JOSÉ LUPIÁÑEZ

"MIGUEL FERNÁNDEZ: RECADO DE ESCRIBIR"
XIX PREMIO INTERNACIONAL MIGUEL FERNÁNDEZ
DEL CENIT AL ACIMUT: LA POESÍA DE JOSÉ LUPIÁÑEZ
Viernes, 10 de mayo de 2013




Del cenit al acimut. Del Fuego Sol, del Amor y los Jardines, a las Esferas, el Misterio y sus Cifras. Bajo la Luna, bitácoras de Viajes. Y del Caos o el Azar a la Piedra. Incertidumbre de Hora Violeta. Coordenadas poéticas de José Lupiáñez.

Permítanme que califique a su producción poética como POESÍA ASTRAL-AUSTRAL (por la presencia de las esferas celestes y por la especialización lírica del Sur), la cual alberga a su vez una POESÍA CENITAL y una POESÍA ACIMUTAL. A la primera, la crítica la denomina de manera casi unánime ciclo solar, incluso lírica mística; a la segunda suelen calificarla como ciclo de los viajes. Sin embargo, esta división nos parece esquemática, imprecisa, pues en verdad la contemplación mística de lo sagrado y lo misterioso que es la Belleza y la materia poética que lo encarna no ha desaparecido como Eurídice humeante en sus últimos libros. De igual modo, en los primeros poemarios nos encontramos con el periplo por y hacia el misterio. No se extrañen. La poesía de José Lupiáñez es una constante pulsión de orilla a orilla, conjunción entre umbrales, concordia oppositorum. Lo elegíaco y lo épico, lo áureo –más herreriano o manierista que barroco- y lo finisecular, siendo el símbolo su eslabón de engarce.

De Ladrón de fuego (1975), su primer poemario, la crítica ha destacado el misticismo fundacional de sus versos -en contraste con el ramplón prosaísmo predominante- y la esencialidad mistérica de la Belleza, la luminosidad del abismo, la  tangencia sutil pero exacta de lo inefable. Hay quien sugiere un regreso al romanticismo. Pero si esto es así, el romanticismo de Ladrón de fuego se me antoja más emparentado con William Blake que con Byron o un Shelley. Lupiáñez nos conduce a un tiempo sin tiempo –que no es lo mismo que el tiempo detenido-; nos conduce a ese in illo tempore que Mircea Eliade conocía tan bien:

Es la hora del sueño, trémula hora
de fingidas promesas y dolidos crepúsculos.

