Las relaciones entre MÚSICA y LITERATURA no sólo han sido fructíferas y frecuentes, como se sabe, sino que implican un hermanamiento originario y lejano que se remonta a sus respectivos inicios. La música está tan profundamente ligada a la poesía, como ésta lo está de aquélla, de tal modo que afirmaremos sin pudor que la relación música-palabra sigue siendo hasta hoy tan enigmática como la relación palabra-cuerpo. En la Grecia antigua prácticamente la totalidad de los géneros literarios incorporaban ejecución musical, ya no sólo la épica, sino sobre todo, la lírica (ya desarrollada en el período arcaico), cuyo nombre debe obviamente al instrumento musical que conocemos como lira. Los gérmenes han de situarse en los himnos sacros, en el acto coral y litúrgico de determinados rituales; más adelante aparecerán los textos poéticos cantados. El poeta componía música y letra y ejecutaba sus recitales acompañado de instrumentos musicales como la cítara o la lira de siete cuerdas.
La figura misma del poeta se encuentra vinculada con lo musical y quizás no la haya abandonado nunca. El rapsoda griego era una especie de recitador ambulante que cantaba poemas épicos, aunque sin acompañamiento musical. Este acompañamiento de música le corresponde al aedo, artista que entonaba epopeyas. De manera similar, el bardo celta transmitía las leyendas y poemas de forma oral, cantando la historia de los pueblos. Pero en la Edad Media esta figura del poeta cantor se duplica en el trovador, más culto, exquisito y cortesano, y en el juglar, que se movía en ambientes populares como plazas de aldeas (1) .

En cuanto a la MÚSICA, podemos decir, junto a Eugenio Trías (2) , que no constituye únicamente un fenómeno estético. La música es “una forma de GNOSIS sensorial”, es decir, una forma de conocimiento sensible y emotivo que, además, “nos salva”. A la manera de Orfeo. Por esta función salvadora de la música nos vemos obligados a la regresión hacia el mundo de lo mítico y ritual. No debe extrañarnos, pues, que Platón le asignara un lugar sublime y grandioso en su República. Asimismo, en el texto platónico, se nos dice que las tres Moiras o Parcas (Láquesis, Cloto y Átropo) acompasan su trabajo tejedor con el tono de sus cánticos. Estas hijas de la Necesidad, paradójicamente necesitan esa gnosis musical, ese conocimiento de todas las cosas pasadas, presentes y futuras para asignar el hilo de nuestras vidas, de nuestro destino. La música es el canto de las sirenas, esos seres míticos a los que tuvo que enfrentarse Ulises. Las sirenas, con su hipnótica voz revelan mediante su canto el conocimiento de todo lo que ha acontecido, como se nos dice en la Odisea de Homero.
Los diálogos platónicos, la leyenda de Pitágoras, la epopeya homérica y el mito de Orfeo aluden a la capacidad de descenso y ascenso de que goza la música. La música sugiere la reminiscencia, facilita el ejercicio de la memoria que todo mortal ha perdido en el momento de nacer. Pero la música es también catarsis, purificación, porque sin pasión, sin entusiasmo amoroso, no hay sentido que buscar. La música se nos revela como una fuerza persuasiva contra las potencias infernales, pero a su vez nos eleva hacia regiones supra-celestes. La música sugiere la idea de muerte y la idea de transformación, el carácter de desmembramiento y de reintegración. En otras palabras, estamos ante lo que Nietzsche muy bien supo adivinar como música dionisíaca (de rapto o de posesión) y música apolínea (de éxtasis y elevación).
Me permitirán que extraiga esta conclusión:
LA MÚSICA NOS INVADE, pero LA POESÍA NOS ATRAVIESA.
La POESÍA, y por extensión la Literatura, parece haber ejercido siempre la función primordial de traducir nuestras experiencias de manera simbólica (3) . Hasta el punto de que el Hombre ha sido (re)construido, (re)formulado y (re)producido como un gran mito universal, como un animal simbólico y simbolizante. Y es en la poesía donde mejor se fragua el imaginario mítico de este animal. La pregunta clave sería: ¿por qué la poesía?
