MONÓLOGOS CON MANIQUÍ, de Antonio César Morón

Ángel Castro, Antonio César Morón y Cristina Hernández
en la presentación de Monólogos con maniquí, en la Uned el viernes 25 de mayo de 2012..


Los monólogos de Antonio César Morón son un desgarro. Son un temblor. El desgarro que conlleva toda gnosis, sin derogarla ni agotarla nunca en sí misma. El temblor de todo buceo en los légamos de nuestra espesa y oculta transparencia. Una gnosis, otra vía de conocimiento, la del todavía-no, la de la pura convergencia contra la contingencia. Una gnosis en tanto que exige al lector una auténtica comprensión e interpretación, entendida como conocimiento lógico-creativo al servicio de una revelación o intuición interior, una exégesis que implica un despliegue y repliegue de los sentidos, una transliteración yoica y una amplificación del ser en su plena complejidad. Un conocimiento sencillamente perfecto, más allá de lo intelectivo. Son, en verdad, sus monólogos, un phármakon, veneno y medicina a la par, que nos entrega como conocimiento sanador, pues nos dirige, a través de sus criaturas, no tanto hacia “eso que hemos sido”, sino hacia “eso que podemos ser” desde un exacto “eso que estamos siendo”. No somos sino huéspedes de un mundo -bosque o laberinto- de signos inciertos, confusos, por donde erramos, a donde nos desplomamos o de donde nos elevamos como yoes caídos, decaídos y alzados. Y no es sino de esta ambivalente manera como los monólogos del granadino actúan para quien sabrá saborearlos. Sapida scientia. Discitur sapientia, sicut sapida scientia. Porque un saber con sabor es lo que nos está brindando. Quienes ya lo conocemos y leemos, somos muy conscientes de ello: Antonio César no otorga ninguna indulgencia a quien ha de ser su lector ideal, aquél del que me habló por primera vez, creo, allá por 2009. Ningún privilegio, ninguna condescendencia para su lector, precisamente porque no lo subestima ni lo minusvalora. Y esto hay que agradecérselo. Sus obras, complexas y compactas, las cuánticas y las recién monologadas, podrán complacer y deleitar, o podrán desazonar e incomodar, pero siempre dejarán en nuestro paladar un sabor de asombro, de desconcierto, de turbación.

Los monólogos de Morón devienen, pues, sensu stricto, cual fármaco que, al degustarlo, cura o restaura (remedio para la memoria) o cual veneno (buhonera del olvido) que expele o purga, sin que ambas secuelas lleguen a quebrar de forma dual la ceremonia de la escritura, dado que, apropiándonos de las palabras de Derrida, el phármakon es, en sí una oscilación que resuelve la dualidad aparente, es “la différance de la diferencia.” Es curioso: Morón deconstruyendo a Platón.

Y, en verdad, destilan los monólogos de Antonio César Morón un vaho insólito de confesión a través del verbo purgativo de sus personajes, criaturas indefensas, aunque huidizas: Único Hitab, de Los hombres interrogan a la muerte; Tiernín, de Amada Azul;  Aldana Legaña, de Lasciate ogni speranza; Asterisca Itala, de Herencia de la desidia, y El Pendejo Electromagnético del homónimo monólogo. Todos ellos encarnan la palabra a viva voz que se infiere de toda confesión, un desplazamiento conversacional, la acción máxima que ha de ejecutar la palabra, a la manera zambraniana. Porque la confesión monologada no es sino hallazgo del yo, un deambular por las cornisas de la psique, un librarnos de las contradicciones para que la vida coincida –por fin- consigo misma. Cum solis nobis loquimur, según san Agustín. ¿Búsqueda de la verdad, tal vez? Quizá únicamente una revelación profunda y a veces siniestra de y en las entrañas, una cacería por la fronda del self, los senderos de la interioridad. Y esto surge cuando el sujeto se encuentra inmerso o en la mayor confusión o en la mayor claridad de su vida, cuando ya no sólo intuye la acerba dualidad entre ese yo reconocible y ese otro hostil que nos habita irremisiblemente. Y la confesión nos permite, de algún modo, sanar ese hueco (ya opaco, ya transparente) que nos define, el abismo del ser humano en cuanto ser, si bien no está el que confiesa exento de un peligro, ya que la exploración de uno mismo debe evitar abatirse en la autocontemplación narcisista que termine en una angostada insularidad.

