hefesto se infiere la asociación con el fuego creativo y la magia creadora del sol, pero a la vez la necesidad de recordarnos la convivencia de lo bello incluso en la fealdad. Sus amores con Ares revelan la comunión de la armonía y la lucha, la atracción hacia la disolución, como se comprueba en los hijos que tienen: Deimo (Pánico) y Fobo (Miedo), Eros (deseo) y Armonía (concordia). El delicado Anquises muestra el temor de haber contemplado a una diosa en toda su desnudez y de haber gozado con ella, por lo que subyace la perplejidad de ir adquiriendo la conciencia afrodítica. Y con Hermes asistimos a la consumación de la hierogamia, de la coalición de los polos opuestos, de la androginia como metáfora de la esencia contradictoria e irreducible de la sexualidad.
Pero, ¿qué sentido se esconde tras sus amores con el bello Adonis? Este interrogante será respondido en venideros días, siempre que el afable y avezado lector se lo permita a esta profana en la materia.
Estos últimos días, por fortuna, hay quienes han cultivado el arrinconado arte del simposio, que, como toda praxis que se precie, exige disciplina y originalidad. Como ingrediente añadido, se puede practicar a su vez el recurso de la falsa modestia y el tópico de la captatio beneuolentiae, si uno desea salir completamente impune de su propio exordium. En otro orden de cosas, la delectación y el deleite de las tertulias conducen a caminos ya recorridos antaño, aunque no con idénticas huellas. Estos últimos días, insisto, me he reencontrado con una divinidad muy reducida y simplificada en lances varios. Y, sin embargo, si nos disciplinamos a indagar en su estructural sistema profundo (del latín profundus, hondo, intenso, penetrante, humilde, íntimo), podremos ser conquistados por confidencias asombrosas, insólitas, auténticas. En definitiva: originales. En Antropología te enseñan que es conveniente y saludable mantener una actitud reflexiva e interrogante. Creo que es la mejor definición para el ser humano-cultural.
¿Quién es Afrodita? En primera instancia, parecería que se trata de una divinidad de la sexualidad y la fertilidad, de la alegría y la belleza, emparentada con la egipcia Hathor, las mesopotámicas Innana-Ishtar, la fenicia Astarté o incluso la germánica Freya. Pero esos atributos que acabamos de señalar no son sino meras reducciones helénicas, correspondientes a un período relativamente tardío, si atendemos a la polifuncionalidad y versatilidad que la caracterizaron en un principio lejano. Llegó en época prehomérica, probablemente, desde Oriente.
Huérfana de madre, no obstante, es philommedes, nacida de un miembro amoroso, los genitales de Urano, ella es anterior al falocéntrico Zeus y autosuficiente respecto a él. Diosa nacida del mar (aphros, “espuma”), bella y augusta nos la describe Hesíodo navegando hacia Citera, Chipre y Creta, mientras crece la verde hierba bajo sus nacarados pies. Resulta, pues, una diosa del mar, de las aguas fértiles y tranquilas. Conchas, caracolas, peces, delfines y coral la representan, así como la cálida arena de una playa tierna en verano. De ahí su asociación con el sol, con la dorada luz del mediodía, con la sensual luz rosada del amanecer y con la apaciguada luz de la tarde calurosa. ¿Cómo no iba a ser sorprendida por Helios en su relación adúltera con Ares? No es una diosa oscura, telúrica, nocturna. Es Afrodita Urania, la diosa celeste, la que navega montando sobre su majestuoso cisne, porque su sexualidad se entiende como un poder cósmico inconmensurable, originado en las profundidades, pero que trasciende. Gansos y palomas también la representan. Es una diosa que brilla y que es iluminada por la magia creadora, pues ella es fuente y protectora de la energía reproductora del macrocosmos y del microcosmos. Su poder reproductor se extiende, por tanto, de las aguas al cielo y, asimismo, a la tierra. Sólo así se comprende que flores, frutos (la rosa, el mirto y la manzana, especialmente) y jardines sean sus atributos, pues la generación de la vida le pertenece. Todo esto nos indica que Afrodita es en cierto modo mediadora entre el cielo, la tierra y el mar, porque en los tres planos actúa su magia fertilizante y fructífera.
Por otra parte, su generosidad y abundancia explica que sea la única diosa que consiente en ser vista desnuda porque es una diosa consciente de su propia belleza, de su exhuberancia y de su disponibilidad. Ella en sí es Belleza en el sentido de la charis, “gracia”, porque Afrodita se da a los demás y a la vez se da a sí misma; dadora de vida, es toda ella consumación, la magia genuina de la sensualidad, de la pasión entregada pero también del deleite de la pasión que despierta en otros. Y, sin embargo, siendo la diosa desnuda por excelencia, resulta al mismo tiempo la divinidad encargada de su cultivo, del embellecimiento de los adornos, los perfumes, joyas y aliños, lo que la hermana aún más con Hathor o con la sumeria Inanna. Conducida por los Céfiros hasta Citera, fue allí engalanada por las Horas, personificaciones de las estaciones del nacimiento y el crecimiento. Las Cárites o Gracias son sus sirvientas y se encargan de tejer sus ropas y de trenzar sus coronas florales. Suele llevar un cinto bordado, el del deseo inexorable. Su poder es de tal envergadura que sólo las tres vírgenes divinas, Ártemis, Atenea y Hestia, pueden oponer resistencia. Tras su nacimiento, mientras asciende hacia el monte Ida, es seguida por lobos, osos, panteras que se colman de amor y deseo.
