Ángel Castro, Antonio César Morón y Cristina Hernández en la presentación de Monólogos con maniquí, en la Uned el viernes 25 de mayo de 2012.. |
Los monólogos de Antonio César Morón son un desgarro. Son un temblor. El desgarro que conlleva toda gnosis, sin derogarla ni agotarla nunca en sí misma. El temblor de todo buceo en los légamos de
nuestra espesa y oculta transparencia. Una gnosis, otra vía de conocimiento, la
del todavía-no, la de la pura convergencia contra la contingencia. Una gnosis en tanto que exige al lector una
auténtica comprensión e interpretación, entendida como conocimiento
lógico-creativo al servicio de una revelación o intuición interior, una exégesis que implica un despliegue y
repliegue de los sentidos, una transliteración yoica y una amplificación del
ser en su plena complejidad. Un conocimiento sencillamente perfecto, más allá de lo intelectivo. Son, en verdad, sus
monólogos, un phármakon, veneno y
medicina a la par, que nos entrega como conocimiento sanador, pues nos dirige,
a través de sus criaturas, no tanto hacia “eso que hemos sido”, sino hacia “eso
que podemos ser” desde un exacto “eso que estamos siendo”. No somos sino
huéspedes de un mundo -bosque o laberinto- de signos inciertos, confusos, por
donde erramos, a donde nos desplomamos o de donde nos elevamos como yoes caídos, decaídos y alzados. Y no es
sino de esta ambivalente manera como los monólogos del granadino actúan para
quien sabrá saborearlos. Sapida scientia.
Discitur sapientia, sicut sapida scientia.
Porque un saber con sabor es lo que nos está brindando. Quienes
ya lo conocemos y leemos, somos muy conscientes de ello: Antonio César no
otorga ninguna indulgencia a quien ha de ser su lector ideal, aquél del que me habló por primera vez, creo, allá
por 2009. Ningún privilegio, ninguna condescendencia para su lector,
precisamente porque no lo subestima ni lo minusvalora. Y esto hay que
agradecérselo. Sus obras, complexas y compactas, las cuánticas y las recién
monologadas, podrán complacer y deleitar, o podrán desazonar e incomodar, pero
siempre dejarán en nuestro paladar un sabor
de asombro, de desconcierto, de turbación.
Los monólogos de Morón devienen,
pues, sensu stricto, cual fármaco
que, al degustarlo, cura o restaura (remedio para la memoria) o cual veneno (buhonera del olvido) que expele
o purga, sin que ambas secuelas lleguen a quebrar de forma dual la ceremonia de
la escritura, dado que, apropiándonos de las palabras de Derrida, el phármakon es, en sí una oscilación que
resuelve la dualidad aparente, es “la différance
de la diferencia.” Es curioso: Morón deconstruyendo a Platón.
Y, en verdad, destilan los
monólogos de Antonio César Morón un vaho insólito de confesión a través del verbo purgativo de sus personajes, criaturas
indefensas, aunque huidizas: Único Hitab, de Los hombres interrogan a la muerte; Tiernín, de Amada Azul; Aldana Legaña, de Lasciate ogni speranza; Asterisca Itala, de Herencia de la desidia, y El Pendejo Electromagnético del homónimo
monólogo. Todos ellos encarnan la palabra
a viva voz que se infiere de toda confesión, un desplazamiento
conversacional, la acción máxima que ha de ejecutar la palabra, a la manera
zambraniana. Porque la confesión monologada no es sino hallazgo del yo, un deambular por las cornisas de la psique, un
librarnos de las contradicciones para que la vida coincida –por fin- consigo
misma. Cum solis nobis loquimur, según
san Agustín. ¿Búsqueda de la verdad, tal vez? Quizá únicamente una revelación
profunda y a veces siniestra de y en las entrañas, una cacería por la fronda
del self, los senderos de la
interioridad. Y esto surge cuando el sujeto se encuentra inmerso o en la mayor
confusión o en la mayor claridad de su vida, cuando ya no sólo intuye la acerba
dualidad entre ese yo reconocible y
ese otro hostil que nos habita
irremisiblemente. Y la confesión nos permite, de algún modo, sanar ese hueco
(ya opaco, ya transparente) que nos define, el abismo del ser humano en cuanto ser, si bien no está el que confiesa
exento de un peligro, ya que la exploración de uno mismo debe evitar abatirse
en la autocontemplación narcisista que termine en una angostada insularidad.