Conatos de ser en el estricto margen. En el límite. En el umbral. Pues, en efecto, de la confesión se infiere una huída de sí mismo con máscara de queja. Pero incluso la queja más nimia exige un partenaire, alguien que la escuche o la lea o la comparta o la traduzca. Y se sale –del yo- procurando una apertura de los límites, hacia la integridad de la que carecemos. ¿O acaso no es la confesión –monólogo o soliloquio esquizoide- la manifestación más patente de no aceptación de nuestra fragmentaria condición, de nuestro ser de silueta, de vivir como un bosquejo? Al narrar/dramatizar la propia vida, el personaje que confiesa descubre quién es y lo que es ad hoc, desprendiéndose de aquél que había sido, “del traje gastado y usado”, huyendo de él y lanzándose hacia el nuevo yo que pueda encarnar. Mejor aún: del yo encarnándose perpetuamente.


Curiosamente, Morón, que tanto había explorado en los mundos de la fragmentación, la multiplicidad, la superposición y la desintegración cuánticas, recurre ahora a la confesión implacable de unos yoes que, aferrados al péndulo de la memoria, reúnen sus pedazos vitales (sus recuerdos) recomponiéndolos en la unidad de la escritura monologada. Memoria que atraviesa cada uno de los textos, que vertebra a cada uno de los personajes. Remembranza que es bisagra entre memoria primordial y memoria personal, esto es, una memoria como retroceso hacia un pretérito absoluto, una edad muy anterior al propio individuo –eso que han llamado el origen o inconsciente colectivo, ese habitáculo informe donde aguardan nuestros antepasados arquetípicos-, y una memoria que sólo viaja hacia lo concreto y particular de cada uno, que se pliega hacia los sucesos temporales de lo vivido empírica y cercanamente. Ambas memorias se entretejen en los monólogos de Morón, una más explícita que la otra, pues así debe ser y comprenderse la memoria primordial, tan escondida en/bajo nuestras dilatadas grietas del yo. Pero Morón es un genio creador que jamás sucumbe a las comodidades del acervo simbólico, sino que toma lo necesario de nuestro caudal cultural para transformarlo. Para hacerlo suyo. Para hacerlo único.


Y así, Único Hitab es, al unísono, un titánico Prometeo, un jungiano trickster posmoderno, un burlador o donjuán vaciado ya de todo poso erótico y trasladado a la dimensión de la insurrección propia de la narrativa dis-utópica. Lo femenino arquetípico y la sicigia entre ánimus y ánima  impregnan a Tiernín, Aldana Legaña y Asterisca Itala. La ambivalencia del arquetipo femenino queda escindida: para Tiernín, en la amada se impone la mujer interior, pero como oscilación del ánima positiva al ánima negativa, mientras que, para Aldana Legaña, sólo existe la cara de lo femenino terrible del carácter elemental del arquetipo, a la vez que él mismo reconoce encarnar el arquetipo (salvaje) de la sombra; finalmente, para la tercera, Asterisca Itala, es evidente su función simbólica de la madre buena, con menos poso de coraje bretchiano y más función protectora y nutritiva de la sacra materia primordial. Finalmente, el Pendejo Electromagnético responde plenamente al arquetipo del senex o viejo sabio; un anciano psicopompo que reclama el derecho de la reencarnación y, por tanto, el anacoreta o guía, mistagogo y encarnación de la sabiduría suprema, un saber rebosante por insoportable. En consecuencia, una exquisita lectura nos puede apremiar cómo la gnosis dramatúrgica de Antonio César Morón se halla tácita y a la vez encerrada herméticamente en este cofre que es su último monólogo: la gnosis (conocimiento) y la tekné (método) de la perpetuación biológica y simbólica, lo que podemos denominar transmigración yoica de sus personajes en el samsara de la literatura que implica dolor o sufrimiento según la memoria o la herencia, sí, pero también posibilidad de la anhelada integración.


