Dos acontecimientos aparentemente distanciados han estigmatizado esta semana con una contingencia puramente azarosa. Uno, el desenlace de “Lost” (“Perdidos”, para los contrariados con los anglicismos), que más de un cónclave ha emplazado en la madrugada del lunes y la noche del día siguiente; el otro, la presentación de El Metal y la Carne, trilogía teatral de Antonio César Morón, en la tarde del mismo martes. Lo fortuito no radica exclusivamente en la coincidencia temporal –aunque esto se prestaría a nuevas pesquisas-, sino en la potencialidad transfigurable de las premisas científico-ontológicas en que ambos hechos se sustentan. Tanto una como otra gozan –y gozarán- de la erudición transdisciplinaria, incluso de materias supuestamente irreconciliables: “Lost” se nutre de la mejor novela de viajes (o de aventuras o de aprendizaje o utópica), como Robinson Crusoe (1719) de Defoe, El mundo perdido (1912) de Conan Doyle o La isla (1962) de Aldous Huxley, por poner sólo unos ejemplos, así como de una selecta elección de las nuevas técnicas narrativas que sería inabarcable citar aquí y ahora (Kafka, Joyce, Proust, Borges, Calvino…). Se apodera también de un especial sincretismo religioso-mitológico, como demuestra la presencia de la divinidad egipcia Taurt o Tueris, patrona de las mujeres embarazadas y de la fertilidad de las aguas, o el clarísimo antagonismo maniqueísta entre hermanos como el de Ahura Mazda y Angra Manyu del zoroastrismo. Hasta sería posible interpretar ciertos guiños o visajes al mito edénico y a la leyenda de la fuente de juventud eterna (las Novelas de Alejandro, Juan de Mandeville, la panacea alquímica). Pero incluso “la serie” se abastece del mundo más mágico de la física, si se nos permite la paradoja, esto es, de la Física Cuántica (que se nos escape que el físico de la serie se apellida Faraday sería un descuido imperdonable). Y es aquí donde convergen ambos acontecimientos. Y, dado que resulta muy probable que haya quienes aún ignoren el final de “Lost”, más cercano a una acelerada expiración que a un embelesado acabamiento, no soy yo quien desvelará sus entresijos, sino que me conformaré con encomiar el valor, o más correctamente, los valores de la trilogía del granadino Antonio César Morón. Después, el que quiera o pueda, puede establecer los paralelismos pertinentes.
Como buen docente, investigador, poeta y dramaturgo, Antonio sabe conciliar fuentes diversas y divergentes, haciendo concomitante lo incompatible y, especialmente, convirtiendo en profundamente seductor lo que nos disuade. El Metal y la Carne (Geep Editorial, Melilla, 2010), trilogía compuesta por Aullido de títeres, Tránsito para un azar y Triángulo escaleno, en apariencia, excava en la problemática de la esclavitud sexual, del proxenetismo, del capitalismo como generador de maldad, del rencor y sus consecuentes venganzas o represalias, de la amistad y de la muerte. Pero todo esto es no decir nada. Porque, insistimos, sólo es una apariencia. No en vano, la heterogénea y copiosa afluencia de fuentes en esta obra, lo que demuestra la enorme erudición del autor, ya sería motivo único para encomiar el valor o los valores de la misma. Desde la tragedia griega hasta el teatro dialéctico de Brecht, de Dante a Kafka, del Mito de Sísifo de Albert Camus a las desconstrucciones lacanianas y derridianas, de Samuel Beckett a Jean Luc Godard, de Michel Foucault y Julia Kristeva a Alfonso Sastre y J. Martín Recuerda, de Ionesco a García Lorca. Pero, si hay una presencia constante en esta obra, casi ineludible, es la de Valle-Inclán. La presencia esperpéntica –y la ibérica- es más que notable en toda la trilogía desde sus mismos títulos, o en la sensación de bajada por los anillos infernales de la humanidad, o en determinadas acciones de ciertos personajes, definidas claramente como “dantescas” o en el peculiar “callejón del gato” que nos propone Antonio en la última tragedia, Triángulo escaleno.
