MIGUEL FERNÁNDEZ EN LA POESÍA ESPAÑOLA


MESA REDONDA celebrada el 24 de octubre de 2011 en la Sala 10 de la UNED, Melilla.
Ángel Castro, José Luis Fernández de la Torre, Cristina Hernández González y José Romera.


Todo intento por asediar la poética fernandiana como cervatillos confusos y sedientos en los perímetros de un claro de bosque, requiere una actitud de verdadero iniciado. Después regresaremos convertidos, siendo el rito (de la lectura) lo que acontece a la transformación. Pues sólo de este único modo creo y entiendo que se torna posible comprender a Miguel Fernández, haciéndonos puro diapasón, un rotundo pasar por el todo de su escritura, que también fue iniciático ritual. Les confieso que siempre me adentro en la poética del melillense como quien penetra en un templo inexplorado incapaz de explicar lo allí experimentado por inefable, comprendiendo incomprensiblemente, ya que el misterio, esto es, la poesía, así dispone.

La poética fernandiana, así lo creo, se sometió a una personalísima ley del arcano o ley del secreto, dado que revelar el misterio sólo significa profanarlo. La palabra, manifestación sagrada de la poesía, no puede ser pronunciada, capturada, mancillada con herméticos cercos de un lenguaje que se muestra insuficiente. La única forma de conocer el misterio es celebrarlo. Celebrando ritualmente la epifanía de la palabra cuyos aromas, velos o lágrimas saldrán al encuentro del poeta, de quien se exige una mirada ciega, un hacerse oído, una voz degollada para poder re-crearla.

Les parecerá que este asedio nada tiene que ver con lo poético, por lo que el interrogante se impone: ¿y qué es lo que “tiene que ver” con lo poético? Porque si afirmamos desde aquí que la poesía no puede reducirse a un “estar en relación con”, esto no se debe sino al hecho de que la poesía es per se relación. La poesía es religación, para ser más exactos. Tiene que serlo. Y, entonces, si la poesía es la manifestación más intensa del religare, es porque ostenta, como Eros, como la Magia, el título de vinculum vinculorum y porque en ella subyace la entidad de un pharmakon. La poesía nos vincula. La poesía nos restaura. La poesía nos des-vela. De ahí que sea sagrada.

Se me podrá acusar de estar realizando un despliegue de los sentidos fernandianos más allá de la palabra, en vez de agotarnos en ella. Son los peligros del bosque, de la espesura del bosque por donde transita el poeta, porque, obviamente, la exégesis no es sino un límite, un umbral peligroso y selvático que añade más y más signos al bosque de símbolos, haciéndolo más y más espeso, frondoso, profundo, impidiendo el acceso al claro, al centro, a ese otro reino al que no siempre es posible entrar, el de la pura transparencia, como indicara María Zambrano.

Lo afirmo: soy más afín a la creencia de que la poética de Miguel se revela de manera rotunda tan múltiplemente simbólica en su urdimbre, tan plural en las tradiciones de las que se nutrió, tan mestiza, quizá como lo fue también su ciudad –que es la nuestra-, quizá como lo fueron sus divergentes fuentes y lecturas, que no resulta irreverente pensar en una escritura única, lo que no quiere decir aislada ni mucho menos marginal. Y, aunque lo que acabo de afirmar tan temerariamente roce la incongruencia, bastaría con recordar una dinámica que fluye oblicuamente por toda su poética: la concordia oppositorum, la coincidencia de lo múltiple o diverso en la unidad o totalidad, la ruptura de las dualidades a través, precisamente, de las dualidades reunidas. En consecuencia, reitero, no es su escritura única nada aislada o clausurada. Tal vez sea más oportuno hablar de paralelos, concatenaciones, symplegmas, con otros autores tan singulares como José Ángel Valente, Juan Eduardo Cirlot o, en especial, la filósofa María Zambrano.



