JOSÉ MARÍA MUÑOZ QUIRÓS

Presentación con motivo de la conferencia de José Mª Muñoz Quirós "Huellas de San Juan de la Cruz y Castilla en la poesía de Miguel Fernández"
XVII Premio Internacional de Poesía y Narrativa Miguel Fernández


Somos un símbolo. Un símbolo atravesado por el tiempo, pero también por la palabra. Un eslabón concatenado ad infinitum. Somos seres desgarrados, marcados por la sutura. Símbolos de una herida . Eso somos. Bien, seámoslo pues. Seamos un símbolo. Hoy les invitamos a serlo. Porque podemos ser una rosa sin presagio o un herido ciervo; podemos ser raíz volátil o pájaro afincado. Sólo así estaremos a salvo. Sí, seamos un símbolo en manos de José María Muñoz Quirós.

De Muñoz Quirós, poeta abulense nacido en 1957, podríamos indicar que se licenció en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca; como docentes, podríamos compartir que es catedrático de Lengua y Literatura Castellana en enseñanza secundaria y profesor-tutor de Literatura y Crítica Literaria del Centro Asociado de la UNED de Ávila. Sería conveniente incluso añadir que pertenece a la Academia de Poesía de Castilla y León; o que coordina el Instituto de Música y Cultura del Ayuntamiento de su ciudad; o que dirige la revista cultural La Cobaya; o que colabora en diversos periódicos, revistas literarias y suplementos culturales. Podríamos. Podríamos abrumarles con reseñas, datos biográficos, fechas, con colmenas de números y vocablos. Pero entonces aún no habríamos cruzado a “la otra orilla”.

Resulta encomiable que estemos aquí hoy, procurando recorrer tramo a tramo, hebra por hebra su tejido poético. Porque Muñoz Quirós no es como nosotros. Él sabe, como poeta, que no ha de temer a la nada; vaticina que el tiempo puede en cierto modo ser transcrito, siempre y cuando se ejercite el amoroso método de la huida de sí, la búsqueda de sí y el regreso a uno mismo. Sólo así comprendemos la perseverante comparecencia de una serie de sendas en su poética como la congregada palabra en la múltiple voz, los umbrales entre lo decible y lo indecible, el advenimiento de lo inefable que esculpe los perfiles de la memoria y del sueño, la irrupción meticulosa de la alquimia de la meditación y la transmutación de la materia o la intersección entre la ocultación y el desvelamiento como único lenguaje posible. La celebración de la palabra fundadora. Porque la poesía, como decía María Zambrano, más que un búsqueda, es un don .

Así pues, desde su primer libro, En una edad de voces (1982) se presagiaban estos empeños sublimes: el tiránico tiempo cercado por las hordas polifónicas, el tiempo que volverá a personarse en Carpe Diem (1987). Una magnífica estrategia es Ternura extraña (1983), presentado por segunda vez recientemente (“porque aún es un libro joven”). Poética del asombro. Poética del descubrimiento o del des-velamiento, del poeta vigía que desgarra los velos de una belleza ya no presentida sino recuperada. En el año 1984 recibe el Premio Ateneo de Salamanca por Razón de luna, y en 1986, el Premio Nacional de Poesía Gredos por La estancia. En 1988 aparece Naufragios y otras islas, Premio Jorge Manrique de Poesía; en 1993, Mar habitable y en 1999, El fuego inhabitable, Premio Ciudad de Trujillo. Símbolos. Símbolos contradictorios, apofáticos, pero reconciliados en la concordia de quien está por encontrarse ante el misterio transitando por las ínsulas silenciosas de la conciencia. Habitar o deshabitar nuestro vacío, aposentarse o sumergirse en nuestro centro, son las coordenadas líricas en que Muñoz Quirós desliza la palabra, más allá de sus propios horizontes y confines. Pero, ante todo, Ávila, su espacio natal, vital, lírico. Ávila se convierte en fons et origo, una condición de situarse en el mundo y hacia el mundo que unas veces exige la urdimbre de la prosa, como en Ávilas (1994), Ávila desde la noche (1999) o En Ávila mis ojos (2000), y otras veces reclama la licuada cristalización de imagen y poesía en Los colores de Ávila (2006). La palabra queda así irradiada hacia el límite, hacia el umbral; y, no en vano, contraída en lo abisal, porque el misterio de lo poético es aquello que permanece recóndito, en las profundidades, aunque se trate de las profundidades del propio ser.