Un tiempo otro, pues, el del vuelo poético, porque el ladrón de fuego conoce el lenguaje de los pájaros. No es tanto anhelar situarse fuera del mundo como de penetrar en él. Quiero decir que de lo que se trata es de instaurar una poética de la profundidad, una poética profética (en cuanto profecía significa ver lo oculto, lo no visible); poética que implica un doble quehacer de exégesis y eiségesis. En consecuencia, y siguiendo a Gaston Bachelard, el poeta no debe conformarse con describir o interpretar la materia, sino que debe hallar los modos en que la materia expresa un esquema imaginario encubierto. “Y es que oculto tienen los dioses el sustento de los hombres”, decía Hesíodo a propósito del hurto del fuego por parte de Prometeo. La problemática reside en el título del poemario, pues Ladrón de(l) fuego conlleva una doble enunciación, una dualidad, porque, por un lado, remite a Prometeo, obviamente, pero por otro, entraña la esencia ígnea y divina de la que participa cualquier mortal. La encrucijada de la significación es esta: un ladrón que roba el fuego de los dioses o un ladrón que está hecho del mismo fuego que los dioses. El poeta participa de/en la materia. Sustrae, como ser liminal, la pasta lumínica de lo sagrado. En este sentido, Lupiáñez parece haber comprendido que la materia (poética) es un misterio y una realización, una potencia y un acto. Saber y fabricar, las dos premisas del poeta mago-alquimista. Saber y fabricar, para transformar. La contemplación del fuego produce otra mirada, la de la ensoñación convocante que nos permite el acceso a la realidad de lo irreal y, de ahí, a la conquista de la creativa plenitud. El fuego, en efecto, es calor que quema, pero también es luz que ciega la mirada corporal para así poder ver, verbigracia, con los ojos de un Tiresias. Lo que nos lleva a Narciso, quien es para Lupiáñez  “el hombre, la hermosura, / lo masculino todo”, el que “se asomó sobre el lago, / (el abismo seduce el corazón sereno) / y preguntó en el aire / el misterio del mundo, / fatalmente.” Narciso, del que Tiserias vaticinó que tendría larga vida “si se son verit” (si no se ve a sí mismo). Y en el fondo de las aguas, Narciso obtiene la revelación de su identidad, la contemplación de la Belleza, la comprensión del misterio. La materia poética, por luminosa, exige siempre un sacrificio.
Este sacrificio prometeico y narcisiano supone solo un preludio de lo que acontecerá en Río solar (1978), un libro en el que Miguel Fernández observó que “se desvela en hermosas veladuras.”  Más que de dualidades reunidas -concordia de opuestos, preferimos-, creemos entender en este poemario una mixtura, un pacto, una alianza entre el agua y la luz, entre fluidez y densidad, entre la fértil sequedad y la húmeda lumbre. Lo masculino y lo femenino. La linealidad y la esfericidad. Una hierogamia simbólica. Solo así entendemos la estructura del poemario, dos bloques paralelos, especulares, atravesados por el extenso poema central “Aynadamar”. Acequia o río central que traspasa los dos movimientos extremos del sol. ¿O son quizá dos cercos solares que enclaustran el líquido discurrir? ¿No es acaso el Sol un Cisne Rojo? Para nosotros resulta nítido qué arquetipo es el que subyace, el que deja Lupiáñez disgregado, esparcido o sembrado entre los limos de sus versos. “Que el instante renazca más puro de la sombra”, escribe el poeta. No vemos sino reminiscencias de la secuencia circular de los mitos solares, del rito cíclico del Sol naciendo y muriendo cada día en la estricta horizontalidad, del sparagmos o desmembramiento de ciertas divinidades como veladuras de los múltiples principios universales emanados de lo Uno. La sacralidad solárica y osiríaca de este poemario, no obstante, deviene a su vez en una traslación significativa que podríamos calificar como caudal ígneo.  La mixtura, la hierogamia –ya amorosa, ya lírica-, permiten esta mágica transfiguración de la materia única (el agua, el fuego) en materia compuesta (el río solar), en materia que se torna ambivalente y, a fortiori, en ambivalencia materializada. La materia poética. Y así, la destrucción o sacrificio del Uno transfigurado en lo Otro aseguran la prosperidad o fecundidad del Todo.
En 1979 aparece Jardín de ópalo. La transfiguración prosigue su trayecto, ya que desde el elemento primordial y teofánico (el fuego) asistimos a la mixtura de la estructura estelar (sol) y de aquí a un elemento sólido y cristalino, el ópalo, la única gema capaz de reflectar la luz y transfigurarla en los colores del arco iris, a merced de los vacíos de los que está compuesta. La materia lumínica sigue estando más que presente, del mismo modo que la mixtura o concordia con otros elementos: con lo sagrado en Ladrón de fuego; con lo líquido en Río solar; ahora, con la tierra en Jardín de ópalo. Mixtura manifiesta mediante las adjetivaciones sintácticas con que titula toda su producción poética. Jardín de ópalo es un poemario donde la óptica neoplatónica de Ficino y la radiación mágica de Al-Kindi parecen ser recreadas sobre este jardín textual, translúcido y reflectante a través de huidas, oquedades y reflejos; de ojos abrasados y aguas que espejean; de imágenes fulgentes y formas en flama; de vidrios que sobrevuelan párpados y alguna dama que no es sino proyección de imaginarios provocados por Eros.
Y será precisamente la transfiguración erótica la que edifique Amante de gacela (1980). La dimensión mística –que nos viene acompañando desde el cronotopo sanjuánico del fuego- es aportada por la presencia de la gacela salomónica del Cantar de los cantares, si por mística entendemos “lo escondido”, “lo misterioso”, “lo secreto”, pues el vocablo griego comparte la raíz mu con el verbo muo, “cerrar los ojos”, “cerrar los labios”. La transfiguración erótica, inexcusablemente, procede del término amante y el referente es el Cantar de Salomón también. Erótica y mística reunidas cuyo origen se enraíza en un texto que se resiste a la interpretación unívoca, pues lo que verdaderamente importa es la concordia entre la alegorización divina y la celebración profana. No en vano, el amor ejercitado por el amante, el Eros mismo es dual a su vez, como así resulta el símbolo cérvido. Recuerden que Eros es el vinculum vinculorum de Giordano Bruno. La transfiguración lumínica, telúrica, astral y opalescente se materializa ahora en la erotización plena no tanto de la amada como del amor. La gacela que acude a beber de las aguas, el ciervo alimentado con los racimos paradisíacos, el cervatillo perseguido por las fauces de las fieras son todos símbolos áureos, solares, emblemas de irradiación luminosa y de ascensión espiritual:

He mirado tu desnudo flotar
en las tranquilas aguas de mi estanque…
Corres hacia la flor, hacia la nube
de un paraíso y brilla tu desnudo, la antorcha
que ha dorado en la sien el humo del deseo.