Una escritura única y plural. Esto complica aún más la posibilidad de acotar su escritura con perímetros generacionales o grupales, pues bastaría con asomarnos a una serie de sendas que podemos recorrer en la poesía de Miguel:



-la poesía entendida como lo sagrado y el misterio, conceptos tomados de fenomenólogos de las religiones como Mircea Eliade, Kart Kerenyi o Rudolf Otto;

-la razón poética como la razón fronteriza de Eugenio Trías, mediadora entre el cerco de la realidad y el cerco del misterio;

-el conocimiento como contemplación o intuición trascendente, ligada a la teoría de los tres ojos o vías de conocimiento, una corriente que enlaza a Miguel con el sufismo, la Cábala, el misticismo hispánico, la tradición perenne de Aldous Huxley y la psicología transpersonal de Ken Wilber;

-la palingenesia paracelsiana, la influencia alquímica del laborar con la palabra, su transmutación como solve et coagula, esto es, la poesía como magia;

-la consideración de la palabra poética, así como de su relación dialéctica con la música y el silencio, que bebe de las fuentes de la metafísica y la cosmología de María Zambrano y, más concretamente, de la perspectiva de Claros del bosque;

-las prácticas y las actitudes de la mística bíblica (Cantar de los cantares), occidental (san Juan de la Cruz, Miguel de Molinos, el misticismo alemán), la sufí (Ibn Arabi) y la cabalística (Abraham Abulafia);

-la concepción erótica iniciada en el platonismo y continuada por otras corrientes como el sufismo, el misticismo hebreo y el neoplatonismo.

-el amplio y espeso despliegue de mitos, arquetipos y constelaciones simbólicas de los que se sirve el poeta por mor de un encuentro con lo sagrado. Desde Acteón hasta Ulises y Tiresias, apreciamos el viraje de la mirada poética y la importancia de la ceguera, la intuición contemplativa, la actitud chamánica y la dinámica kathábasis/anábasis de arquetipos como el Paseante, el Náufrago y el Dormido/Despierto. Le siguen los mitos de Procne y Filomela, Níobe y Pigmalión, volcados sobre la problemática de la materia (hilo-palabra, piedra-palabra), el oficio y el vuelo poéticos, no exentos de misticismo y magia. Y finalmente, Orfeo, el poeta-mago-músico, y sus misterios que exploran aún más en la dinámica del descenso a las entrañas, de la trascendencia de la música y el canto como transfiguración de la palabra, del sacrificio y el amor por la palabra que, como Eurídice, una vez contemplada, se desvanece toda ella aroma para permanecer en el misterio más secreto.



A tenor de lo expuesto, ¿cómo ubicar a Miguel?, ¿en qué corriente, línea o tradición? Porque son tan numerosas las posibilidades, tan condensada y sintética su obra poética que no tengo más remedio que hablarles de una sola de ellas hoy. La poesía de Miguel admite ser integrada en una vasta y vaga categoría como es la MÍSTICA. En efecto, la poética fernandiana constituye una compleja mística que les formularé así:



MÍSTICA de la CEGUERA

MÍSTICA del SILENCIO



{MÍSTICA de la PALABRA}



MÍSTICA del OÍDO

MÍSTICA de la MÚSICA







Para Miguel Fernández, la poesía, como la mística, es considerada una experiencia cognitiva. Será conocimiento. También una experiencia de amor, una erótica. Y, a fortiori, como se advierte en su Poética de 1992, una estética e incluso una ética. Pero comprender o formular la poesía como una vía de conocimiento implica mucho más. Nos referimos a otra forma de conocimiento, entendida como intuición trascendente o como contemplación. A esas visiones espirituales a las que aludía san Juan de la Cruz y que requieren un tipo de luz muy especial, la “lumbre de gloria”. Las visiones, pues, pueden ser engañosas si no nos dejamos invadir por tales lumbres, si “Están los ojos quedos de mirar / lámparas que no son” (“Guarda y sosiego”, E, p. 325). A Hugo de san Víctor, místico victorino, se le debe la distinción de tres tipos de cognición: la cogitatio, o conocimiento empírico del mundo; la meditatio, o búsqueda intelectual de las verdades psíquicas, y la contemplatio, conocimiento que, a través del alma, nos unifica con la esencia divina a merced de una intuición trascendente. El franciscano san Buenaventura, Doctor seráfico de la Iglesia, para quien todo conocimiento supone una especie de illuminatio, distinguió también tres vías de acceso (ojos): el ojo de la carne, el ojo de la razón y el ojo de la contemplación. El ojo de la contemplación, pues, no aspira a un conocimiento puramente teórico, sino a la sabiduría de lo esencial, el conocimiento de otros mundos o realidades: “Si yerto queda el ojo, / verá otras praderas en el cuévano / de tanta soledad” (“Tránsito”, TL, p. 444). Al-Masri e Ibn Arabi también distinguen tres tipos de conocimiento, siendo el ojo del corazón el conocimiento superior. Una mirada contemplativa que requiere la ceguera de los otros dos ojos. El ciego (cegado por el ojo interior) es el único capaz de ver. El poeta comprende que él deberá transfigurarse en el ciego que ve con el ojo de la contemplación o del corazón. San Agustín remachaba la necesidad de restaurar ese ojo del corazón para conquistar la visión de lo inefable divino, pero esto exige, además, entrenamiento. Asimismo, el maestro Eckhart insiste en la existencia de una tercera vía, más allá del conocimiento sensitivo y del conocimiento racional, un oculus contemplationis, intellectus o apex mentis, una especie de conocimiento no-conocedor sustentando en el profundo silencio desde el cual se percibe la palabra secreta, más allá del yo, de la forma, del lenguaje. Esta intuición pura, a la que Aristóteles otorgaba “capacidad poética”, se hermana con el “ojo del alma” platónico o con el “ojo del corazón” sufí: “¿Sólo así el corazón? / Sólo el conocimiento” (“El doméstico”, TL, p. 410).