Para Luis García Montero (4) , la poesía no es un “para qué”, no es un “sirve-para” porque no responde a tales categorías, a lo sumo la poesía es “la mujer que se deja seducir/para cortarle la cabeza a un rey”. Según Octavio Paz, hacemos poemas e imágenes para no acabarnos, porque “el hombre es el ser en perpetua posibilidad de ser completamente, cumpliéndose así su no acabamiento” (5) . Hacemos poesía para no morir, por supervivencia. Como Orfeo en su bajada a los infiernos. Los poetas (re)crean constantemente mitos para no diluirnos en el tiempo. Sólo así puede comprenderse el dilema tajante, rotundo, propuesto por el escritor vienés Hermann Broch: “o la poesía regresa al mito, o se acaba la poesía”.
2. Orfeo: umbral y mito
Con esto únicamente pretendemos decir que entre la poesía (o la Literatura) y la música no sólo se establece una dialéctica, sino que ambas son los polos liminales de un tercer elemento: la MUERTE, el umbral agónico de nuestra rendición.
Es, pues, en este umbral, donde se ubica el mito y símbolo de ORFEO.
Orfeo, hijo de la musa Calíope, es el mítico músico y poeta que, con el sonido melodioso de su voz y de su música, consigue aplacar a las fieras y a los hombres más feroces (6) . El mito no tendría nada de extraordinario hasta que Orfeo sufre la pérdida. Su joven y bella esposa Eurídice muere por la mordedura de una serpiente y a partir de aquí el mito empieza a “ser”. Orfeo, desesperado, decide descender al reino de los muertos, al Hades, para buscarla. En esa primera encrucijada de su vida, Orfeo opta por una poética del “no”, no a la muerte joven y no a la renuncia. Con su canto extraordinario consigue librarse tanto de la vigilancia del Cerbero como del implacable barquero Caronte y, finalmente, conmover a las divinidades infernales, Hades y Perséfone (7) . Estos permiten marchar a Eurídice a condición de que Orfeo no intente mirarla hasta que hayan salido a la luz del sol. Y en esta segunda encrucijada de su vida, la poética del “no” deviene inoperante. Cuando están a punto de llegar al final, justo en el umbral vida/muerte, Orfeo cede a su propio deseo de mirar a su amada, quien desaparece entre las tinieblas infernales para no regresar jamás. Orfeo vuelve a la tierra solo y decide rechazar a todas las mujeres. Las ménades interpretaron este gesto como un insulto y lo despedazaron, las Musas recogieron su cuerpo y lo enterraron en las faldas del Olimpo. No obstante, dicen algunas versiones del mito que la cabeza y los labios del poeta llegaron a la isla de Lesbos, convirtiéndose en la tierra de poesía lírica. Posteriormente se desarrolló la doctrina religiosa conocida como orfismo, pero esto ya es otra historia.
El mito órfico podemos interpretarlo como la función civilizadora que ejercen la poesía y la música, su capacidad de seducción de las potencias infernales que todos llevamos dentro (Cerbero/Caronte/Hades). Pero a su vez, el mito órfico representa el consorcio del que hablábamos al principio entre música y palabra. No debe extrañarnos que la figura mítica, simbólica y poética de Orfeo reaparezca a lo largo de los siglos en distintas manifestaciones artísticas, fundamentalmente, en música y poesía. En Orfeo se condensan las múltiples relaciones y direcciones que se establecen entre ambas, no tanto como si de vasos comunicantes se tratase, sino como una compleja red en la que se tejen (a la manera de unas Moiras o de una Penélope) las variantes y las intersecciones.
El poeta checo RAINER MARÍA RILKE (8) , poeta obsesionado con la muerte y con el lugar del hombre sobre la tierra, también realizó su propia bajada a los infiernos. En sus Cuadernos de Malte (1910), establece una tipología de la muerte: la muerte anónima, la muerte ajena y la muerte propia. En esa ciudad destartalada, en los suburbios de París, el joven Malte aprende a mirar y lo mira todo. La muerte amenaza por todas partes. En este relato-poema, al protagonista no le queda más remedio que tomar conciencia de la presencia palpable de “lo terrible” a través de canto. A partir de 1912, Rilke se encuentra en su propia encrucijada: la crisis creativa, la guerra y la enfermedad le irán sorprendiendo bruscamente y demorando sus Elegías del Duino (1922) durante diez años. En estas elegías, la dialéctica existencial de Rilke es clara: o se está “en” el mundo (como lo están las plantas y, por tanto, todo es presente, presente, presente, como diría Juan Ramón) o se está “frente” al mundo, y, por tanto, la única solución es tomar plena conciencia de la muerte y del tiempo e interiorizar las cosas de este mundo para que pervivan. A la manera de Orfeo.