Conatos de ser en el estricto
margen. En el límite. En el umbral. Pues, en efecto, de la confesión se infiere
una huída de sí mismo con máscara de queja. Pero incluso la queja más nimia
exige un partenaire, alguien que la escuche o la lea o la comparta o la
traduzca. Y se sale –del yo- procurando una apertura
de los límites, hacia la integridad de la que carecemos. ¿O acaso no es la
confesión –monólogo o soliloquio esquizoide- la manifestación más patente de no
aceptación de nuestra fragmentaria condición, de nuestro ser de silueta, de
vivir como un bosquejo? Al narrar/dramatizar la propia vida, el personaje que
confiesa descubre quién es y lo que es ad hoc, desprendiéndose de aquél que
había sido, “del traje gastado y usado”, huyendo de él y lanzándose hacia el
nuevo yo que pueda encarnar. Mejor aún: del yo encarnándose perpetuamente.
Curiosamente, Morón, que tanto
había explorado en los mundos de la fragmentación, la multiplicidad, la
superposición y la desintegración cuánticas, recurre ahora a la confesión
implacable de unos yoes que, aferrados al péndulo de la memoria, reúnen sus pedazos vitales (sus recuerdos)
recomponiéndolos en la unidad de la escritura monologada. Memoria que atraviesa cada uno de los textos, que vertebra a cada uno
de los personajes. Remembranza que es bisagra entre memoria primordial y memoria
personal, esto es, una memoria como retroceso hacia un pretérito absoluto,
una edad muy anterior al propio individuo –eso que han llamado el origen o inconsciente colectivo, ese habitáculo informe donde aguardan
nuestros antepasados arquetípicos-, y una memoria que sólo viaja hacia lo
concreto y particular de cada uno, que se pliega hacia los sucesos temporales
de lo vivido empírica y cercanamente. Ambas memorias se entretejen en los
monólogos de Morón, una más explícita que la otra, pues así debe ser y
comprenderse la memoria primordial, tan escondida en/bajo nuestras dilatadas
grietas del yo. Pero Morón es un genio creador que jamás sucumbe a las
comodidades del acervo simbólico, sino que toma lo necesario de nuestro caudal
cultural para transformarlo. Para hacerlo suyo. Para hacerlo único.
Y así, Único Hitab es, al
unísono, un titánico Prometeo, un jungiano trickster
posmoderno, un burlador o donjuán
vaciado ya de todo poso erótico y trasladado a la dimensión de la insurrección
propia de la narrativa dis-utópica. Lo femenino arquetípico y la sicigia entre ánimus y ánima impregnan a Tiernín, Aldana Legaña y Asterisca
Itala. La ambivalencia del arquetipo femenino queda escindida: para Tiernín, en
la amada se impone la mujer interior,
pero como oscilación del ánima positiva
al ánima negativa, mientras que, para
Aldana Legaña, sólo existe la cara de lo
femenino terrible del carácter
elemental del arquetipo, a la vez que él mismo reconoce encarnar el arquetipo
(salvaje) de la sombra; finalmente,
para la tercera, Asterisca Itala, es evidente su función simbólica de la madre buena, con menos poso de coraje
bretchiano y más función protectora y nutritiva de la sacra materia primordial.
Finalmente, el Pendejo Electromagnético responde plenamente al arquetipo del senex o viejo sabio; un anciano psicopompo
que reclama el derecho de la reencarnación y, por tanto, el anacoreta o guía,
mistagogo y encarnación de la sabiduría suprema, un saber rebosante por
insoportable. En consecuencia, una exquisita
lectura nos puede apremiar cómo la gnosis
dramatúrgica de Antonio César Morón se halla tácita y a la vez encerrada
herméticamente en este cofre que es su último monólogo: la gnosis (conocimiento) y la tekné
(método) de la perpetuación biológica y simbólica, lo que podemos denominar transmigración yoica de sus personajes en
el samsara de la literatura que
implica dolor o sufrimiento según la memoria o la herencia, sí, pero también posibilidad de la anhelada integración.