Conocimiento contemplativo. Conocimiento intuitivo. Bajo cualquiera de sus numerosas expresiones, el ojo interior impregna la poética –y la crítica- fernandianas. No le negó a Spranger que “esencia e intimidad son atributos, al fin y al cabo, y dimanantes ambas, de una extática contemplativa”; coincidió con Cioran en esa “contemplatio del quietismo”; quietud contemplativa, “o el estatismo como gracia, que diría Miguel de Molinos”, quizá aprendida en la lectura místico-musical de Zambrano. El poeta sabe que intentar ver y comprender desde un solo ojo siempre le ofrecerá una visión incompleta, sesgada, mensurable, incluso una ceguera ilusoria. Sería un “embuste de saber que nada así acontece, / pues ceguera del mundo es claridad contigo” (“Atentado celeste”, AC, p. 285).

Ken Wilber, siguiendo la estela tradicional de la clasificación tripartita, cuya raíz no es exclusivamente cristiana, ya que concepciones similares se encuentran en otras grandes tradiciones psicológicas, filosóficas y religiosas,  establece también tres formas de aprehensión de conocimiento, tres facultades de la conciencia: sensibilia, intelligibilia y trascendelia. El ojo de la contemplación sería una especie de ojo interior superior. Contiene a los otros ojos y los supera trascendiéndolos. Aporta comprensiones interiores trascendentales conocidas comúnmente bajo los términos gnosis y prajna. Con él se llega a la sabiduría esencial o pura mediante la introspección, la intuición creativa, la experiencia de totalidad y cierta disposición mística. Y la dicha, el goce, la gloria del auténtico mirar: “Miro hasta donde llega la mirada / y en ojos queda como herencia hermosa / lo que nunca vedado fuera entonces. / Cuán tácita se queda así la gloria / que es el portento de mirar. Y luego / si la noche se comba, queda siempre / la silueta que el recuerdo viste / y agrada de esplendor y le conforma / pues luz fue antes que la sombra hubiese. / Cómo tu devenir de ciego solo / viaja y se acomoda con el báculo / y en laberinto sin traspiés caminas / al seno acogedor del goce” (“Ciego solo”, E, p. 342). Hermoso fragmento de “Ciego solo”, de Entretierras, un poemario en el que la muerte de la madre sirve para poetizar la ocultación del misterio, de la palabra poética, y donde la dinámica luz/oscuridad se conjuga con la dinámica visión/ceguera en los términos que ya hemos señalado anteriormente; un poemario en el que se vislumbra ya la presencia arquetipal de Tiresias (el báculo, el viaje solitario), esto es, del poeta como chamán o augur, y de la problemática de los simulacros de la imagen (la silueta y el recuerdo) que entronca con la filosofía platónica y la temática pigmaliónica.