Rilke saldrá de las tinieblas a través de la iluminación órfica del canto y de la danza. En sus Sonetos a Orfeo, Rilke se entrega a cantar la celebración, la ofrenda, la realidad gozosa, la relación entre inmanencia y trascendencia, y entre amor y dolor, la superación del desencanto. Según el poeta, no estamos satisfechos con este mundo temporal, pero tampoco estamos atados a él, sino que más bien “pasamos hacia el mundo anterior, hacia nuestro origen, como también hacia el mundo ulterior, el de aquellos que vendrán después de nosotros”. Como Orfeo, Rilke también conoce los dos mundos, el de la vida y el de la muerte, pero a diferencia de aquél, Rilke evita mirar hacia atrás. En los últimos años de su vida, Rilke apuesta por una poética del “sí”.
El mito de Orfeo ha sido francamente fecundo en el arte por sus posibilidades teatrales, musicales y poéticas. Ha sido uno de los mitos que mayor atracción han ejercido a lo largo de la historia (9) . Junto a los griegos ya citados, en la época romana lo trata Virgilio en Las geórgicas, Ovidio en Las metamorfosis, Séneca, Apolodoro o Fulgencio, entre otros. En la Baja Edad Media anglosajona tenemos constancia de un Sir Orfeo, que en vez de blandir la espada, toca el arpa. En 1480 Poliziano compone la Favola di Orfeo, con motivo de un matrimonio principesco, pieza para música y danza. Durante el Renacimiento francés, Pierre de Ronsard escribe Orfeo en forma de elegía (1563), tematizando el mito como era común en la época. En cambio, nuestro Quevedo, satiriza dicho mito –como hizo con Apolo y Dafne, por poner un ejemplo- en el romance “Califica a Orfeo para idea de maridos dichosos”: el poeta bajó a los infiernos para complacerse de ver allí a su mujer, satisfecho por haberse librado de ella. Por el contrario, el también barroco Juan de Jáuregui escribe su Orfeo (1624) con un motivo bien distinto: Orfeo encarna la culminación y la síntesis de música, canto y poesía, esto es, la belleza. En L’ Orfeo, de CLAUDIO MONTEVERDI, estrenada en 1607, se insiste en el poder de la música, que puede tanto tranquilizar a los corazones turbados como inflamar amor en los corazones fríos. Pero, una vez más, se resalta su capacidad de vencer a las potencias infernales, ya que la música reconcilia y armoniza, sublima el lado más desgarrado de la vida. CALDERÓN DE LA BARCA, en pleno Barroco español, recoge el tema órfico alegorizándolo en dos versiones de El divino Orfeo (1634 y 1663), donde el músico-poeta es trasunto de Cristo y Eurídice, trasunto de la Humanidad, a la que hay que rescatar de los infiernos. En el siglo XVIII sigue motivando la cantata de Rameau (1728); la ópera de Haydin (1753); el Orfeo y Eurídice (1762) de GLUCK, donde se altera el final del mito haciendo intervenir al dios Amor, quien, conmovido por la escena, le vuelva a dar vida a Eurídice para que los amantes disfruten gozosos de su unión. En el Romanticismo alemán, el poeta Novalis escribe su Orfeo para evidenciar que sólo en la muerte se alcanza la plenitud del amor. También en el XIX encontramos el poema sinfónico Orpheus de Listz, la ópera bufa Orfeo en los infiernos (1858 y 1874) de Offenbach. Llegamos así a las dos versiones del Orphée de Jean Cocteau, la teatral (1926) y la cinematográfica (1951), sin olvidar, por supuesto, el Orfeo negro (1959) de Marcel Camus, un Orfeo brasileño en pleno infierno del carnaval. El mito ha seguido siendo tratado durante el siglo XX por poetas de lengua inglesa como W. H. Auden (con escepticismo) o como Edith Sitwell, que en el poema “Eurídice” relega a un segundo plano a Orfeo para centrarse en la figura femenina del mito como símbolo de la fecundidad y del amor.