Sin embargo, pese a la concurrencia de múltiples influjos, la trilogía deviene única en su especie, dado que no se abastece de elementos literarios y/o críticos de manera aislada, sino articulada con otras disciplinas y saberes.
El Metal y la Carne se inscribe en lo que Antonio César Morón denomina DRAMATURGIA CUÁNTICA, una nueva técnica de escritura y de análisis que sigue ciertos parámetros y deducciones de la Física Cuántica. Fomentado desde la Universidad de Toulouse, el teatro cuántico se nutre de los diversos enfoques aportados por las distintas teorías de la realidad de la Física Cuántica de tal modo que sus fundamentos básicos consistirán en los inestables o volubles roles de los personajes, el desorden espacio-temporal como tratamiento caleidoscópico, la ilogicidad en los acontecimientos, la fractura en la conciencia yoica del sujeto y una especial consideración del lector-espectador en tanto que observador de la realidad observada.
La problemática de la observación conduce irremediablemente a la problemática de la REALIDAD, concretamente, de la REALIDAD DUAL. Para Heisenberg, resultaba imposible poder tener una imagen de la realidad última. En el siglo XX era manifiesto que la realidad había mostrado una imagen contradictoria, ambigua, dual, y este hecho quedó formulado a través del PRINCIPIO DE LA INCERTIDUMBRE de Heisenberg: las mismas condiciones de la observación modifican, alteran o destruyen el fenómeno observado. Esto no quiere decir sino que desde el mismo instante en que distinguimos un observador (sujeto) y un observado (objeto) en la realidad, estamos modificando dicha realidad.
No obstante, la condición dualística de la realidad permitió a Niels Bohr proponer su PRINCIPIO DE COMPLEMENTARIEDAD. Si la realidad muestra una doble cara o una doble naturaleza mediante dos aspectos contradictorios, onda (espacio-tiempo) y corpúsculo (ley de causalidad), este binarismo no podía ser explicado a través de un solo tipo de observación. El Principio de Complementariedad pretendía, al fin y al cabo, enunciar precisamente la contradicción de dos propiedades simultáneas que exigen distintos tipos de descripción que llegan a complementarse recíprocamente.
Por tanto, al adentrarnos en la lectura o representación de El Metal y la Carne, hemos de partir de la premisa de que la realidad es creada a partir únicamente del acto de observación. No existe realidad si ésta no es observada. Este hecho implica que las realidades observadas no son propiamente realidades, sino OBSERVABLES. Ya no estamos tanto ante el res cogitans que constata, mide o analiza el objeto observado que permanece inalterable. Como señala Hugo Assmann, quien observa no transforma tanto el objeto, sino el modo en que éste es observado.
El MOVIMIENTO o el RITMO resulta fundamental en la obra, pero éste sólo se consigue mediante la palabra. En las tres obras que componen El Metal y la Carne los personajes salen y entran, aparecen y se marchan, pero, sobre todo, suben y bajan. En efecto, los movimientos registrados responden más frecuentemente a una kathábasis, en el sentido griego del término, “descenso a los infiernos”, que a una anábasis o subida. Nuestra insistencia en el movimiento de kathábasis/anábasis no sólo es acentuada por la metonímica reseña mitológica de los descensos a los infiernos, lo que, por otra parte, vendría enfatizada por los sucesivos raptos (Perséfone por Hades) que transitan por toda la trilogía: el rapto de la pequeña Amanda a manos de su padre, Ferelo; el rapto de las prostitutas secuestradas en el lupanar; el rapto provocado por la diversa gama de narcóticos… Las bajadas y subidas, este movimiento cuántico, implican una nueva complicidad con el mundo de la física, en este caso, con Michael Faraday y la distinción entre ánodo o electrodo positivo, camino ascendente, y cátodo, electrodo negativo, camino descendente. En definitiva, MOVIMIENTO.