El poeta contemplativo –el poeta que ve con el ojo de la contemplación, con el ojo interior- creerá siempre en la existencia de otro orden de realidad, una realidad absoluta, sagrada (el Ser, lo Absoluto, el Misterio o, en definitiva, la Poesía), que, a pesar de trascender este mundo, muestra su rostro en aquél (hierofanías). “Tus ojos, por cegados, otros mundos han visto” (“Atentado celeste”, AC, p. 285). Concordia oppositorum del conocimiento incomprensible: “Duda que no es necesaria / porque es falsa la certeza” (“Donde el ave agoniza”, M, p. 242). Lo observado se transforma por nuestro acto de observación, modificamos lo que vemos, siempre y cuando nuestra mirada sea la adecuada, la armónica ponderación entre lo visto (vivido) y lo soñado (imaginado), entre el ojo lógico y el ojo de la contemplación: “Acontece el suceso y contemplado / se queda ya por siempre. / Ojos que no han de ver, / lo miran si lo inventan. / Pasa la realidad y siempre es otra / pues ya por meditada se transforma” (“Poética”, AC, p. 264). El conocimiento que la palabra poética otorga se establece más allá del cerco vital, del cerco codificado por el manto lingüístico. Se trata de un conocimiento que aboca a la ceguera, al silencio, al vacío, a la des-sujeción. Al apofatismo. Un conocimiento entendido como un “caer en la cuenta”, así lo indica Valente en La piedra y el centro, un conocer que desvela a la par que oculta con la consistencia de un oleaje a través de la transparencia y la permeabilidad en su perpetua metamorfosis. Se trataría, por tanto, de un “conocimiento de un no-conocimiento”, una forma de conocer cuyos procesos pueden resultarle enigmáticos e inexplicables al propio poeta. Porque el misterio es inefable y no visible a los ojos de la carne y de la razón. Por tanto, es necesaria la ceguera, Es preciso acudir al ojo del corazón, al ojo interior o de la contemplación, el que contiene a los otros trascendiéndolos, una mirada que se sitúa paradójica pero precisamente detrás de las pupilas, como se advierte en “Primera ceguera” (B, p. 604): “[…] esos ojos, / antifaz de mi oro, / y te fuiste cantando / sin saber que yo estaba detrás de tus pupilas.” O en “Karma” (S, 631): “En esa hora última, / (el péndulo se aquieta) / tu ojo interno ha visto / todo ojo exterior. / Es ya la gran mirada / del ti ya trascendido / que se mira en los otros. / Y el karma sube angélico / y al fin ya ve la génesis.

El verdadero conocimiento radica en la abolición entre sujeto y objeto; El yo del poeta es, pues, un obstáculo. Sólo se podrá conocer rebasando el yo: “Tu historia nace cuando ya no eras” (“Las señales”, SS, p. 507). La des-sujeción del yo poético, sus desdoblamientos continuos en arquetipos mitológicos, implican una anulación que los sufíes denominan fana’ (“extinción”), entendida como permanencia en el ubérrimo nivel de consciencia, como desgarro de los velos misteriosos. Des-sujeción del poeta que, vaciado, adopta diversos y múltiples yoes arquetipales (Acteón, Ulises, Tiresias, Procne, Orfeo), aunque atravesados siempre por un nexo común: “Yo conservé la huella del rincón, porque así fuera escrito / que migueles coincidan en un punto” (“En un vasto dominio donde yace tu sombra”, PV, p. 780).

La experiencia poética y la experiencia mística están hermanadas porque ambas pertenecen al mismo orden cognitivo: el intuitivo o contemplativo. Y ambas entrañan una profunda e inescrutable vinculación con lo sagrado. Así se cumple en la obra de Miguel. Mística y poesía constituyen caminos interiores hacia las profundidades inexploradas, hacia la “otra luz” que, según Novalis, requiere nuestra voluntaria ceguera para poder verla. Ambas son asistidas ambas por procedimientos “internos” como la memoria, la imaginación creadora, el sueño, la concentración o meditación, tácticas íntimas que se traducen en numerosas ocasiones mediante la imagen de la inmersión, (la “inmersión oceánica” expuesta por el psicoanálisis), el vuelo o la senda (y sus correlatos, esto es, el Náufrago o Ahogado, el Pájaro y la Bóveda, el Paseante-cazador y el ciervo). Los procedimientos interiores (memoria, imaginación, sueño) por los que se alcanza cualquiera de estas tres fases de la experiencia mística (visión, éxtasis, rapto) se solapan y se entrecruzan en la poética de Miguel Fernández porque el poeta, al igual que el místico, se encuentra, en primer lugar, con que la pretendida descripción o poetización de su “visión” difiere de la experiencia misma. No hay posibilidad de traslado directo. Porque la lengua no está capacitada para operar con lo inefable, y, como consecuencia, surgen dos opciones: la glosolalia, esto es, la entretejida pluralidad simbólica, arquetípica y mitológica para verbalizar, de alguna manera, la inefabilidad, o el silencio como silenciosa manifestación del misterio.