Para estos personajes
arquetípicos y simbólicos, el monólogo ostenta una suerte de bálsamo, como phármakon que es, una mediación entre
dos tiempos, entre lo que fue y lo que pudo haber sido, entre vigilia y sueño,
entre anamnesis y metempsicosis, entre humanidad e individuo,
entre ratio cognoscendi y ratio essendi. O lo que es lo mismo:
entre conciencia crítica, preñada de conocimiento
racional, y conciencia poética, órbita de intuición creadora. De ahí que la nueva médula dramatúrgica que nos
está obsequiando Antonio César Morón, en respuesta quizá al recalcitrante
realismo psicológico (de Ibsen a Miller, de Chéjov a Williams), sea un simbolismo psicopoético o una metempsicosis
dramática –por formularlo de algún modo-, fruto de una intuición intelectiva, una dialéctica
inclusiva que aspira a abolir las
negaciones, perpetuándose perennemente en el tránsito de la fluvialidad
yoica de sus personajes. Quien confiesa o monologa no busca tanto un tiempo
virtual, sino el tiempo que, de facto, puede y ha de ser transcrito porque no
es tanto relato de nuestro ayer como ejercicio en el hoy, tiempo
performativo, tiempo de la vida en claro,
en el blanco de la página por ocupar, espacio conquistado. El reto de Morón no
deviene en reemplazo de un yo que dice
y se dice construyéndose
conscientemente, sino en la transferencia de un yo verídico en su decir azaroso. No es la permanencia
yoica lo que le preocupa al granadino, sino la perpetuación, la perdurable y tenaz actualización textual del yo,
una especie de desplazamiento, un “paso de minué ejecutado entre el ego y el
ello”, como dijera, por una vez, de forma tan comprensible Jacques Lacan. La
(dramática y lírica) metempsicosis.
Pues un final es también un
comienzo. Una dynamo ourobórica. “Yo soy, al fin y al cabo, lo que debo poseer
de mí mismo”, se sentencia en el último monólogo, quizá también réplica al
Pessoa del “yo soy diverso y no me pertenezco”. Sentencia, decíamos, que se
revela como osado revés frente a un decapitado tótem polifronte que viene a
simbolizar el Poder, obsesión omnipresente en la obra de Morón. Sin embargo,
para que este sosiego sea alcanzado, para conquistar esta integridad, brutal y
bella al mismo tiempo, se hace preciso un sparagmos,
un desmembramiento yoico, polimorfo y polifónico. Los otros que nos habitan y de los que tenemos cierta noticia por
Dostoievski, Stevenson, Hoffmann, Pessoa o Musil.
Pero en Morón ya no puede
tratarse de esa multiplicidad huera y fútil que no conduce a ningún lugar
–Beckett o Ginsberg, verbigracia-, sino de un espacio de tensión centrífuga/centrípeta como única posibilidad de
ser. Lo sabemos. Es cierto: tenemos –somos- un yo disperso, desplegado como
abanico, como plumaje de pavo real; pero igualmente esa dispersión se
recompone, se vuelve a plegar. Esto Antonio César lo aprendió de la cuántica. Y
así, se manifiesta la cadena espiral de realidad para
vivirlo/escribirlo todo. Una escritura nautílida
y spirúlida. Matriz de perpetuación
helicoidal.
Una perpetuación que a fortiori
convive con la mágica heteroglosia de unos enunciados ecoicos y de una
intertextualidad densa. Se trata, pues, de un éxodo volcado sobre una escritura ubicativa más que narrativa o
descriptiva; una ubicación identitaria que, precisamente, establece una tensión
deíctica, rayana en el delirio, entre el espacio del yo diciéndose desorbitadamente y el espacio de un tú en rotundo mutismo, mudez simbolizada
por la crisálida (madera o plástico) del maniquí. Aquí, la influencia de
Tadeusz Kantor, de Gordon Craig o de Bruno Schulz, por citar sólo unos pocos,
es más que notable, si bien las indagaciones de Antonio César Morón le conducen
a una re-codificación más complexa y compacta. Maniquíes
que no son sino seres en el umbral, entre lo vivo y lo inerte, entre el ser
escénico y el símbolo metonímico, aunque re-significados por la mano
engendradora de Morón, cual materia
fundacional, pues se accede a la demiurgia mediante una ortogénesis de la
materia. Dualismo, decíamos, pues, correlativo a la persistencia de la
identidad propia: del secuestrador a los rehenes (Los hombres interrogan a la muerte), del amante a la amada (Amada Azul), de la presa a su cazadora (Lasciate ogni speranza), de la madre al
hijo (Herencia de la desidia), del
hombre o poeta a secas al Estado/Dios/Literatura (El Pendejo Electromagnético). Confesión e imprecación conforman el continuum deslizado de una imposibilidad
(la integridad yoica) a otra (el silencio de un interlocutor hueco) que, no
obstante, Morón reclama, sana y restaura en la materialización sincrética de implicaturas
simbólicas que hacen las veces de gozne entre uno y otro extremo. La
articulación del ser (presencia) con
el no-ser (ausencia).