Gesto y circunstancias, personajes y acciones están todos sometidos al AZAR. No en vano, en Teatro Cuántico hemos de contemplar otro concepto clave: la TRANSICIÓN o el TRÁNSITO. Como indica Escandell Bonet, Niels Bohr expuso que el átomo era susceptible de adoptar una serie de “estados estacionarios”: el átomo –y el personaje en la tragedia- podía así pasar de un estado a otro mediante ciertas “transiciones discontinuas”. A este hecho Martínez Muñoz lo denomina “el AZAR de la mecánica cuántica”. El movimiento se concibe ahora como un proceso de desplazamiento por “saltos discontinuos” de tal manera que, en el ámbito de la Dramaturgia Cuántica, los personajes pasan de un estado a otro, pero sin llegar a ocupar estados intermedios. Al final de Tránsito para un azar, Tibia, uno de los personajes centrales se introduce en esa especie de tránsito, de tal modo que como indica Antonio en La dramaturgia cuántica, se crea una membrana de energía en la que es posible unir los tres estadios temporales (pasado, presente y futuro) formando una red de superconexión en la que no prevalece la realidad, sino la pura apariencia de realidad. El ESPACIO-TIEMPO deja de ser una sucesión ordenada. Ni siquiera resulta potencialmente ordenable. En el caso de Tibia podría suponerse que se está aplicando lo que en física cuántica se denomina efecto túnel, la capacidad de los electrones –o de los personajes- de cruzar barreras u obstáculos aparentemente impenetrables; el electrón-personaje desaparece antes de chocar contra el obstáculo para materializarse en otro lado. Tibia va a sufrir ese tránsito, va a adentrarse en el túnel. Cabe recordar que el término quark (partícula) fue acuñado por Murray Gell-Mann a partir de una palabra inventada por James Joyce en su Finnegan’s Wake, obra que supone, según el propio Gell-Mann “un salto cuántico hacia la oscuridad.”
Regresemos al carácter dual y antagónico de la realidad. El rumano-francés Stepháne Lupasco comprendía la realidad como plagada de contradicciones hasta tal punto que éstas no son meras abstracciones, sino sistemas constitutivos de la realidad. Todo sistema, por tanto, se basa en ANTAGONISMOS de elementos contrapuestos, pero estos no desaparecen en la síntesis como en la dialéctica hegeliana, sino que se manifiestan como HOMOGENEIZACIÓN y HETEROGENEIZACIÓN. La heterogeneización es la tendencia hacia lo diferente y la homogeneización la tendencia hacia la identidad. Dado este principio, se infiere que la materia no es posible, ni siquiera comprensible, fuera del antagonismo que le es inherente, porque la materia sólo es sistema en tanto que sistema regido por fuerzas antagónicas. Para que haya acción, movimiento, ha de haber antagonismos y no sólo entre los personajes.
En la trilogía de Antonio César Morón se menciona explícitamente al “Gato de Schrödinger”. La Paradoja de Schrödinger consiste en un experimento imaginario propuesto en los años 30 por el físico austríaco-irlandés. Imaginemos un gato en una caja cerrada que contiene una ampolla de vidrio con veneno y un martillo sobre ella. El martillo está conectado a un mecanismo detector de partículas alfa, de tal forma que si una partícula es detectada, el martillo caerá sobre la ampolla liberando el veneno. Se trata, al fin y al cabo de la posibilidad de superposición de dos estados: el gato puede estar vivo o puede estar muerto. Ambas posibilidades se dan simultáneamente porque el observador no tiene la certeza de uno solo de esos dos estados. Tendría que abrir la caja y mirar en su interior. Pero al hacer esto, el observador interactúa con el sistema y lo altera. Mientras nadie abra la caja, el gato permanece en esa superposición de estados vivo/muerto. En definitiva, el experimento de Schrödinger hacía hincapié en el extraño nexo entre el observador y lo observado. Sólo se puede tener conocimiento del destino último del felino cuando un observador intervenga. El hecho de abrir la caja no significa que nos podamos encontrar directamente con el gato muerto, sino que el gato muere porque le observamos. Nuestra observación asesinará al gato.