Se le demanda entonces al poeta cierto abandono de la palabra o, al menos, su resquebrajamiento. “Las palabras crean confusión. Las palabras no son la palabra”, escribía Ionesco. A la sazón, el mutismo o silencio místico constata una profundidad inexpresable: “A quien la voz refrena y no le asiste/más grito que el silencio/interior”. El silencio es un límite, sí, pero también una invitación, una apertura a los recursos que pueda brindar la inefabilidad misma, tan próximos al misticismo y al sueño creador. Va a exigir un sacrificio, un vacío por parte del poeta, un triple y rotundo silenciamiento, una muerte de los sentidos, como ya indicara Miguel de Molinos: “Tres maneras hay de silencio. El primero es de palabras; el segundo, de deseos, y el tercero, de pensamiento. No hablando, no deseando, no pensando.” Apofatismo. En el lenguaje de la Cábala, la esencia de lo sagrado es Ain Sof, es decir, “Ain es la negación: no. Sof es fin, frontera, acabamiento, borde.” Apofatismo lingüístico porque lo divino, lo sagrado, es Nada y a la vez es Todo. Abruma comprobar el hermoso sincretismo lírico al que se aviene Miguel Fernández para confeccionar su cosmopoética: “Pasaron. / Nada queda. / En negación se alza la espesura. / Puéblase sólo si el silencio es música” (“Cábala”, TL, p. 444). 



Se advierte también la influencia de Abraham Abulafia, exponente de la cábala extática o profética y cuya mística del lenguaje entronca con sufíes e hindúes. La visión contemplativa y la unyo mistica requieren del iniciado un retiro solitario (como el aposento fernandiano), una entrega absoluta al silencio interior para después proceder al arte combinatorio de las letras, emanaciones de lo sagrado, y una recitación o pronunciación cantada. La revelación entonces es una experiencia pura de escritura y de un vacío absoluto de sentido: “Nunca podré decirlo / a quien pregunta. Es duelo de quien habla. / Es asunción del ser. Es nunca dicho / el exorcismo. Es jamás aprendido / de quien transita al borde sin corona / de espinar en la frente. Es imposible / decirte la palabra. / Pues ésta es / el más secreto pronunciar del mundo” (“El más secreto pronunciar”, SS, p. 493). A tenor de lo expuesto, la escritura no transmite nada que no sea ella misma y así, el éxtasis del místico, como la del poeta, no consiste sino en la pura inserción de dicha revelación. Apofatismo de nuevo de la poesía, porque ¿cómo trasladar la experiencia inefable desde una postura apofática? Mediante el apofatismo mismo, esto es, mediante una escritura apofática. Lo que los sufíes llamaron xath (“locución teopática”), el intento de traducción del éxtasis y trance místicos, una cadena de palabras erráticas, paradójicas, vehementes, un idiolecto incomprensible para transmitir, al menos, la incomprensibilidad misma de la experiencia por narrar o poetizar. Locuciones impregnadas de embriaguez y lucidez, una escritura marcada por un conocimiento no transmisible por no ser racional, sino gustativo. Un saber gustativo, un saber del corazón: “El trance queda así ya degustado./La bandeja es proclama”( “El doméstico”, TL). Y para que exista xath, previamente debe haber éxtasis, descrito por numerosos sufíes como “una llama encendida”, “un despertar del alma”, “la visión de una luz cegadora”, “la audición de voces” o, directamente, como “un rapto”. Aspectos que, como sabemos, hallamos en la poética fernandiana. La visita sorprendente del misterio, de la palabra, a la que el poeta sólo intuye.

Negatividad o apofatismo que se desliza hacia la palabra (mudez, silencio) y la visión (ceguera) con tal de alcanzar el éxtasis creativo. Éxtasis que Freud llegó a denominar como “sensación oceánica” y que coaliga a la perfección con las imágenes fernandianas del Ahogado o del Náufrago. Y en ese océano de silencio, de concentración, de des-sujeción del yo, se alza la llama que, oscuramente, en la plenitud de la ceguera, de “Amistad en la noche”, quema al poeta con sus conciertos, como quemó al místico: Noche, la tan amiga,/no soy fin de tu sombra,/pues oigo tu silencio que es el más bello adagio/que ilumina tinieblas,/el pabilo vibrátil que quema la mirada/y en ella resucita.” El poeta bucea o se dejar sumergir en el misterio para que el poema brote del trance extático-creativo cargado de sobrecogimiento. El vuelo poético: “No hay más vida que el vuelo, si extendido / cruza los arenales del humano rincón / y trasciende a otras ansias y un salterio / le acompaña por trémulo en su huida” (“Introducción a Píndaro”, AC, p. 268). Un éxtasis lírico así, ¿cómo no sería capaz de cegar la mirada, ensordecer los oídos, enmudecer los labios? Ya no es concebible dudar en ningún momento de la hermandad entre el místico y el poeta porque:[…] son dos desesperados que buscan, por distintas vías, el sostén del amor, la fragancia de un cuerpo, o la promesa turbia de una mirada. Sólo que el místico apaga en él ese fuego, porque cree que encontrará toda la fuerza de sus llamas en otro cielo que ya no es de este mundo. El poeta, descreído, se sujeta desesperadamente al perfume.