3. Del silencio simbólico al grito flamenco
Decía T. W. Adorno que “ha llegado a ser evidente que nada de lo referente al arte es evidente” . Desde la literatura finisecular hasta hoy se sabe que el arte ha abandonado la concepción de la realidad como monosémica, puesto que ésta puede tener múltiples significados. Una vez roto el signo, el poeta puede infiltrarse en las grietas. Y será precisamente un poeta, STÉPHANE MALLARMÉ (10) , quien se planteará los débiles umbrales de lo artístico, la presencia de la ausencia y, sobre todo, la música del silencio.
En su largo poema Un golpe de dados jamás abolirá el azar (1897), el poeta descubre la contradicción de la utopía de la libertad creadora. Como señala J. C. Rodríguez(11) , el poeta descubre que “no escribe libremente así, sino necesariamente así”. Mallarmé se ve obligado a crear un nuevo lenguaje tomando como elemento nuclear el azar del acto creativo. La vida, como el arte, es azarosa, como una tirada de dados. Mallarmé continúa la tradición órfica conduciéndola ahora hacia la nada, pero no una nada estéril, sino preñada de múltiples posibilidades. Mallarmé se empeñó, en toda su poesía, en expresar no tanto la realidad sino los efectos que ésta produce.
Su poema Preludio a la siesta de un fauno (1865) hará componer a CLAUDE DEBUSSY la obra orquestal homónima mostrando la relación entre música y literatura a un nivel profundamente simbólico. El poema está dispuesto tipográficamente como analogía a los diversos planos de una partitura. Los dos caracteres distintos de letras corresponden a los dos niveles discursivos del poema: uno para lo descriptivo y el otro para lo sentimental o lo íntimo. Pero la relación entre lo musical y lo poético no se detiene aquí, sino que Debussy supo trasladar lo simbólico del poema de Mallarmé a lo simbólico de su música, estableciendo así una serie de paralelismos: la figura del fauno (el dios Pan, la siringa) y el sonido de la flauta, los cambios de armonía y de timbre sugieren los dos planos discursivos, la yuxtaposición de imágenes y metáforas tiene su correlato en la yuxtaposición de sonidos, etc.
En Un golpe de dados la tipografía se vuelve completamente revolucionaria. Las diversas combinaciones de tipos de letras construyen una especie de una partitura musical donde Mallarmé aplica lo que se ha llamado “dinámica de diseminación”(12) . El título, por ejemplo, ya no es cabeza o principal, sino que aparece esparcido a lo largo del texto, en el seno del poema mismo, como las piezas de un puzzle. Las palabras quedan repartidas de tal modo que en el momento de la lectura nuestra mirada ha de desplazarse sobre las dos páginas que forman una sola. Ya no se trata de una lectura lineal a la que estamos acostumbrados, sino de una lectura dispersa, una lluvia de palabras y de múltiples sentidos. El poema se multiplica, se reproduce a sí mismo.
Los espacios en blanco simbolizan el silencio, el vacío, la ausencia. Porque lo que no tiene expresión, lo que no puede ser dicho, sólo tiene como expresión el silencio. De ahí que Jacques Derrida nos advirtiera que Mallarmé organiza el texto para que el sentido permanezca indecible. El poema al final se precipita en el abismo en que el poeta suelta su pluma para abocarse en el silencio. Porque si la poesía es vida y acaba en el blanco, en el silencio, esto no quiere decir otra cosa más que acaba en la muerte.
Es conocida la importancia que la música adquiere en la literatura de fin de siglo, desde aquí, durante el siglo XX y hasta hoy, y no sólo entre los simbolistas y/o decadentistas. El caso más explícito es el de Verlaine, quien, tras sufrir su particular descenso a los infiernos de la mano de Rimbaud, llegó a afirmar que “el verso debe ser antes que nada música, una armonía de sonidos que haga soñar”. Y sabemos muy bien que a Baudelaire, en su lecho de muerte, acudieron sus amigos para interpretarle Wagner, por si le ayudaba a sobrellevar el dolor.
Todo escritor verdadero ha de ser bilingüe en su propia lengua (así lo cree el profesor J. C. Rodríguez(13) ). Para FEDERICO GARCÍA LORCA, la poesía era imposible. Pero también la poesía es:
“Arpa
que tiene en vez de cuerdas
corazones y llamas.”
