
Una de las principales consecuencias de los períodos vacacionales es la consagración inmediata a nuestros arrebatos íntimos. En estos sucintos días de asueto he regresado al aturdimiento que me provocan los lienzos del belga Paul Delvaux (1897-1994), bienandanza vanguardista que me cautiva tanto por su sutileza onírica como por su lírica sugerencia. Delvaux combinó la fruslería surrealista y el austero clasicismo para elaborar su propia iconografía personal en la que prevalece la imagen de la mujer como una constante acérrima. La hipnosis acrecienta ante los enigmáticos “El despertar del bosque” y “El nacimiento del día (La Aurora)” porque estamos ante la mujer icono de la Naturaleza –la consabida y sempiterna dialéctica mujer-naturaleza versus hombre-cultura-, sometida a lo que Jean Libis denominaba la hermafroditización vegetal: mujeres que se enraízan en la tierra mientras descubren sus pechos o que abrazan con vehemencia plantas y árboles hasta adherirse a ellos. El lirismo lo impregna todo. Pero el lirismo también está repleto de trampas. Para descubrir los cepos es preciso atisbar con la yema de los dedos o, en su defecto, palpar con la contracción de las pupilas. Las mujeres que deambulan por los escenarios delvauxianos muestran siempre la misma mirada dilatada, el cuerpo irredento, como sonámbulas que se cruzan con trajeados caballeros a destiempo. En ocasiones portan antorchas o candiles en clara procesión hacia ocultas puertas (“La Acrópolis”) o trasiegan el pigmaliónico mito. En primera instancia, se nos semejan figuras ensimismadas. Precisamente, lo son: son mujeres “en-sí-mismas”. Bajo el pincel surrealista, palpitaba la recuperación de la arquetípica mujer-musa-guía. La mujer como depositaria de saberes arcanos e intermediaria entre el cosmos y el hombre, al que encauza y orienta allende la fertilidad creativa.
No se apresuren: este discurso, que podría resultar de una exquisitez de filigrana, se erige incluso más inmisericorde que avieso. Considerar al otro –a la otra- como un psicopompo es un oropel curtido en el ejercicio de “otrerizar” que excluye, margina o desdibuja a ese otro. Pese a ello, admito tajantemente mi debilidad por Delvaux. ¡Qué insólitos y singulares pueden ser los procesos de identificación con lo ajeno! Por lo que respecta a mi caso, dudo si me ubico en la contradicción o en el disparate, pero la devoción que le profeso a Delvaux se verifica en que él es el artífice al que hubiera deseado exonerar de la cruda hornada surrealista.
Los procesos de identificación son inescrutables. En estos parcos días de asueto, me he enclaustrado por segunda vez en la lectura de La diosa: imágenes mitológicas de lo femenino, de Christine Downing. Esta estudiosa de las religiones y las tradiciones sagradas traza un formidable trayecto de introspección a través de asimétricos arquetipos mitológicos que atraviesan nuestra individuación. Resulta encomiable: se puede vivir un mito como se vive un cuadro. ¿Quién no ha llegado a identificarse bajo qué circunstancias con Ariadna, la señora del laberinto? Imaginemos a Teseo, el neófito héroe griego, llegando a las orillas de Cnosos, dispuesto a reducir al Minotauro. En apariencia, el mito nos relata que Ariadna acude a su rescate con su humilde ovillo obviamente por amor, aunque presumiblemente también por no aguantar al déspota de su padre… El final es por todos/as conocido: el pusilánime héroe la abandona en Naxos tras la consumación amorosa.
Este desenlace no es en absoluto baladí para Downing. Identificarse con Ariadna no sólo exuda la imagen de la mujer-guía aprovechada por el compañero y después forzosamente prescindible. Teseo huye porque le abruma comprobar que Ariadna es una mujer en armonía consigo misma, con plena conciencia de sí, emplazada en su propio centro. Ariadna es toda ánima en tanto que se sabe conocedora de sus relaciones consigo misma, con el mundo, con las experiencias de las que participa. Ariadna es el prototipo de mujer “en-sí-mismada”. Ariadna es una mujer íntegra, en el más estricto sentido etimológico (integer, -gra), un ser completo, sin fragmentar. A diferencia de otros arquetipos femeninos, como Perséfone, icono del rapto que encarna la imagen de lo fronterizo y el abismo, Ariadna, es puro y acendrado centro. Desde luego, no es factible convertirla en icono del abandono o el desamparo. Su “orfandad” se dirige exclusivamente hacia los otros, pero no hacia sí misma, puesto que es saturación de hermanamiento con su yo. Ariadna no precisa buscarse a sí misma: ella es el emblema del yo encontrado.
En este sentido, la relación entre Teseo y Ariadna deviene incongruente. Teseo simboliza al que está extraviado de sí, errabundo de su yo; Teseo se disipa entre los múltiples caminos del laberinto husmeando torpemente los pedazos de su ser. De ahí su permanente carencia, su dependencia obtusa del ovillo de Ariadna. Convendrán conmigo en que Teseo es definitivo déficit, privación turbia. El problema de Teseo se recrudece si abordamos el enfrentamiento con el Minotauro. ¿No les resulta diáfano interpretar que el híbrido monstruo astado no es otro sino una imagen especular de Teseo mismo? Dúplica y réplica recíprocas, Teseo y Minotauro, el yo que se diluye en hostil rivalidad consigo mismo equivale a una conciencia moribunda. ¿Quién es, entonces, el abandonado?
Tras la noche de amor, Teseo despierta. Mientras otea el cuerpo de Ariadna aún durmiente, se entrega a lo que supongo es un arrebato íntimo: apenas puede concluir si las marcas de su piel han sido cinceladas por la dorada arena o por sus primerizos dedos. Es entonces cuando, inesperablemente, acontece el hallazgo: el laberinto aún le persigue, no ha sido capaz de dejarlo atrás. Si su amante es puro centro, todo él es retiro. Teseo, al comprender la integridad ensimismada de Ariadna (la armonía yoica), comienza a barruntar su propia alienación. Teseo empieza a ser consciente de su extravío, de su estado o condición de desposeído de sí mismo. Lo lesivo de esta historia no es tanto el abandono, sino la evidencia ultrajante –para Teseo- de la disyunción, que sobreviene intransigente.
Conjeturo que un impacto de tal envergadura ha de ser como mínimo aciago. Supongo que es el menoscabo que conlleva todo proceso de identificación. Quiero creer que en cierto modo es lo que ocurre en Las vírgenes suicidas (1999), de Sofía Coppola, un film con el que todo/a adolescente debería deleitarse, al menos durante los frugales días de asueto. Me refiero a la escena en que Trip Fontaine explica por qué abandona a Lux Lisbon tras su primera, única y última unión amoroso-carnal.
No. No es fácil afrontar la alienación cuando ésta se desvela. Teseo se retira aterrado, tal vez porque sospecha que el laberinto camina con él, o que él mismo es el laberinto. Se comprende el horror: la sospecha inefable de que toda su fútil vida la entregará a inertes lides con sus minotauros interiores. Teseo es el icono de la vida como aporía, a diferencia de Ariadna, que es la vida como concordia. Porque ella no necesita ser guiada por nadie como “otra” y mucho menos sentirse requerida para guiar a “otros”.
Publicado en
El Telegrama de Melilla el 11 de abril de 2010.