El claro del bosque es el vacío al que debe dirigirse el yo, el centro puro en su magna transparencia, retiro de ensimismamiento del poeta en su encuentro con lo luminoso, con lo sagrado, con la palabra que es destino y origen. Sin silencio, sin vacío, no es posible el acaecimiento de la palabra. Para que la palabra irradie, es preciso un distanciamiento del poeta, alrededor del cual orbitará la palabra, de tal modo que la poesía gravitará en torno a tales perfiles orbitales. Es la danza súbita de la palabra, la palabra que visita al poeta cuando éste se encuentra en condiciones de sentir (contemplar) su advenimiento como una oleada, como una ráfaga, como un rayo luminoso inesperado. Trasladado el poeta al claro o centro de ese bosque, la palabra deviene mística, sagrada. El poeta ha de entregarse, como sabemos, al silencio, al vacío y a la oscuridad, a la espera del advenimiento abnegador. La abnegación (ontológica) de la palabra. Para Zambrano, antes de que existiera el lenguaje, la palabra habitaba en la oscura oquedad de la soledad céntrica del ser. Es –era- la palabra verdadera, primigenia, única (verbum absconditum), encarnada después de forma múltiple en el lenguaje.

Se trata de la palabra verdadera que des-vela, la palabra poética ante la insuficiencia o desgaste del lenguaje que podríamos hacer derivar en Mallarmé y en Heidegger “¡Oh, la Palabra, la Palabra, la Palabra que me falta!”, terminaba el segundo acto de la ópera de Schönberg con este grito estremecedor de Moisés. La gran pregunta fernandiana: “Cómo hablaré de ti, si muda yaces” (“Epitafio”, M, p. 219). Como alternativa estética sólo cabe una apertura a la palabra engendradora y primera, palabra que es canto y silencio, palabra que enciende con su antorcha (o lámpara o candil): “Sólo se ve la luz y la palabra / cuando tiniebla es todo. Y no murmuras” (“Tapices II”, SS, p. 503). Palabra que eleva y sumerge, palabra matriz que fecunda y encierra, palabra que no puede ser deificada sino sólo prestarse al perpetuo laborar del poeta amordazado, alquimista y alfarero solitario, que oculta sus talismanes, palabra más allá de la palabra: La palabra lo es,/si muda existe./Sólo no decir nada,/cuando es talismán./Y guardarla en el cofre más secreto./Sólo con pronunciarla,/será una génesis nueva.(SS, p. 493). Por tanto, la poesía “no puede desprenderse, ni por un instante, del origen”. Y en los orígenes, la palabra primera u originaria era una palabra aún sin colonizar, sin proyección al exterior, una palabra transparente y sin sombra, una palabra de comunión sin desgaste y sin obstáculo. La palabra primigenia, pues, sería palabra de plenitud, única, pero también palabra plural, “un enjambre de palabras que irán a reposarse juntas en la colmena del silencio. Son, asimismo, palabras suspendidas, cuyo salto y danza quiebran la sintaxis, derogan la apariencia de unidad, rompen la cadena de sentido y es preferible, según Zambrano, dejarlas (en el vacío, en el silencio) y enmudecer junto a ellas para rescatar la verdad de la muchedumbre del pensamiento lógico, pues ya se impondrá su indulgencia: “Puedo decir ahora, / y muda mi mudez, / que piénsase en palabras / aunque no fueran dichas” (“Las voces indulgentes”, SS, p. 494). Ya lo decía Silesio: “La rosa es sin porqué, florece porque florece.” La rosa, la flor que por excelencia simboliza el centro, la rueda cósmica, cuyo abrir representa la irradiación de nuestro claro del bosque, de nuestro propio centro, ante todo, rosa-palabra. La rosa juanramoniana: “No le toquéis ya más / que así es la rosa.” Y, cómo obviarlo, la rosa fernandiana: “Rosa pues, signo mío / pasa distante. / Sé que tu viento viene a bendecirnos / pues luz me otorgas. /  Ufano desenvuélvese ese pétalo / de rosa sosegada, / mas sin tregua […] Y al fin tu nombre cumple / su destino de aroma: / Ser rosa” (“Rosa”, FP, p. 373).