Este símbolo del arpa (de referencia obviamente becqueriana), como otros que irán apareciendo, es ya el preludio de que lo musical en Lorca va a funcionar como una constante tanto en su obra como en su corta vida. Nos referimos a la “ideología de la música” en la poética lorquiana. Ahora bien, su poética no prosigue tanto el mito órfico, como que el propio Lorca es a la vez Orfeo y Eurídice, indistintamente. Si en Mallarmé el silencio operaba como expresión de lo indecible, en Lorca la poesía se vuelve imposible porque no puede decir lo que no tiene nombre. La música se convierte en decisiva porque es expresión de la imposibilidad, esto es, sólo a través de la música se puede decir lo indecible.
Desde el Cante Jondo hasta los Sonetos, durante toda su vida, interrumpida por un crimen bastardo y atroz, la música será para Federico el símbolo de lo inexpresable, un símbolo que le llevará a buscar un lenguaje que nunca había existido.
De ahí la importancia del grito en el Poema del Cante Jondo. El grito simboliza la fusión entre poesía y música, simboliza la muerte joven o la vida breve. Y ese desgarro, ese quejío, ese grito en el flamenco es siempre: ¡Ay!
Cuando hablamos del Poema del Cante Jondo, escrito en 1921 pero publicado diez años más tarde, resulta ya inevitable hablar de la amistad entre Lorca y Manuel de Falla, o del conocido “Concurso de Cante Jondo” celebrado en Granada en 1922 y organizado por ambos, pero inspirado por el poeta granadino. Por otra parte, no debemos considerar el libro como el resultado del citado concurso. El libro de abre con la “Baladilla de los tres ríos”, le siguen varias secciones entre las que se encuentran el “Poema de la siguiriya gitana”, el “Poema de la soleá” o el “Poema de la saeta”, y se cierra con el “Diálogo del Amargo” y la “Canción de la madre del Amargo”, se cierra con una muerte y un funeral. Se trata de un libro poético que personaliza el mundo del cante jondo y en el que desfilan cantaores famosos como La Parrala, Silverio o Juan Breva, así como se mitifica el mundo gitano del Sacro Monte. No podemos detenernos a analizar todos los poemas, pero sí tomaremos una pequeña muestra para que se comprenda el alcance de lo que hemos llamado ideología de la música en la poética lorquiana.
“Baladilla de los tres ríos” recrea el trasunto de la pérdida del amor en el marco comparativo de la geografía andaluza. Según Alfredo Arrebola (14) , el cante más idóneo para este poema-prólogo es el Tango-tientos, aunque el cantaor Pepe Albayzín lo interpretó por Milonga.
En el “Poema de la seguiriya gitana”, Lorca personifica el cante en una muchacha morena, técnica que repetirá en el libro. Pero lo interesante de esta sección es que aparecen palabras clave como grito, puñal o silencio y un objeto clave como es la guitarra. Las seguiriyas gitanas comienzan con un grito, tratan de amor y de violencia, de lo que se infiere la consecuencia de silencio y muerte. La ubicación del poema de “La guitarra” no es casual, ya que en las seguiriyas lo primero que se oye es el rasgueo de la guitarra. En su conferencia sobre el cante, Lorca dijo de la guitarra que “ha labrado, ha profundizado la oscura musa oriental judía y árabe antiquísima […] La guitarra ha occidentalizado el cante, haciendo belleza sin par y belleza positiva del drama andaluz.” El símbolo musical del arpa ha sido sustituido por la guitarra, símbolo que condensa lo mítico del gitano y lo lírico de la pena.
“Poema de la soleá”: la soleá es otro de los cantes jondos por excelencia y Lorca vuelve a la personificación, esta vez como una mujer “vestida con mantos negros”. La amenaza de la muerte es palpable en estos poemas a través del puñal y de la encrucijada, de amaneceres y sangre.
El “Poema de la saeta” corresponde a la estancia en Sevilla de Federico durante la Semana Santa de 1921. Para algunos, el origen de la saeta se encuentra en la toná, un cante gitano antiguo. El elemento intertextual requiere nuestra atención: los cofradres encapuchados son metamorfoseados por Lorca en primer lugar como unicornios y después como magos merlines; mientras que Cristo es comparado con Durandarte (espada de Roldán, Quijote) y con el Orlando furioso de Ludovico Ariosto.