Para estos personajes arquetípicos y simbólicos, el monólogo ostenta una suerte de bálsamo, como phármakon que es, una mediación entre dos tiempos, entre lo que fue y lo que pudo haber sido, entre vigilia y sueño, entre anamnesis y metempsicosis, entre humanidad e individuo, entre ratio cognoscendi y ratio essendi. O lo que es lo mismo: entre conciencia crítica, preñada de conocimiento racional, y conciencia poética, órbita de intuición creadora. De ahí que la nueva médula dramatúrgica que nos está obsequiando Antonio César Morón, en respuesta quizá al recalcitrante realismo psicológico (de Ibsen a Miller, de Chéjov a Williams), sea un simbolismo psicopoético o una metempsicosis dramática –por formularlo de algún modo-, fruto de una intuición intelectiva, una dialéctica inclusiva que aspira a abolir las negaciones, perpetuándose perennemente en el tránsito de la fluvialidad yoica de sus personajes. Quien confiesa o monologa no busca tanto un tiempo virtual, sino el tiempo que, de facto, puede y ha de ser transcrito porque no es tanto relato de nuestro ayer como ejercicio en el hoy, tiempo performativo, tiempo de la vida en claro, en el blanco de la página por ocupar, espacio conquistado. El reto de Morón no deviene en reemplazo de un yo que dice y se dice construyéndose conscientemente, sino en la transferencia de un yo verídico en su decir azaroso. No es la permanencia yoica lo que le preocupa al granadino, sino la perpetuación, la perdurable y tenaz actualización textual del yo, una especie de desplazamiento, un “paso de minué ejecutado entre el ego y el ello”, como dijera, por una vez, de forma tan comprensible Jacques Lacan. La (dramática y lírica) metempsicosis.


Pues un final es también un comienzo. Una dynamo ourobórica. “Yo soy, al fin y al cabo, lo que debo poseer de mí mismo”, se sentencia en el último monólogo, quizá también réplica al Pessoa del “yo soy diverso y no me pertenezco”. Sentencia, decíamos, que se revela como osado revés frente a un decapitado tótem polifronte que viene a simbolizar el Poder, obsesión omnipresente en la obra de Morón. Sin embargo, para que este sosiego sea alcanzado, para conquistar esta integridad, brutal y bella al mismo tiempo, se hace preciso un sparagmos, un desmembramiento yoico, polimorfo y polifónico. Los otros que nos habitan y de los que tenemos cierta noticia por Dostoievski, Stevenson, Hoffmann, Pessoa o Musil.


Pero en Morón ya no puede tratarse de esa multiplicidad huera y fútil que no conduce a ningún lugar –Beckett o Ginsberg, verbigracia-, sino de un espacio de tensión centrífuga/centrípeta como única posibilidad de ser. Lo sabemos. Es cierto: tenemos –somos- un yo disperso, desplegado como abanico, como plumaje de pavo real; pero igualmente esa dispersión se recompone, se vuelve a plegar. Esto Antonio César lo aprendió de la cuántica. Y así, se manifiesta la cadena espiral de realidad para vivirlo/escribirlo todo. Una escritura nautílida y spirúlida. Matriz de perpetuación helicoidal.


Una perpetuación que a fortiori convive con la mágica heteroglosia de unos enunciados ecoicos y de una intertextualidad densa. Se trata, pues, de un éxodo volcado sobre una escritura ubicativa más que narrativa o descriptiva; una ubicación identitaria que, precisamente, establece una tensión deíctica, rayana en el delirio, entre el espacio del yo diciéndose desorbitadamente y el espacio de un en rotundo mutismo, mudez simbolizada por la crisálida (madera o plástico) del maniquí. Aquí, la influencia de Tadeusz Kantor, de Gordon Craig o de Bruno Schulz, por citar sólo unos pocos, es más que notable, si bien las indagaciones de Antonio César Morón le conducen a una re-codificación más complexa y compacta. Maniquíes que no son sino seres en el umbral, entre lo vivo y lo inerte, entre el ser escénico y el símbolo metonímico, aunque re-significados por la mano engendradora de Morón, cual materia fundacional, pues se accede a la demiurgia mediante una ortogénesis de la materia. Dualismo, decíamos, pues, correlativo a la persistencia de la identidad propia: del secuestrador a los rehenes (Los hombres interrogan a la muerte), del amante a la amada (Amada Azul), de la presa a su cazadora (Lasciate ogni speranza), de la madre al hijo (Herencia de la desidia), del hombre o poeta a secas al Estado/Dios/Literatura (El Pendejo Electromagnético). Confesión e imprecación conforman el continuum deslizado de una imposibilidad (la integridad yoica) a otra (el silencio de un interlocutor hueco) que, no obstante, Morón reclama, sana y restaura en la materialización sincrética de implicaturas simbólicas que hacen las veces de gozne entre uno y otro extremo. La articulación del ser (presencia) con el no-ser (ausencia).