Y se debe a este fenómeno que no se sepa nada de Tibia durante toda la tercera obra de la trilogía, Triángulo escaleno. Desconocemos si Tibia está viva o si está muerta; desconocemos si lo estará. Porque al teñirse de negro aquel escenario, se instauró el tránsito, el movimiento más radical, el viaje por el túnel hacia esta doble situación superpuesta. Y como lectores-espectadores nada podremos saber mientras no tengamos oportunidad alguna de destapar la caja y nuestra mirada altere la realidad representada.
Quiero creer que en “Lost” ha ocurrido una quimera semejante con su desenlace, aunque no me compete a mí juzgar si aberrante o fascinante. Aún lo estoy decidiendo. Durante toda la sexta temporada nos han estado ofreciendo esos dos posibles estados de manera simultánea, contradictoria, paradójica. Sus creadores sí han destapado la caja, a diferencia de Antonio en su magnífica trilogía, porque hemos sido nosotros, los espectadores, quienes hemos cometido el crimen con nuestros ávidos y voraces ojos. Salud y que aproveche.
Como buen docente, investigador, poeta y dramaturgo, Antonio sabe conciliar fuentes diversas y divergentes, haciendo concomitante lo incompatible y, especialmente, convirtiendo en profundamente seductor lo que nos disuade. El Metal y la Carne (Geep Editorial, Melilla, 2010), trilogía compuesta por Aullido de títeres, Tránsito para un azar y Triángulo escaleno, en apariencia, excava en la problemática de la esclavitud sexual, del proxenetismo, del capitalismo como generador de maldad, del rencor y sus consecuentes venganzas o represalias, de la amistad y de la muerte. Pero todo esto es no decir nada. Porque, insistimos, sólo es una apariencia. No en vano, la heterogénea y copiosa afluencia de fuentes en esta obra, lo que demuestra la enorme erudición del autor, ya sería motivo único para encomiar el valor o los valores de la misma. Desde la tragedia griega hasta el teatro dialéctico de Brecht, de Dante a Kafka, del Mito de Sísifo de Albert Camus a las desconstrucciones lacanianas y derridianas, de Samuel Beckett a Jean Luc Godard, de Michel Foucault y Julia Kristeva a Alfonso Sastre y J. Martín Recuerda, de Ionesco a García Lorca. Pero, si hay una presencia constante en esta obra, casi ineludible, es la de Valle-Inclán. La presencia esperpéntica –y la ibérica- es más que notable en toda la trilogía desde sus mismos títulos, o en la sensación de bajada por los anillos infernales de la humanidad, o en determinadas acciones de ciertos personajes, definidas claramente como “dantescas” o en el peculiar “callejón del gato” que nos propone Antonio en la última tragedia, Triángulo escaleno.
Sin embargo, pese a la concurrencia de múltiples influjos, la trilogía deviene única en su especie, dado que no se abastece de elementos literarios y/o críticos de manera aislada, sino articulada con otras disciplinas y saberes.
El Metal y la Carne se inscribe en lo que Antonio César Morón denomina DRAMATURGIA CUÁNTICA, una nueva técnica de escritura y de análisis que sigue ciertos parámetros y deducciones de la Física Cuántica. Fomentado desde la Universidad de Toulouse, el teatro cuántico se nutre de los diversos enfoques aportados por las distintas teorías de la realidad de la Física Cuántica de tal modo que sus fundamentos básicos consistirán en los inestables o volubles roles de los personajes, el desorden espacio-temporal como tratamiento caleidoscópico, la ilogicidad en los acontecimientos, la fractura en la conciencia yoica del sujeto y una especial consideración del lector-espectador en tanto que observador de la realidad observada.