De los claros del bosque, al poeta en su centro, visitan las palabras, furtivas e inasibles, “unas palabras, un aletear del sentido, un balbuceo también, o una palabra que queda suspendida como clave a descifrar.” Este aleteo de la palabra-pájaro, como la de Valente o como el colibrí fernandiano, secreto imposible de pronunciar, viene a indicar que, con su movimiento zigzagueante, nunca será del todo apresada; huirá, dejará sólo sus huellas, o sus aromas, sus resinas, lágrimas o aceites.

Ante esta situación de misterio y furtividad de la palabra, al poeta sólo se le permiten ciertas posibilidades:

-percibir solamente la palabra: “Yo tuve la arrogancia de verte en la ebriedad / tras mi copa labrada decorada en el pámpano. / Yo tuve y no retuve esas postrimerías / de noche agazapada cantando lo perdido” (“Postrimerías”, B, p. 618);

-sostenerla: “Si rapto una palabra / del sonido / y la cubro en mi lar. / Y ahí se queda / tan huérfana de sí, / mas siempre mía, / rondón galán de noche iré a la poza / por ver cómo la luna se refleja / en su eclosión brillante de las luces / y el adjetivo queda sojuzgado” (“Palabra”, B, p. 593);

-o, en el más feliz de los casos, aceptarla plenamente dejándola así, tal y como llega: “La desnudez del libro en la mirada. / Una página sola. / Una oración adversa. / La palabra transida. / Una sílaba esdrújula hemistiquia” (“Huéspedes”, S, p. 627);

-o, incluso, y sobre todo, “degollarla”, mantenerla en el fiel secreto, para que desde su aleteo silencioso brote el canto o la música: “Pude al fin degollarte con mesura /  en un lento suplicio. / Era el placer más nuevo de mis manos / y recreé el instante de lo agónico / del cuello carmesí. / Antes que el aye último naciera / en la extinta palabra, / ya no estabas. / Mas sí en la mudez / del eterno silencio. / Poema roto para siempre: / los versos más hermosos que cantar he podido” (B, p. 610).

Sembrando semilla ignota.

Pues la palabra, cual semilla, se esconde. Su raíz sepultada hace intuir una corteza que debe ser atravesada: “¿Dónde yaces, mi bien? / ¿Dónde te fuiste?” (“6, SC, p. 759). El poeta advierte que esta palabra se le resiste. Se trata de la palabra interior. Una palabra de la que sólo se sabe por un vacío indescriptible, aporética, paradójica, a la que únicamente se puede acceder hundiéndose el poeta aún más, ahondándose más profundamente en su yo, en su ensimismamiento. Y cuando el poeta se sumerge en su en-sí-mismo, entregado tanto a la meditación como al sueño, se hace posible la “Reencarnación de la palabra”: La poesía es lo que no se descubre;/parecida a la muerte, pero en vivo. Y después, la aurora de la palabra, la palabra auroral que no sería sino el resurgir de la palabra perdida. Palabra naciente, palabra fundadora que ha permanecido escondida, encerrada en el inefable decir, tan sólo diciéndose en sí misma, en la música. Pues es la música la placenta de sombra o matriz de la palabra. Y es la poesía la forma más musical de la palabra. Y otra faz del silencio: la música callada. La del canto sacro interior, el canto silencioso que tanto se aproxima a la percepción de la armonía cósmica, la cual encontramos en los Padres de la Iglesia y cuya deuda con el pitagorismo neoplatónico es tan evidente. La música enseña sin palabras cómo hemos de escuchar, pues es la música quien sostiene a la palabra y, a diferencia del lenguaje, no decae ni defrauda. La música es instante y, a la vez, eternidad, pues nos acerca al origen. Pareciera que la música es desideratum de la palabra. Cuánta razón y cuánta belleza en estas palabras de A. Huxley: “Después del silencio, lo que más se acerca a expresar lo inexpresable es la música.” “Entre el canto y el alma, / mis exegetas sólo adivinaron; / mas fieles a la voz no pronunciada / quedó truncado el rezo de mi voz” (“Conversaciones con Hölderlin”, E, p. 337). El necesario silencio, la necesaria armonía silenciosa que Hölderlin cantó, el hablar de la palabra que yace en el silencio es la música. La música es el grito primigenio, procedente de las entrañas del ser –esa oscura raíz lorquiana-, delirio original, sonoridad totémica, que consume o llena el tiempo, el grito-ritmo más antiguo de la humanidad. Pero lo que precede a la palabra, en cambio, no será nunca el grito, sino una imperiosa pausa, un silencio, una quebradura. Una “Degollación necesaria”: “Poema roto para siempre: / los versos más hermosos que cantar he podido” (B, p. 610). Porque la música, el arquetipo de Orfeo como poeta-músico, como ser fronterizo, liminal, es el elemento salvador entre chrónos (el tiempo humano, la temporalidad más estricta) y el aión (la atemporalidad), entre lo uránico o celestial y lo infernal o ctónico. Anábasis y kathábasis: “Creo más tarde / en ese adagio de la elevación / pues su música es mía ya por siempre / y es llanto / para entrar en silencio por tu carne” (“Templo. 6”, S, p. 636). Orfeo, arquetipo no tanto de quien cantó sino de quien supo escuchar.