Requiere el soliloquio, al igual que la confesión, un recogerse en aislamiento, un plegarse sobre uno mismo, como esos moluscos en espiral, una intimidad que, sin embargo, no es tal, dado que es inevitablemente compartida. Podemos masticar la soledad que ostentan Único Hitab, Tiernín, Aldaña Legaña, Asterisca Itala y el Pendejo Electromagnético y, pese a esta evidencia, su arenga se propaga hacia una audiencia doble: sus partenaires específicos (diez maniquíes secuestrados, la amada mujer-maniquí, el conjunto de mujeres-maniquíes pendulantes, el jurado de plástico y el totémico y megalítico maniquí, respectivamente) y un partenaire universalizado, el público/lector, ése al que se le exige desde el comienzo un exquisito paladar y un conocimiento extraordinario. ¿Sería desatinado conjeturar que el monólogo creado por Morón es un monólogo auriculo-ventricular, engranaje perfecto de contracción y expansión, de sístole y diástole, de sinéresis y diéresis, monólogo centrípeto y centrífugo, interior y exterior? Monólogo, insistimos, ventricular y auricular, donde no hay quien que interceda, dada la vibración prolongada e intermitente, que medie en ese océano de desolaciones, tan sólo la acotación única que hace las veces de preámbulo sin concesiones, aun con efluvios valleinclanescos.


Y una huella tangible: una concesión ubérrima a la narratividad del monólogo wildiano. Una concesión al yo para que traduzca su dolor sublimándolo que se toma del De profundis de Oscar Wilde. El dolor como única verdad. Como única certeza. El dolor y la sublimación que producen al individuo, la escritura confesional que crea al nuevo sujeto. Y he aquí el bálsamo o fármaco del granadino. Sublimación casi genetiana de transfiguración en y del dolor, reconversión de lo inhóspito en potencialidad perenne con manu trementi. Lo subliminal doloroso o el dolor sublimado de la herida simbólica como único sentido posible. Porque, ¿acaso escribir no es colocar un texto ante la muerte? Sí; escribir –y esto Morón lo sabe bien- es servirnos de la radical materialidad de la palabra para hacerla hablar ante la muerte: a los amordazados rehenes/actores de ese anverso dis-utópico en que gravita Único Hitab; a esa otra faz (corporal) de la amada que repudia Tiernín y a cuya idealidad regresa aniquilando tal corporalidad; a las posibles amantes de Aldana Legaña a las que infectar con esa pandemia tan vírica que es el amor (y su consecuente desencanto); a esa Loba Capitolina que es Asterisca Itala ante la ausencia = silencio del hijo; al Pendejo Electromagnético, des-corporalización poético-alegórica de la prometida eventualidad -cual jardín edénico- heterogénea y múltiple, de ser, estar y existir en el samsara de la creación literaria. Sí. La escritura es voluntad de creación, voluntad de recomienzo. Un ragnarök auténtico. Se escribe, en consecuencia, no por necesidad de la vida, sino por urgencia para transformarla. Se escribe incluso con temor, masticando el peligro de hurgar en lo que está oculto, pues el mundo no está en la superficie, sino que está oculto en las raíces. Escritura ubicativa, ya que se instala en el vacío, en una particular ataraxia, que tampoco cesa de ser, como sabemos, un punto de fuga en espiral casi heteronímica. Una escritura, además, danzante en cada monólogo, materializada simbólicamente en un poema recitado, en la plataforma de una red social, en los resultados de una analítica, en la orden del Estado que envía al hijo a la guerra y las cartas de la madre, o la cédula de reencarnación que exige El Pendejo Electromagnético al Estado. Escritura que encadena su correlativa verbal, su propia ánima que sería la oralidad, una oralidad manifiesta no sólo en el vocativo monológo de cada personaje, sino en un objeto, el teléfono, como la conversación telefónica entre Único Hitab y Pólipo, otro secuestrador, la voz azul que llega a Tiernín a través del celular o la ausencia de respuesta a las llamadas de Aldana Legaña; oralidad también expresa en la arenga telúrica de Asterisca Itala y el discurso retórico, casi chamánico, del Pendejo Electromagnético ante el tótem megalítico.