Requiere el soliloquio, al igual
que la confesión, un recogerse en aislamiento, un plegarse sobre uno mismo,
como esos moluscos en espiral, una intimidad que, sin embargo, no es tal, dado
que es inevitablemente compartida. Podemos masticar la soledad que ostentan
Único Hitab, Tiernín, Aldaña Legaña, Asterisca Itala y el Pendejo
Electromagnético y, pese a esta evidencia, su arenga se propaga hacia una
audiencia doble: sus partenaires específicos (diez maniquíes secuestrados, la
amada mujer-maniquí, el conjunto de mujeres-maniquíes pendulantes, el jurado de
plástico y el totémico y megalítico maniquí, respectivamente) y un partenaire
universalizado, el público/lector, ése al que se le exige desde el comienzo un
exquisito paladar y un conocimiento extraordinario. ¿Sería desatinado
conjeturar que el monólogo creado por Morón es un monólogo auriculo-ventricular,
engranaje perfecto de contracción y expansión, de sístole y diástole, de
sinéresis y diéresis, monólogo centrípeto y centrífugo, interior y exterior? Monólogo, insistimos, ventricular y auricular, donde no hay quien que interceda, dada la vibración
prolongada e intermitente, que medie en ese océano de desolaciones, tan sólo la
acotación única que hace las veces de preámbulo sin concesiones, aun con
efluvios valleinclanescos.
Y una huella tangible: una
concesión ubérrima a la narratividad del monólogo wildiano. Una concesión al yo
para que traduzca su dolor sublimándolo que se toma del De profundis de Oscar Wilde. El dolor
como única verdad. Como única certeza. El dolor y la sublimación que producen al individuo, la escritura confesional que
crea al nuevo sujeto. Y he aquí el bálsamo o fármaco del granadino. Sublimación
casi genetiana de transfiguración en y del dolor, reconversión de lo inhóspito
en potencialidad perenne con manu trementi. Lo subliminal doloroso o el
dolor sublimado de la herida simbólica
como único sentido posible. Porque, ¿acaso escribir no es colocar un texto ante
la muerte? Sí; escribir –y esto Morón lo sabe bien- es servirnos de la radical
materialidad de la palabra para hacerla hablar ante la muerte: a los
amordazados rehenes/actores de ese anverso dis-utópico en que gravita Único
Hitab; a esa otra faz (corporal) de la amada que repudia Tiernín y a cuya
idealidad regresa aniquilando tal corporalidad; a las posibles amantes de
Aldana Legaña a las que infectar con esa pandemia tan vírica que es el amor (y
su consecuente desencanto); a esa Loba Capitolina que es Asterisca Itala ante
la ausencia = silencio del hijo; al Pendejo Electromagnético, des-corporalización poético-alegórica de
la prometida eventualidad -cual jardín edénico- heterogénea y múltiple, de ser,
estar y existir en el samsara de la
creación literaria. Sí. La escritura es voluntad de creación, voluntad de
recomienzo. Un ragnarök auténtico. Se
escribe, en consecuencia, no por necesidad de la vida, sino por urgencia para
transformarla. Se escribe incluso con temor, masticando el peligro de hurgar en lo que está oculto, pues el mundo no está en la
superficie, sino que está oculto en las raíces. Escritura ubicativa, ya que
se instala en el vacío, en una particular ataraxia,
que tampoco cesa de ser, como sabemos, un punto de fuga en espiral casi
heteronímica. Una escritura, además,
danzante en cada monólogo, materializada simbólicamente en un poema recitado,
en la plataforma de una red social, en los resultados de una analítica, en la
orden del Estado que envía al hijo a la guerra y las cartas de la madre, o la
cédula de reencarnación que exige El
Pendejo Electromagnético al Estado. Escritura que encadena su correlativa
verbal, su propia ánima que sería la oralidad,
una oralidad manifiesta no sólo en el vocativo monológo de cada personaje, sino
en un objeto, el teléfono, como la conversación telefónica entre Único Hitab y
Pólipo, otro secuestrador, la voz azul que llega a Tiernín a través del celular
o la ausencia de respuesta a las llamadas de Aldana Legaña; oralidad también
expresa en la arenga telúrica de Asterisca Itala y el discurso retórico, casi
chamánico, del Pendejo Electromagnético ante el tótem megalítico.