La problemática de la observación conduce irremediablemente a la problemática de la REALIDAD, concretamente, de la REALIDAD DUAL. Para Heisenberg, resultaba imposible poder tener una imagen de la realidad última. En el siglo XX era manifiesto que la realidad había mostrado una imagen contradictoria, ambigua, dual, y este hecho quedó formulado a través del PRINCIPIO DE LA INCERTIDUMBRE de Heisenberg: las mismas condiciones de la observación modifican, alteran o destruyen el fenómeno observado. Esto no quiere decir sino que desde el mismo instante en que distinguimos un observador (sujeto) y un observado (objeto) en la realidad, estamos modificando dicha realidad.
No obstante, la condición dualística de la realidad permitió a Niels Bohr proponer su PRINCIPIO DE COMPLEMENTARIEDAD. Si la realidad muestra una doble cara o una doble naturaleza mediante dos aspectos contradictorios, onda (espacio-tiempo) y corpúsculo (ley de causalidad), este binarismo no podía ser explicado a través de un solo tipo de observación. El Principio de Complementariedad pretendía, al fin y al cabo, enunciar precisamente la contradicción de dos propiedades simultáneas que exigen distintos tipos de descripción que llegan a complementarse recíprocamente.
Por tanto, al adentrarnos en la lectura o representación de El Metal y la Carne, hemos de partir de la premisa de que la realidad es creada a partir únicamente del acto de observación. No existe realidad si ésta no es observada. Este hecho implica que las realidades observadas no son propiamente realidades, sino OBSERVABLES. Ya no estamos tanto ante el res cogitans que constata, mide o analiza el objeto observado que permanece inalterable. Como señala Hugo Assmann, quien observa no transforma tanto el objeto, sino el modo en que éste es observado.
El MOVIMIENTO o el RITMO resulta fundamental en la obra, pero éste sólo se consigue mediante la palabra. En las tres obras que componen El Metal y la Carne los personajes salen y entran, aparecen y se marchan, pero, sobre todo, suben y bajan. En efecto, los movimientos registrados responden más frecuentemente a una kathábasis, en el sentido griego del término, “descenso a los infiernos”, que a una anábasis o subida. Nuestra insistencia en el movimiento de kathábasis/anábasis no sólo es acentuada por la metonímica reseña mitológica de los descensos a los infiernos, lo que, por otra parte, vendría enfatizada por los sucesivos raptos (Perséfone por Hades) que transitan por toda la trilogía: el rapto de la pequeña Amanda a manos de su padre, Ferelo; el rapto de las prostitutas secuestradas en el lupanar; el rapto provocado por la diversa gama de narcóticos… Las bajadas y subidas, este movimiento cuántico, implican una nueva complicidad con el mundo de la física, en este caso, con Michael Faraday y la distinción entre ánodo o electrodo positivo, camino ascendente, y cátodo, electrodo negativo, camino descendente. En definitiva, MOVIMIENTO.
Gesto y circunstancias, personajes y acciones están todos sometidos al AZAR. No en vano, en Teatro Cuántico hemos de contemplar otro concepto clave: la TRANSICIÓN o el TRÁNSITO. Como indica Escandell Bonet, Niels Bohr expuso que el átomo era susceptible de adoptar una serie de “estados estacionarios”: el átomo –y el personaje en la tragedia- podía así pasar de un estado a otro mediante ciertas “transiciones discontinuas”. A este hecho Martínez Muñoz lo denomina “el AZAR de la mecánica cuántica”. El movimiento se concibe ahora como un proceso de desplazamiento por “saltos discontinuos” de tal manera que, en el ámbito de la Dramaturgia Cuántica, los personajes pasan de un estado a otro, pero sin llegar a ocupar estados intermedios. Al final de Tránsito para un azar, Tibia, uno de los personajes centrales se introduce en esa especie de tránsito, de tal modo que como indica Antonio en La dramaturgia cuántica, se crea una membrana de energía en la que es posible unir los tres estadios temporales (pasado, presente y futuro) formando una red de superconexión en la que no prevalece la realidad, sino la pura apariencia de realidad. El ESPACIO-TIEMPO deja de ser una sucesión ordenada. Ni siquiera resulta potencialmente ordenable. En el caso de Tibia podría suponerse que se está aplicando lo que en física cuántica se denomina efecto túnel, la capacidad de los electrones –o de los personajes- de cruzar barreras u obstáculos aparentemente impenetrables; el electrón-personaje desaparece antes de chocar contra el obstáculo para materializarse en otro lado. Tibia va a sufrir ese tránsito, va a adentrarse en el túnel. Cabe recordar que el término quark (partícula) fue acuñado por Murray Gell-Mann a partir de una palabra inventada por James Joyce en su Finnegan’s Wake, obra que supone, según el propio Gell-Mann “un salto cuántico hacia la oscuridad.”