En la obra de Morón hay un esfuerzo de alquimia. Una alquimia transformadora que vaticinamos en el grito desgarrado de Aldana Legaña: “¡Cómo me gustaría poder transformar el mundo con tan solo un pensamiento!”. Lo sublime de una alquimia dramática: como el plomo se transmuta en oro, aquí, la represión es sublimada y transformada en mortífera libertad; el amor –como siempre o por desgracia- en amor; el sexo en venganza porque previamente se transforma en enfermedad contagiosa; la maternidad en identidad plena y en sacrificio telúrico; el sometimiento en rebeldía sapiencial y ésta, a su vez, en creatividad reivindicada. Una alquimia transmutadora de la materia dramática en que la muerte, la insubordinación, la memoria, la guerra, la pertenencia categórica divergente, la herencia biológica y simbólica, el miedo o el lenguaje son algunos de los elementos contenidos en su atanor dramático; una alquimia que desolidifica estas realidades hasta dejarlas en mera energía, voluntad, acción –y no tanto en sustancia- que es, en definitiva, un excessus. Y ese excedente depurado y decantado, biológico y simbólico, es la sangre. Una sangre omnipresente y polisémica en los cinco monólogos. La sangre sin pathos de Único Hitab, “riego sanguíneo que no busca ya ninguna dirección determinada”; la sangre (azul) de Tiernín; la sangre sometida a analítica de Aldana Legaña; la derramada por Asterisca Itala por amor a un hijo y por odio de un hombre; y ese “huracán de sangres” que es el megalítico maniquí al que amonesta el Pendejo Electromagnético. Sangre vertida y divulgada, sangre fisiológica y cultural, sangre del sacrificio del ritual escénico. Poética de impulso. Dramaturgia de pulso.


Quizá esta sangre explique una obsesión que orbita inconmensurablemente en estos fármacos del granadino. Nos referimos a su fascinante empeño por el inventario, por las taxonomías, por el registro de nomenclaturas y categorías que a fortiori nos obligan a pensar en Morón en una suerte de antropólogo holístico que alterna en su apoteca dramática entre biología y cultura, entre determinismo y mutación, entre lo fisiológico y lo contextual, entre lo universal y lo relativo, entre estructuras macro y micro. A caballo entre la objetividad reflexiva y la observación participante que se le exige a todo etnógrafo, Morón disecciona lo que venimos denominando como realidad en una especie de tratado de la humanidad, un estudio del ser más que de las culturas desde su particular prisma. Prisma en pos de una dialéctica entre crecimiento y transformación, a la que tanto contribuyó Jung, y un esfuerzo atronador de un posible equilibrio entre lo simbólico y lo evolutivo o entre lo cultural y lo biológico, que son más que palpables. Y aquí no hay ya más espacio que para una palabra clave, rotunda, contundente y descarnada que es herencia. Así, la etnología (heredades culturales), la antropología simbólica (transmisión o herencia cultural a través del lenguaje) y el estudio de secuencias culturales y socio-económicas en su interdependencia de las condiciones (extra) sociales, se combinan con la filética (origen y evolución de la especie humana), la sistemática humana (taxonomía de la variabilidad de sujetos), la biotipología (tipos constitucionales) e incluso la antropología médica (reacción y comportamiento de los individuos ante la enfermedad y la muerte), sin olvidarnos, por supuesto, de la arqueología (simbólica y/o psicológica), de esa memoria primordial que nos impregna ab origine. En consecuencia, según la “actitud ante la mordaza”, Único Hitab cataloga a la humanidad en tres tipos de existencia: ciegos, hipócritas y malas personas. Tiernín está incapacitado para ver el “color de la realidad” y concluye: a) no tiene color; b) es de muchos colores; o c) es de color de vómito y, por tanto, de olor a pánico. Aldana Legaña, por su parte, se debate entre los instintos y la razón, entre la barbarie y la civilización. Asterisca Itala, a quien los diversos contextos socio-culturales y de parentesco la determinan como hija, mujer, puta, madre a secas y madre de un soldado, es sin duda la más tajante en cuanto a la clasificatoria identitaria, con claros ecos lorquianos, de las mujeres (“Nacimos porque así lo quería la especie, no el gobierno”; “las que somos como yo no tenemos derecho a elegir el hombre con quien compartir nuestra vida”). Y mientras observa cómo los hijos (herencia) se dividen entre los que acuden a la universidad y los que son enviados a la guerra (es decir, los marcados por la ausencia, el silencio o la muerte). Conforme avanzamos en los monólogos, el lector sabio advierte que esta múltiple categorización se torna más descarnada, más lúcida. ¿Acaso no nos parecen más sabios la madre y el viejo sabio? Porque el Pendejo Electromagnético es rotundo: ¿cómo el Poder –ya porte la máscara de la divinidad, ya la de la creación literaria, ya la del Estado, ya la del espejo para con uno mismo- osa a tratar a unos hombres y a otros de manera distinta, negándoles un derecho heredado “desde nuestro nacimiento”, estableciendo “una diferencia económica entre transformación y reencarnación”? Si el Estado muestra tres tipos de comportamientos (hipócrita, contradictorio, cruel), si inventa dicotomías (ricos/pobres, triunfadores/perdedores), sólo cabe como alternativa la reclamación de una “cosificación simplex” y decapitar al tótem megalítico que nos asedia con su inercia y su mutismo.