En la obra de Morón hay un
esfuerzo de alquimia. Una alquimia
transformadora que vaticinamos en el grito desgarrado de Aldana Legaña: “¡Cómo me gustaría poder transformar el mundo
con tan solo un pensamiento!”. Lo sublime de una alquimia dramática: como
el plomo se transmuta en oro, aquí, la represión es sublimada y transformada en
mortífera libertad; el amor –como siempre o por desgracia- en amor; el sexo en
venganza porque previamente se transforma en enfermedad contagiosa; la
maternidad en identidad plena y en sacrificio telúrico; el sometimiento en
rebeldía sapiencial y ésta, a su vez, en creatividad reivindicada. Una alquimia
transmutadora de la materia dramática en que la muerte, la insubordinación, la
memoria, la guerra, la pertenencia categórica divergente, la herencia biológica
y simbólica, el miedo o el lenguaje son algunos de los elementos contenidos en
su atanor dramático; una alquimia que
desolidifica estas realidades hasta dejarlas en mera energía, voluntad, acción
–y no tanto en sustancia- que es, en definitiva, un excessus. Y ese excedente depurado y decantado, biológico y simbólico,
es la sangre. Una sangre omnipresente
y polisémica en los cinco monólogos. La sangre sin pathos de Único Hitab, “riego sanguíneo que no busca ya ninguna
dirección determinada”; la sangre (azul) de Tiernín; la sangre sometida a
analítica de Aldana Legaña; la derramada por Asterisca Itala por amor a un hijo
y por odio de un hombre; y ese “huracán
de sangres” que es el megalítico maniquí al que amonesta el Pendejo
Electromagnético. Sangre vertida y divulgada, sangre fisiológica y cultural,
sangre del sacrificio del ritual escénico. Poética de impulso. Dramaturgia de
pulso.
Quizá esta sangre explique una
obsesión que orbita inconmensurablemente en estos fármacos del granadino. Nos referimos a su fascinante empeño por el
inventario, por las taxonomías, por el registro de nomenclaturas y categorías
que a fortiori nos obligan a pensar en Morón en una suerte de antropólogo
holístico que alterna en su apoteca
dramática entre biología y cultura, entre determinismo y mutación, entre lo
fisiológico y lo contextual, entre lo universal y lo relativo, entre
estructuras macro y micro. A caballo entre la objetividad reflexiva y la
observación participante que se le exige a todo etnógrafo, Morón disecciona lo
que venimos denominando como realidad en una especie de tratado de la
humanidad, un estudio del ser más que de las culturas desde su particular
prisma. Prisma en pos de una dialéctica entre crecimiento y transformación,
a la que tanto contribuyó Jung, y un esfuerzo atronador de un posible
equilibrio entre lo simbólico y lo evolutivo o entre lo cultural y lo biológico,
que son más que palpables. Y aquí no hay ya más espacio que para una palabra
clave, rotunda, contundente y descarnada que es herencia. Así, la etnología (heredades culturales), la antropología
simbólica (transmisión o herencia cultural a través del lenguaje) y el estudio
de secuencias culturales y socio-económicas en su interdependencia de las
condiciones (extra) sociales, se combinan con la filética (origen y evolución
de la especie humana), la sistemática humana (taxonomía de la variabilidad de
sujetos), la biotipología (tipos constitucionales) e incluso la antropología
médica (reacción y comportamiento de los individuos ante la enfermedad y la
muerte), sin olvidarnos, por supuesto, de la arqueología (simbólica y/o
psicológica), de esa memoria primordial que nos impregna ab origine. En
consecuencia, según la “actitud ante la
mordaza”, Único Hitab cataloga a la humanidad en tres tipos de existencia:
ciegos, hipócritas y malas personas. Tiernín está incapacitado para ver el “color de la realidad” y concluye: a) no
tiene color; b) es de muchos colores; o c) es de color de vómito y, por tanto,
de olor a pánico. Aldana Legaña, por su parte, se debate entre los instintos y
la razón, entre la barbarie y la civilización. Asterisca Itala, a quien los