El flamenco es en sí mismo un símbolo de angustia y de dolor(15) . De ahí la guitarra que llora y el grito de la voz rota del cantaor. Este grito del cantaor, además, forma una elipse simbólica junto a las vibraciones de la guitarra. Pero el flamenco es también símbolo de la propia contradicción de nuestra existencia, de cómo la vida y el erotismo se abrazan a la muerte.
Esta presencia musical, como decíamos, ocupan prácticamente toda su obra. Por ejemplo, en Canciones (1927), el propósito de Federico es inscribirse en la tradición, recreando el folklore y la poesía de cancionero, con sus versos breves y sus sencillas estructuras. Pero como nos indica A. Soria Olmedo, “por debajo de esa levedad de formas, aparece la búsqueda de la identidad propia”(16) . Pensemos en la “Cancioncilla del primer deseo”, un texto que, pese a su apariencia, entraña una complejidad inusual. Continuando con ese interés por instalarse en la tradición (el romance de “La casida infiel” y los romances medievales de la “mal maridada”) y sin abandonar el mundo mítico del gitano, el Romancero gitano (1928) expone un microcosmos donde el hombre está sujeto a fuerzas oscuras, pero a la vez lleno de vitalismo y sensualidad. En Diván del Tamarit o en los mal llamados Sonetos del amor oscuro, lo musical sigue latiendo, sobre todo, en la recreación de la poesía arábigo-andaluza a través de la presencia musical del agua y el alhambrismo que lo impregna todo.
La presencia de la música en la obra de Federico no se limita al cante jondo, como decíamos antes, sino que se despliega en toda su obra poética y dramática. Pensemos en los coros de algunas de sus comedias y dramas. Es más: se produce el fenómeno inverso, es decir, se musicalizan sus poemas cerrando el círculo de relaciones. Han sido varios y diferentes los artistas que han tomado la obra lorquiana para sus composiciones. ENRIQUE MORENTE, cantaor flamenco y camaleónico, en colaboración con LAGARTIJA NICK, musicalizan Poeta en Nueva York (1929-1930), uno de los textos más complejos del poeta granadino, todo un acto de valentía. El eclecticismo resultante del disco Omega (1996), que une flamenco, rock y vals, hace justicia a la poligrafía de imágenes del poemario. De ese mismo libro LEONARD COHEN, fiel devoto del poeta, había adaptado el “Pequeño vals vienés” en el disco I’m your man (1988). Con motivo del centenario del nacimiento de Federico García Lorca, aparece el disco De Granada a la Luna (1998), cuyo asesor musical fue precisamente Enrique Morente y en el que colaboran músicos tan dispares como John Cage, Amancio Prada, Santiago Auserón, Martirio y el mismísimo Michael Nyman. Pero, sin duda, uno de los mejores homenajes colectivos que se han realizado es el titulado Los gitanos cantan a Lorca (1993), un doble CD que cuenta con la participación de Lole y Manuel, Manzanita, Diego Carrasco, el citado Morente o Camarón, entre otros. Fue precisamente CAMARÓN DE LA ISLA el que mejor cantó a Lorca en La leyenda del tiempo (1979), con Raimundo Amador y Kiko Veneno, donde el flamenco roza el jazz, el rock y el orientalismo (otro poeta, Omar Kayán, uno de los preferidos del poeta granadino), y Soy gitano (1989), el disco más vendido en toda la historia del flamenco.
4. El horizonte múltiple del jazz
Los libros de la GENERACIÓN BEAT están impregnados de una soledad terrible. Jack Kerouac, Allen Ginsberg, Neal Cassady, William Burroughs, los beat, formaron una especie de movimiento literario en la Norteamérica de los 50 que defendía una filosofía contracultural y mantenía un enfrentamiento directo al materialismo y el autoritarismo económico-social, abogando por la libertad sexual y el escapismo mediante las drogas. Esta bohemia cultural norteamericana produjo, no obstante, una literatura solitaria y andariega, donde los personajes deambulan buscando la Verdad o el Amor. La palabra “beat” puede traducirse como golpeado, agotado, frustrado, y refleja con exactitud el desencanto de estos escritores.