Regresemos al carácter dual y antagónico de la realidad. El rumano-francés Stepháne Lupasco comprendía la realidad como plagada de contradicciones hasta tal punto que éstas no son meras abstracciones, sino sistemas constitutivos de la realidad. Todo sistema, por tanto, se basa en ANTAGONISMOS de elementos contrapuestos, pero estos no desaparecen en la síntesis como en la dialéctica hegeliana, sino que se manifiestan como HOMOGENEIZACIÓN y HETEROGENEIZACIÓN. La heterogeneización es la tendencia hacia lo diferente y la homogeneización la tendencia hacia la identidad. Dado este principio, se infiere que la materia no es posible, ni siquiera comprensible, fuera del antagonismo que le es inherente, porque la materia sólo es sistema en tanto que sistema regido por fuerzas antagónicas. Para que haya acción, movimiento, ha de haber antagonismos y no sólo entre los personajes.
En la trilogía de Antonio César Morón se menciona explícitamente al “Gato de Schrödinger”. La Paradoja de Schrödinger consiste en un experimento imaginario propuesto en los años 30 por el físico austríaco-irlandés. Imaginemos un gato en una caja cerrada que contiene una ampolla de vidrio con veneno y un martillo sobre ella. El martillo está conectado a un mecanismo detector de partículas alfa, de tal forma que si una partícula es detectada, el martillo caerá sobre la ampolla liberando el veneno. Se trata, al fin y al cabo de la posibilidad de superposición de dos estados: el gato puede estar vivo o puede estar muerto. Ambas posibilidades se dan simultáneamente porque el observador no tiene la certeza de uno solo de esos dos estados. Tendría que abrir la caja y mirar en su interior. Pero al hacer esto, el observador interactúa con el sistema y lo altera. Mientras nadie abra la caja, el gato permanece en esa superposición de estados vivo/muerto. En definitiva, el experimento de Schrödinger hacía hincapié en el extraño nexo entre el observador y lo observado. Sólo se puede tener conocimiento del destino último del felino cuando un observador intervenga. El hecho de abrir la caja no significa que nos podamos encontrar directamente con el gato muerto, sino que el gato muere porque le observamos. Nuestra observación asesinará al gato.
Y se debe a este fenómeno que no se sepa nada de Tibia durante toda la tercera obra de la trilogía, Triángulo escaleno. Desconocemos si Tibia está viva o si está muerta; desconocemos si lo estará. Porque al teñirse de negro aquel escenario, se instauró el tránsito, el movimiento más radical, el viaje por el túnel hacia esta doble situación superpuesta. Y como lectores-espectadores nada podremos saber mientras no tengamos oportunidad alguna de destapar la caja y nuestra mirada altere la realidad representada.
Quiero creer que en “Lost” ha ocurrido una quimera semejante con su desenlace, aunque no me compete a mí juzgar si aberrante o fascinante. Aún lo estoy decidiendo. Durante toda la sexta temporada nos han estado ofreciendo esos dos posibles estados de manera simultánea, contradictoria, paradójica. Sus creadores sí han destapado la caja, a diferencia de Antonio en su magnífica trilogía, porque hemos sido nosotros, los espectadores, quienes hemos cometido el crimen con nuestros ávidos y voraces ojos. Salud y que aproveche.
Publicado en El Telegrama de Melilla el 30 de mayo de 2010.