diversos contextos socio-culturales y de parentesco la determinan como hija,
mujer, puta, madre a secas y madre de un soldado, es sin duda la más tajante en
cuanto a la clasificatoria identitaria, con claros ecos lorquianos, de las
mujeres (“Nacimos porque así lo quería la
especie, no el gobierno”; “las que
somos como yo no tenemos derecho a elegir el hombre con quien compartir nuestra
vida”). Y mientras observa cómo los hijos (herencia) se dividen entre los
que acuden a la universidad y los que son enviados a la guerra (es decir, los
marcados por la ausencia, el silencio o la muerte). Conforme avanzamos en los
monólogos, el lector sabio advierte que esta múltiple categorización se torna
más descarnada, más lúcida. ¿Acaso no nos parecen más sabios la madre y el
viejo sabio? Porque el Pendejo Electromagnético es rotundo: ¿cómo el Poder –ya
porte la máscara de la divinidad, ya la de la creación literaria, ya la del
Estado, ya la del espejo para con uno mismo- osa a tratar a unos hombres y a
otros de manera distinta, negándoles un derecho heredado “desde nuestro nacimiento”, estableciendo “una diferencia económica entre transformación y reencarnación”? Si
el Estado muestra tres tipos de comportamientos (hipócrita, contradictorio,
cruel), si inventa dicotomías (ricos/pobres, triunfadores/perdedores), sólo
cabe como alternativa la reclamación de una “cosificación simplex” y decapitar al tótem megalítico que nos
asedia con su inercia y su mutismo.
Entonces, ya no cabe albergar dudas
acerca de la omnipresencia órfica en la obra de Antonio César Morón del emblema
de una doble contingencia (la de la palabra y la de la muerte) y de un doble
poetizar en perpetuidad. Un Orfeo multidimensional. Un Orfeo oblicuo, porque conocer requiere ahora percibir: con la vista, la escritura
monologada; con el oído, las voces yoicas. La guillotina, la cabeza de un
antiguo amante, la terrible testa de una mujer-medusa, las tinieblas en la
frente de una madre y la cabeza cercenada del tótem-maniquí. Cabeza profética y
lírica. Como la del Bautista en la argéntea bandeja de esa mujer terrible que
es Salomé. Como terrible es la visión de lo femenino en estos monólogos, a
excepción, claro, de la madre. Adviértase que el título del monólogo, Lasciate ogni speranza, está tomado de
la inscripción de la puerta del Infierno
de Dante: “Lasciate ogni speranza voi ch’ entrate” (“Abandonad toda esperanza
los que entréis aquí”). La referencia,
en efecto, no es casual. Y más que una kathábasis infernal, es un infernal adentrarse
al sexo femenino en esa cueva en forma de útero es también el lugar del poder
femenino, el umbiculus mundi, una de
las grandes antesalas de los misterios de transformación. Siendo ella misma una
cueva, cada mujer puede parecer que posee el poder metafórico de aniquilación
de la cueva, el poder de la oscura noche de las entrañas de la tierra.
Sparagmos y sacrificio tras la
necesaria kathábasis. Un descenso a esos subterráneos del yo, esa otra
dimensión plegada y oculta, esas cuevas que son para Único Hitab “el tercer
vértice del mundo”; esa kathábasis o caída en la materia de la Eurídice azul
que, al igual que la Eurídice órfica, es humo, sombra, simulacro; aquellas
cavernas nocturnas donde danzan Salomés (o vulgares Eurídices) portadores de
una vil enfermedad; las catacumbas de la vida mísera en que se refugia una
mujer maltratada y, en definitiva, las profundidades del yo y del centro a las
que es capaz de alcanzar un viejo hombre sabio. ¿Y acaso no son los monólogos
de Antonio César Morón un mirar hacia
atrás, un respicere como cláusula
imprecisa para una apremiante anábasis? Pues si sus conatos de ser se giran (memorias) hacia lo que habían
sido desde el inmediato siendo para lograr transformarse en lo otro que podrán
ser, se impone la mirada de Orfeo. Y
de aquí al sparagmos, a la escritura como sacrificio y como bálsamo. Palabra
transfigurada. Palabra perpetuada. Palabra confesada.
Palabra del self. Palabras para una palabra imposible: palabras del yo.