Pero este desencanto es contrarrestado a través de la música, concretamente, a través del jazz(17) , que se convierte en motivo recurrente en sus obras, sobre todo, en JACK KEROUAC (18) y en su novela-manifiesto En el camino (1957) . El jazz aporta a los personajes momentos de euforia, les sirve de estímulo y acompaña en sus horas de carretera. La presencia del jazz en estos textos no se limita al tratamiento temático, sino los autores beat experimentan con su escritura intentando adoptar el ritmo y la melodía del jazz. Ésta es la técnica que utiliza Keruoac en sus novelas, en las que la lectura conduce a una especie de locura errante, unas veces al delirio de las melodías de Charlie Parker y otras a la sensualidad ondulante de la voz de Billie Holiday. Kerouac reproduce en su narrativa los sonidos y los ritmos y la sintaxis se deja arrastrar por raptos líricos.
El jazz adquiere carácter de rito iniciático. Como si de unas bacantes se tratase, los personajes bailan frenéticamente, invadidos por la música bop, alimentados por la energía vital que les transmite. El jazz constituye para estos autores una fuerza exultante, una forma de libertad, un refinamiento de la belleza en el seno de una realidad que consideran decadente y destructiva. Su exagerada identificación con el jazz les condujo a creerse una raza única, opuesta a los literatos canónicos, correlatos de Bach o de Mozart. El jazz implica sus señas de identidad, pero también su pasaporte. El pasaporte a un horizonte utópico-ucrónico imaginado por Kerouac: “más adelante, en nuestra vida futura, podremos tener una hermosa tribu libre en estos montes de California, con mujeres, docenas de radiantes hijos iluminados. Podremos vivir como indios en tiendas, comer fresas y flores”.
Resulta curioso que esta misma utopía beat sea recogida en algunos grupos jóvenes españoles como: Tarik y la fábrica de colores, el tema “Velvet Suicide” de Sequentialee (2005); Sidonie, en sus últimos trabajos Fascinado (2005) y Costa Azul (2007), quienes tienen también como referentes literarios a Scott Fitzgerald y Boris Vian; o DeLuxe, de manera explícita desde el título en Los jóvenes mueren antes de tiempo (2005).
Si hemos de hablar de las influencias que el jazz ejerce sobre determinados escritores, la referencia obvia y obligada es JULIO CORTÁZAR. El mundo de Cortázar está sumergido en una espesa neblina de humo de cigarro y jazz. Se ha dicho que Cortázar, más que imitar el ritmo del jazz en sus relatos, “jazzea” su escritura, o, como indica A. González Riquelme(19) , su narrativa está atravesada por la “máquina musical del jazz”. Como no nos es posible abarcar toda la producción de Julio, nos detendremos en el relato en que se manifiesta el jazz de manera más explícita. Me estoy refiriendo a “El Perseguidor”, perteneciente a la colección de relatos Las armas secretas (1959)(20) . El cuento se basa en la vida de un músico, Johny Carter (alter ego de Charlie Parker, Bird), pero la historia es contada por Bruno, crítico de jazz, que sigue o persigue los últimos tramos de la vida del músico por quien se encuentra fascinado. Johny, con su saxo, es capaz de abrir la puerta que conduce al Otro Lado y escapar de la burda realidad cotidiana y persigue constantemente esa otra orilla.
La cuestión central del relato es, pues, que el arte (ya sea la música, ya sea la literatura) proporciona maneras diferentes y alternativas de percibir y vivir la realidad, ajenas a las habituales. Pero además se cumple lo que Hauser llamó la “concepción bergsoniana del tiempo”, esto es, la simultaneidad de los estados de conciencia. No es gratuito que el propio Cortázar declarara en más de una ocasión que, cuando escuchaba a Miles Davis, tenía la impresión de estar escuchando varias canciones a la vez y no una sola. Es aquí donde opera la máquina jazzística. A través del personaje de Johny, que representa lo huidizo, lo rupturista, se problematizan las categorías de tiempo y espacio, la realidad misma. La estructura narrativa se despliega en una serie ininterrumpida de variaciones a partir de un tema nuclear. La escritura, al igual que la música, fluye en una caleidoscópica enredadera de múltiples realidades. Y en el relato se oponen dos tipos de temporalidad: una, la que ya conocemos, la habitual, sujetas a medida, y la otra, representada por Johny Carter, voladiza, flotante, que se escapa y no puede ser atrapada por las manijas del reloj. Sólo pueden entenderse las palabras de Johny: “esto ya lo toqué mañana”. Cortázar, por tanto, sincroniza su estilo narrativo con el del jazz para tematizar la problemática del tiempo, para perseguir otra realidad. Se sabe que finalmente Johny muere, en esa mezcla letal de drogas y alcohol, pero esta muerte no perturba al lector que adivina que el músico, al igual que Orfeo, ya había realizado su particular descenso a los infiernos con su saxo bajo el brazo.