Para Amparo Valera Ruzafa, la poética de Muñoz Quirós apunta a la presencia escondida, traspasada de gravedad, hundiéndose en el silencio para situarse “al ras de la palabra consagrada y perfecta.” Para instruirse en lo oculto, en el misterio, para aprehenderlo, hay que descender hasta las médulas de lo indecible. Lo inefable pronunciándose inefablemente. Y, así, somos conducidos a las raíces del verdadero conocimiento. Porque poesía es también conocimiento, un saber y un sabor, una cognitio mystica que atañe más al ojo de la contemplación, al ojo interior:

El pensamiento puede
arbitrar un segundo. Es dueño
de sus manos
y se hace equívoco, raíz de sueño,
heterodoxo paso. Alquimia
de inocencia
y de sigilo.


En este poema, recogido en Ritual de los espejos (1991), Accésit del Premio Adonais, la palabra parece sometida a una acidulada autopsia, se aviene depurada. Y, sin embargo, sabemos que los espejos multiplican, reproducen. Los significados se propagan por doquier en la sala especular. El poeta es consciente de las exigencias de hacer una exégesis de sí mismo. Son las exigencias de lo inefable, que requiere un “entender no entendiendo”, un silencio que expande lo innominado. Estamos ya en los senderos, nos avecinamos ya al claro del bosque. Así, cuando en 1994 publica El sueño del guerrero, con el que obtiene el Premio Tiflos de Poesía, toda una hueste acampa de antemano en sus versos: Manrique, Fray Luis, Cervantes, Góngora, Machado, Juan Ramón, Pessoa, Dickinson, Eliot, Valéry, Celan, Rilke… Pero, sobre todo y ante todo, san Juan de la Cruz. No en vano escribe San Juan de la Cruz para niños (1998). Circunscribirse a san Juan por parte de Muñoz Quirós es compartir la desazón del místico –que es la desazón del poeta-, la zozobra que suscita la insuficiencia del lenguaje para transferir la experiencia impronunciable. El vértigo de naufragar en la palabra originaria. Todos los autores citados confluyen en su poética entretejiendo una membrana inusitada, una crisálida que ya nada tiene de larvaria y que eclosiona en su multiplicidad religante. Tales huellas resultan palpables por su tendencia reflexiva. La poética de Muñoz Quirós se rige por lo meditativo, por la memoria, tamiz no sólo para recuperar lo vivido, sino para re-crearlo. El arte de la evocación o la artesanía de la memoria se hacen evidentes como solicitud o ruego en Memorial (1995), como clave ontológica en Quince años no es nada (1997), o como efecto de la contemplación-reconstrucción de su personal microcosmos en Material reservado (2000), Premio Jaime Gil de Biedma en su IX edición.

Al fin y al cabo, ¿acaso la nostalgia no es sino vivir recordando de qué palabra fuimos inventados? Porque la poesía de Muñoz Quirós es fundacional, genésica, en tanto que lo indecible siempre lo es. Y lo indecible o lo aún nunca dicho se envuelve simbólicamente en el silencio, aunque se trate de un “silencio preñado”. Por tanto, la búsqueda o -mejor aún- el encuentro con la palabra esencial se torna venturoso en Las palabras del tiempo (2001):

Venturoso
quien pueda sentir en el camino
el paso sosegado
de quienes precedieron
su andadura en el tiempo,
de quienes
en el vaso del amor antes fueron
pasión y yugo, noche,
llama ardorosa y fruto.
Venturoso quien sepa
dónde se esconde el día
tras la noche y sus goces,
tras el silencio del cristal
que augura
transparencias más hondas.
Y siempre venturoso sea
quien reconozca en el vivir
el florecer del labio
al pronunciar las palabras
nunca dichas.


