LA ELEGANCIA DEL ENEMIGO

Este artículo ha sido publicado en El Telegrama de Melilla el 21 de noviembre de 2010.



El pasado domingo disfruté enormemente con un artículo de Javier Cercas titulado “Elogio del enemigo”, sesuda reflexión acerca de las virtudes del mismo y de la necesidad de atender a sus críticas, quizás más acertadas que las de nuestras amistades, siempre más condescendientes y compasivas con nosotros. Comparto casi por completo los razonamientos de Cercas; sin embargo, desde entonces, me resulta inevitable perseverar en un turbador interrogante: ¿cuál es la linde?, esto es, ¿hasta cuánto hemos de soportar de nuestro némesis? Porque no nos olvidemos que el mismo vocablo que cobija en su seno al “contrario u opuesto”, sobre todo, “en la guerra”, asimismo arrebuja a aquél “que tiene mala voluntad hacia otra persona”, deseándole o causándole el mal. Así que se nos vuelve sumamente complicada la empresa de identificarlo, primera gran premisa para lograr librarnos de él, dado que en ese gran continuum que denominamos “enemigo” se ubican el inofensivo “discrepante” y el grotesco “hostil”, el elegante “adversario” y el incómodo “antagonista”. De lo que se infiere que incluso para atacar o criticar hay que estar provisto de cierta elegancia y gentileza. Todo lo demás está rayano en lo zafio, lo ruin y lo grosero. Está claro: no es lo mismo embestir que impugnar. Hay enemigos y enemigos.
Para ilustrarles la certeza de ese eje o continuum de la enemistad, es perfecto el magnífico cuadro alegórico de Botticelli “La calumnia de Apeles” (1495). Apeles ha sido acusado injustamente por un rival de conspiración. Dos mujeres, Sospecha e Ignorancia, susurran al oído del rey Midas, juez con orejas de asno, aludiendo a su ausencia de conocimiento. En el grupo de figuras del centro destaca la Calumnia, hermosa joven que porta una antorcha (el carácter incendiario de la mentira), a la que otras dos muchachas, Engaño y Envidia, le trenzan los cabellos. El hombre desnudo arrastrado por Calumnia simboliza la Inocencia, desprotegida e implorante. En el otro extremo se encuentran la Verdad, desnuda y en actitud púdica, quien señala hacia el sol, cuyos rayos de luz disiparán las sombras de la Calumnia, y una anciana vestida con negros harapos, que mira a la Verdad de soslayo: se trata del Remordimiento.
Si no son del gusto de la alegoría, dispongo de otro ejemplo que quizás evite la demonización del adversario a medida que invita a la ponderación de casos. Unos momentos en la vida de Miguel Hernández. Esperanzado en que Federico García Lorca elogie y publicite su Perito en lunas, Miguel sólo recibirá el silencio, la omisión, el olvido. Hay opiniones para todos los gustos, pero, sin duda, la más férrea es la de José Luis Ferris, quien afirma con rotundidad que Hernández no sólo obtuvo el desprecio –lírico y personal- del granadino, sino toda una zancadilla ególatra y todo un petulante puntapié (no sabemos dónde). Con mucho “duende”, eso sí. Con la Guerra Civil ya a cuestas, y esto lo relata Ian Gibson, Rafael Alberti, “camarada” (¡ja, ja!) de Miguel, no lo incluye en la lista de recomendados que entrega a Carlos Morla Lynch ni lo tiene siquiera en cuenta para la salida hacia Elda, un pueblecito a pocos kilómetros de Orihuela y Cox. El resto de la historia lo conocemos, pero la pregunta de rigor es: ¿cuál fue el auténtico enemigo aquí?, ¿Federico, Alberti o la guerra? Mejor replantearé la cuestión: ¿cuál fue el enemigo más repugnante?
Y es que, en efecto, la diversidad de rostros y armas de nuestros némesis conduce a un segundo interrogante: para ser enemigo, ¿vale cualquiera? Porque su calidad o validez corresponde, de alguna manera, a la nuestra. Hasta la mediocridad campa por estos terrenos. Si admito a un imbécil como “mi enemigo”, esto me convierte directamente en otra imbécil. Puestos a elegir, es preferible un contrincante solemne, que dignifique nuestras criticadas actuaciones, con palabras hirientes pero, al menos, bien escritas y bien elegidas, que un competidor mezquino y cicatero, camuflado de aliado (o de imparcial o de pura sombra) que no sólo duda en escatimar asistencia cuando más se le requiere, sino que además nos propina con su ruindad y su memez. Esto último es doblemente insultante. Personalmente, considero que es la primera opción la meritoria del título de “enemigo”, mientras que la segunda se hunde en el fangoso ámbito del “cínico”, pero no el de la interesante escuela filosófica cínica (del griego kyon, “perro”), sino el del cínico que se sirve del término para disimular su estupidez y vulgaridad. Me reitero: incluso en estos asuntos hay que tener estilo, distinción, elegancia. Ahora bien, no la elegancia de la corbata, pedestre barniz, sino la elegancia de la corrección, la sagacidad y la mesura. Así que elijan cautelosamente a quienes quieren tener como enemigos, pues, en definitiva, el digno enemigo reconoce, al fin y al cabo, nuestra valía; el rival bobalicón no distingue entre valor y precio. Y sin menospreciar a Machado, permítanme que me quede con la sugerencia de Oscar Wilde: “el cínico es el hombre que sabe el precio de todo y el valor de nada”.