Entonces, ya no cabe albergar dudas acerca de la omnipresencia órfica en la obra de Antonio César Morón del emblema de una doble contingencia (la de la palabra y la de la muerte) y de un doble poetizar en perpetuidad. Un Orfeo multidimensional. Un Orfeo oblicuo, porque conocer requiere ahora percibir: con la vista, la escritura monologada; con el oído, las voces yoicas. La guillotina, la cabeza de un antiguo amante, la terrible testa de una mujer-medusa, las tinieblas en la frente de una madre y la cabeza cercenada del tótem-maniquí. Cabeza profética y lírica. Como la del Bautista en la argéntea bandeja de esa mujer terrible que es Salomé. Como terrible es la visión de lo femenino en estos monólogos, a excepción, claro, de la madre. Adviértase que el título del monólogo, Lasciate ogni speranza, está tomado de la inscripción de la puerta del Infierno de Dante: “Lasciate ogni speranza voi ch’ entrate” (“Abandonad toda esperanza los que entréis aquí”).  La referencia, en efecto, no es casual. Y más que una kathábasis infernal, es un infernal adentrarse al sexo femenino en esa cueva en forma de útero es también el lugar del poder femenino, el umbiculus mundi, una de las grandes antesalas de los misterios de transformación. Siendo ella misma una cueva, cada mujer puede parecer que posee el poder metafórico de aniquilación de la cueva, el poder de la oscura noche de las entrañas de la tierra.


Sparagmos y sacrificio tras la necesaria kathábasis. Un descenso a esos subterráneos del yo, esa otra dimensión plegada y oculta, esas cuevas que son para Único Hitab “el tercer vértice del mundo”; esa kathábasis o caída en la materia de la Eurídice azul que, al igual que la Eurídice órfica, es humo, sombra, simulacro; aquellas cavernas nocturnas donde danzan Salomés (o vulgares Eurídices) portadores de una vil enfermedad; las catacumbas de la vida mísera en que se refugia una mujer maltratada y, en definitiva, las profundidades del yo y del centro a las que es capaz de alcanzar un viejo hombre sabio. ¿Y acaso no son los monólogos de Antonio César Morón un mirar hacia atrás, un respicere como cláusula imprecisa para una apremiante anábasis? Pues si sus conatos de ser se giran (memorias) hacia lo que habían sido desde el inmediato siendo para lograr transformarse en lo otro que podrán ser, se impone la mirada de Orfeo. Y de aquí al sparagmos, a la escritura como sacrificio y como bálsamo. Palabra transfigurada. Palabra perpetuada. Palabra confesada.


Palabra del self. Palabras para una palabra imposible: palabras del yo.