Ya Marius Schneider definió el oído como “el órgano místico por excelencia”. Una vez más, la mística del oído: “Mi oído entre sus labios, / oye secretos / de quien más sabe” (“Heliotropo”, FP, p. 365); “En la gran soledad / donde el páramo es éxtasis, / aquél que en sueños yace, / oye el silencio” (“Páramo del éxtasis”, TL, p. 441). En el sufismo, la audición (sama`) es la causa de la creación del mundo. Por sama se comprende la audición de la música, que incluye en ocasiones la danza y la ingesta de vino. Consiste en una sesión de cantos y poemas tradicionales que, cumplida debidamente, conduce al éxtasis contemplativo y auditivo. Afirmaba Rumi que “en las cadencias de la música se oculta un secreto; si yo lo revelara, el mundo resultaría completamente trastornado.” Relata Miguel Fernández que, escuchando el Vals op. 12 nº 2 de Grieg, interpretado por una bella pianista, “ensayo la distorsión de que lo contemplado y oído no evite extrapolar una realidad surgida del hecho contemplado.”

En definitiva, se trata de escuchar las músicas del interior, de sentir la pulsión vibrátil de la palabra, porque como señala Schneider, la música es la que da existencia a todas las cosas, armonía entre lo terrenal y lo estelar, y, porque, como señala Zambrano, es en la música donde más resplandece la unidad. “Y por el hecho de que las vibraciones acústicas constituyen la esencia de todos los fenómenos, se puede reducir toda la actividad humana a la siguiente fórmula extrema: conocer=oír (percibir), aplicar u obrar=cantar.” Conocer y aplicar, dos actividades inseparables que constituyen una totalidad, como la magia religante que se produce en “Para cello y continuo”: Abrazo así la caja/de la madera armónica:/Es el cello./Cuando el arco la roza,/se eleva la armonía.(B, p. 589)

La música presenta un carácter curativo, sanador, (inter)mediador y transitivo, religa en tanto que es una vía de reintegración entre un mundo y otro, dado que nos rescata de la disolución al otorgarnos continuidad (entre silencio y silencio, entre intervalos). Oír es conocer. Hay que escuchar. Hay que auscultar esas músicas ocultas. Sólo con el propósito de percibir y apreciar el ritmo común, el “factor S” al que se refería Schneider, la palabra primigenia de Zambrano, la armonía o el canto al que alude Miguel Fernández. El modulema. Una modulatio, una acústica esencial, nos vincula con lo sagrado, con la poesía, con la pronunciación de la palabra en el misticismo hebreo y del sentido de audición sufí. Porque es el canto la transustanciación de la palabra en música: “(No es la flauta entonada lo que miran tus ojos, / sino su música lo que oyes)” (“Poética”, AC, p. 264). Porque el alma es diapasón, un “pasar por todo”, un sufrirlo todo; un descenso hasta las entrañas. Un continuum divergente atravesado por un tono común.

Y, en consecuencia, asediar o ubicar a Miguel Fernández, no sólo en la poesía española sino en cualquier tradición, habrá de ajustarse siempre a estas coordenadas, a estas premisas, a este continuum en espiral cuyas lecturas centrípeta y centrífuga serán las únicas que quizás puedan arrojarnos hacia algún lugar concreto posible.