En el mundo grecolatino clásico, el poder de Afrodita/Venus era considerado una fuerza de la Naturaleza (physis) que se extendía como una red que atrapa a todos los seres vivos sin posibilidad de escapatoria. Ella representaba el sexo reproductivo, necesario para la continuidad de la especie, constreñido al sexo conyugal, al hogar, y, por tanto, es una obligación del ciudadano. Eros, por el contrario, representaba el sexo social, el sexo de recreación o por placer; es el que proporcionan heteras, concubinas, esclavos y adolescentes (fuera del hogar). Sin embargo, como ocurre cada vez que nos adentramos en las umbrosas fronteras de lo erótico, los ámbitos entre una y otro no están estrictamente delimitados.
Afrodita encarna la conciencia de la sensualidad. La sexualidad -el eros profundo- que encarna Afrodita no es otra que “el anhelo de la humanidad por reunirse con el todo”, porque ella es la encomendada de unir las formas que habían sido separadas; la significación erótica de Afrodita consiste, pues, en “una reconciliación de lo que normalmente se entiende como contradictorio”, en palabras de C. Downing, en el sentido de que ella insufla una conciencia transformadora, la conciencia de la sensualidad subjetiva, el arte de la celebración de la belleza sensual de la vida. Afrodita reconcilia la potencia divina que subyace en lo estrictamente terrenal o carnal, como un esfuerzo por recordar la sustancia sagrada de la que alguna vez participamos.
Tal vez así nos resulte más nítida la extraña androginia que a veces revela, como la ambigua Afrodita barbuda de Chipre o la de su propio hijo, Hermafrodito. Pero, incluso más allá de estas dualidades genéricas reunidas en la totalidad de su persona, el poder unificador de la diosa se formula en el contraste platónico entre Afrodita Urania, la sexualidad entendida como comunión intelectual entre almas bellas y sabias (y masculinas), y Afrodita Pandemos, la sexualidad corporal, la del pueblo en comunión con la Naturaleza y la de la prostitución sagrada. La Urania es de origen masculino, pero Pandemos procede de dos sexos, de Zeus y de Dione. No en vano, su androginia implica una desarticulación de la sexualidad, una de las múltiples manifestaciones de la polisexualidad griega que no podemos reducir al paradigma de la bipolaridad. Esta división, de hecho, ha sido interpretada como una manifestación más de lo que Mircea Eliade llamaba coincidentia oppositorum, reunión de los contrarios que diluye la dualidad en el todo unitario. Y, sin embargo, durante el helenismo, las distinciones fueron recortándose y la confusión de las competencias de ambas Afroditas no tardó en producirse. Las sacerdotisas de Afrodita Pandemos eran prostitutas sagradas, hieródulas que garantizaban la koinonía de los hombres con la diosa y en el día consagrado, viernes, el dies Veneris, se sacrificaban palomas y se purificaba el templo con perfumes y aceites. Es en ella, precisamente, donde se difuminan las débiles fronteras entre lo espiritual y lo físico.
Para Walter Otto, esta doble cara de la diosa podría explicarse por un largo proceso de fusión de una diosa extranjera, la dorada y celeste fenicia que llega hasta las costas de Citera, con otra autóctona, pariente de las Moiras y las Erinias, si seguimos el relato de Epiménedes. Sea cual sea el motivo, no debemos olvidar el origen oriental de Afrodita, así como el hecho de que Chipre supuso un punto de encuentro de numerosas tradiciones culturales, desde la fenicia hasta la micénica, pasando por la frigia. Quizás ese extraño lazo con las divinidades del destino nos permita comprender uno de los episodios eróticos más conocidos de Afrodita, el del mito de la muerte de Adonis, su joven y tierno amante.
De la vida sexual de Afrodita conocemos muchos detalles –sólo basta acudir a un áureo como Quevedo para conocer su séptico lecho matrimonial-, lo que resulta lógico si es la diosa que se nos muestra en toda su desnudez; sabemos de su peculiar vida conyugal con el lisiado Hefesto y de su adulterio con el violento Ares, de la seducción de un temeroso Anquises o de la obviedad de su unión con un afeminado Hermes. A través de tus amantes, la mentalidad griega iba exponiendo paulatinamente los distintos grados o complementos que se superponen en lo que entonces se entendía como sexualidad. De su unión con Hefesto se infiere la asociación con el fuego creativo y la magia creadora del sol, pero a la vez la necesidad de recordarnos la convivencia de lo bello incluso en la fealdad. Sus amores con Ares revelan la comunión de la armonía y la lucha, la atracción hacia la disolución, como se comprueba en los hijos que tienen: Deimo (Pánico) y Fobo (Miedo), Eros (deseo) y Armonía (concordia). El delicado Anquises muestra el temor de haber contemplado a una diosa en toda su desnudez y de haber gozado con ella, por lo que subyace la perplejidad de ir adquiriendo la conciencia afrodítica. Y con Hermes asistimos a la consumación de la hierogamia, de la coalición de los polos opuestos, de la androginia como metáfora de la esencia contradictoria e irreducible de la sexualidad.
Pero, ¿qué sentido se esconde tras sus amores con el bello Adonis? Este interrogante será respondido en venideros días, siempre que el afable y avezado lector se lo permita a esta profana en la materia.
Publicado en El Telegrama de Melilla el 25 de abril de 2010.