Conforme experimentamos este encuentro, nos sobreviene la transparente profundidad de lo inefable y nuestra palabra se convierte en balbuceo. A tenor de lo cual, sólo se infieren dos trances para el autor. El primero, una poética tendente al desvelamiento, esto es, una escritura interrogativa, abocada a interpelar lo no perceptible, a través de un símbolo único como en Rosa rosae (1995) y El universo de la rosa (2002); o bien otorgándole un ethos celebrativo en El don de la palabra (2002) y en Dibujo de la luz (1998), Premio Fray Luis de León de Poesía. En cuanto al segundo trance, una poética tendente a la ocultación, una escritura de condensación trascendente. Y este último proceder es el que instala a Muñoz Quirós en una tradición única, desde el misticismo árabe sufí hasta Henry Corbin, desde Jacob Boehme a Novalis, desde Dante a Paul Eluard… Y, por supuesto, san Juan de la Cruz. Nos referimos a la urgencia apremiante de un nuevo código, a una nueva voz plural. Huyendo de lo que el poeta persa Rumi llamó “el necio lenguaje humano”, la palabra se vuelve polivalente, hirsuta, múltiple. Palabra flexible, ilimitada para que la poesía vuelva a ser una hondonada. Así se explica la incorporación solapada de prosa y verso en Celada de piedra (2005), Premio Internacional san Juan de la Cruz; emboscada o coraza, hombre o laberinto; en definitiva, polifonía contextual en la que, de nuevo, la rosa “ha dibujado sin cesar / un nombre en los jardines.” Asimismo, accedemos a las múltiples Ausencias (2007) que, en verdad, son una y la misma; un libro de lejanías y distancias que, no obstante, hilvanan hacia el puro verbo, la palabra primera perdida. Pero también asistimos a los abandonos reunidos de La soledad del pájaro (2007). Y nos preguntamos, ¿qué pájaro?, ¿el ruiseñor, símbolo del poeta, del canto en la oscuridad, del lazo entre amor y muerte? ¿Estamos ante el ruiseñor de Ovidio, de Catulo, de Shakespeare, de Keats, de Borges, de Cernuda? ¿O se trata del pájaro de Avicena, el que compartió con Platón, con los gnósticos, con san Juan y con María Zambrano, símbolo del tránsito de las tinieblas a la luz? Son todos en uno, el poeta-pájaro solitario, entregado y fragmentado para el acendrado amor a la palabra .

Es cierto: la poesía no es sino un auténtico acto de desmembramiento. Pero sólo en el primer aliento. En la poesía de Muñoz Quirós, la palabra propagada se contrae indivisible. Lo diverso regresa reunido, en lírica de sístoles y diástoles. Lo elemental, el centro neurálgico, la palabra sin aditivos se sumerge en El color de la noche (2008), XI Premio de Poesía Ciudad de Salamanca, en la noche simbólica de la contemplación, en la ofrenda de su purgación lírica. Y tras esta experiencia mágica, mística, al presenciar esos colores de la oscura noche, se hace posible atisbar El rostro de la niebla (2009). Un libro en el que el propio autor confirma su pacto con el grato desabrigo, desnudándose de palabras mientras la memoria lo conduce al despojamiento máximo, el silencio, aunque escoltado por el séquito familiar: el pájaro emisario, la incólume piedra, Ávila como emblema de aprendizaje, el labio sediento. La palabra se adelgaza, profunda y transparente, pues el poeta sabe que:


No todas las preguntas son lo mismo:
unas veces el duro enigma brota
como un agua sin fondo […]
No todas las preguntas son preguntas.
A veces viene el agua y nos responde.


La huida y búsqueda de sí cederán finalmente su magisterio al regreso hacia uno mismo, el regreso al origen, al germen. Fruto de este itinerario es La única semilla (2010), antología última, semillero, simiente macerada en el tiempo. Y esta semilla única es entrega plena, rotundo acogimiento, oculta por abisal. Una experiencia, la poética, pues, sagrada, que ha de permanecer guarecida en la palabra.

Somos un símbolo. No somos más que una fisura. Pero hoy no importa, porque la poética de Muñoz Quirós es, en primera instancia, una koinomía, una poesía que condensa, que vincula y que concordia, que une; es también su poética una gnoseología, una poesía que ahonda y ofrende un saber hermoso y secreto; y, por último, y lo más importante, es una soteriología, una poesía que nos salva. Que nos salva como símbolos.