Lo mismo ocurre con Rayuela (1963)(21) , la novela-juego de Cortázar que permite varias lecturas: la lineal o tradicional y la que recomienda el “Tablero de dirección”, una especie de catálogo de reglas del juego que transforma el texto en un auténtico collage. En esta novela experimental e imprescindible, el jazz vuelve a ser una referencia clave que articula no sólo su tratamiento temático, sino sobre todo la estructura narrativa. El jazz se torna simultáneo con el flujo de conciencia o de pensamiento de los personajes, en un ritmo más reflexivo, más laxo que vehemente. Estas implicaciones entre música y literatura explican la aparición de una joya como Jazzuela (1999), un CD más cuaderno donde Pilar Peyrats combina los mejores fragmentos de la novela con figuras del blues y el jazz como Duke Ellington, Louis Amstrong, Coleman Hawkins o Jelly Roll Morton, entre otros. La cuadratura del círculo, una vez más.
5. Cristales desnudos
De los ritmos del jazz, aunque de un modo más anárquico –digamos-, se apropia el poeta, pintor y ensayista norteamericano E. E. CUMMINGS (22) . La obra poética de Cummings se caracteriza por ser radicalmente innovadora e inconformista. Junto a los malabarismos tipográficos, en los que parece seguir más las pautas del ballet que de la música jazz, su poesía responde a una técnica muy personal y ecléctica en la que conviven las distorsiones sintácticas y una puntuación inusual (hasta el punto de quebrar las palabras en un mismo verso) con imágenes de profundo lirismo; lo popular y lo callejero (la jerga) con las referencias a grandes autores anglosajones como Shakespeare, Shelley, Keats o Rosetti; el petrarquismo renacentista con el retrato de la fealdad y lo grotesco. Estas bipolaridades se manifiestan, por ejemplo, desde el mismo título de uno de sus mejores poemarios: Tulipanes y Chimeneas (1923).
Así pues no es de extrañar que los poemas de un autor tan original e individualista hayan sido adaptados y versionados por una cantante y compositora no menos original y excéntrica, desde luego. Nos referimos a la islandesa BJÖRK, que adapta no sólo algunos poemas del libro citado, sino que traslada su atmósfera poética al nivel simbólico de su música. En Vespertine (2001), un disco plagado de sinestesias que sugieren el cristal y las gotas de agua o de rocío, recrea el poema “Impresiones” del que mostramos un par de fragmentos:
“[…] y es de día,
en el espejo
veo a un hombre
Frágil
que sueña
sueños
sueños en el espejo
[…] duerme con la muerte en la boca y una canción en los ojos
las horas descienden
vistiéndose de estrellas…
por la calle del cielo la noche camina esparciendo poemas.”
De igual modo, en Medúlla (2004), adapta el poema “Sonetos-Irrealidades XI” de Cummings. El disco, concebido como la búsqueda y la expresión de lo más puro, de la esencia o sustancia, como su propio título indica, está cantado prácticamente a capella, como si la música se mostrase en toda su desnudez, como la poesía que Juan Ramón imaginó. Reproducimos el poema en su totalidad porque lo merece:
Sonetos-Irrealidades
XI
quizá no sea siempre así; y digo
que si tus labios, que he amado, tocasen
los de otro, y tus fuertes queridos dedos se apoderasen
de su corazón, como del mío no hace mucho;
si tu dulce cabello descansase sobre otro rostro
en medio de un silencio como el que yo conozco, o
unas palabras grandes y retorcidas, como las pronunciadas con énfasis,
se alzasen indefensas ante el espíritu acosado;
si esto ocurriese, digo que si esto ocurriese-
tú, corazón mío, envíame un pequeño mensaje;
para que pueda acercarme a él, y cogiendo sus manos,
le diga, Acepta de mí toda la felicidad.
Entonces volveré la cabeza y escucharé a un pájaro
cantar terriblemente lejos en las tierras perdidas.