Amante en la amada transformado, amada contemplada del amante, amada a la que Lupiáñez ofrece beber de su deseo, es decir, de “este resplandor que vierten mis pupilas”. Pues la gacela-palabra huye ante una “amenaza” que “fue amor”. Lupiáñez sabe que la gacela-palabra es esquiva, huidiza en aroma o en silbido, que el vergel del texto no podrá ser jamás morada perpetua, mas su contemplación (su des-velamiento) y su pronunciar son operaciones mágicas para, al menos, convocarla, más que para evocarla o apresarla.
De manera que, sin renunciar a lo visual, Lupiáñez se entrega a la transfiguración gnósica y pitagórica de lo auditivo, si bien en Música de esferas (1982) tratamos con una “música especulativa”, áurea y órfica, como la denominara J. Godwin. Aquí pareciera que el poeta procura dar réplica al axioma de Philip Sydney (“infelices aquellos que no oigan la música de la poesía, semejante a la música de las esferas”); sin embargo, el poemario tiene más de ágape que de adoctrinamiento cuando leemos: “Venid los que dudasteis un día de la hermosura.” Música imperceptible para los sentidos corporales, lo acústico numinoso como vehículo cósmico y esplendente, audición quizá de reminiscencia sufí que conduce al conocimiento superior. De manera que entre macrocosmos y microcosmos, entre luces y materias, el texto sería ya transcripción plena del mundo imaginal, apropiándonos de la terminología de Henry Corbin. El poemario de Lupiáñez, entonces, se configura como constelación de la imagen arquetípica de esa tonada que es atadura dorada y es destino de signos, territorio intermedio y atemporal, la tierra de la cadena visionaria de los discípulos de Hermes.
Pues hermético a la par que cenital resulta Arcanos (1984). Hermético en el más estricto sentido de Hermes, símbolo de conjunción e integración que anula los contrarios iluminando el camino de la totalidad, figura mediadora y liminal, habitante de la encrucijada. Se preguntarán si el título ya se redujo a la substancia, si el poeta se desprendió de la mezcolanza con lo adjetival de los libros anteriores. Muy al contrario, pues en Arcanos la mixtura es perfecta si atendemos a las dos acepciones del vocablo; la cualidad de lo secreto y lo recóndito; un nominativo para el misterio. Poemario en el que Lupiáñez descifra cifrando sus arcanos con faunos y ninfas, con citas-citereas, con soles tibios y umbríos miradores, en su pluralidad y unicidad intuimos que el poeta ha asumido que el mysterium magnum de la materia –cósmica o poética- solo puede desvelarse y volverse a velar mediante símbolos. Y esta irrealidad misteriosa y mistérica cuya oscuridad se hace tangente tan solo a los poetas a través del “mágico espacio del párpado entornado”. Poetas capaces de transfigurar la alquímica unión entre astrum e hylé en materia poética, a sabiendas de que ellos también están hechos de símbolos, de sombras que se funden “con las sombras del mundo.” Lupiáñez (nos) advierte: se aproxima una muerte auroral, una aurora consurgens.
Y, dado este aproximar, el emblema se vuelve venéreo. Número de Venus (1996) es un tránsito, una consonancia de diapasón a la manera de Zambrano, un descender y un recorrerlo todo, las zonas en tinieblas, las profundidades en que se custodia la claridad. Su título alberga unas coordenadas: la cifra-número de una esfera-diosa, doble consonancia. Venus doble y dual, de azules uránicos y un cisne pandemós, lucero del alba y del atardecer. Poemario de tránsito astronómico, donde consuenan las luces y las sombras de la lírica áurea y de la estética finisecular, mixtura proporcional y sensual de lo contemplativo y ornamental. Poemario de perfiles y nocturnos que anuncia el tránsito de la POESÍA CENITAL-AUSTRAL a su POESÍA ACIMUTAL. Solo así se explica el “Pórtico” inicial del poemario, umbral del templo textual, pronaos de diez columnas o estrofas. Si es templo griego orientado de este a oeste, nos indica que estamos ante un ocaso (un final); si, por el contrario, es templo romano orientado de norte a sur, lo cenital-austral se prolonga entonces hacia el horizonte. Puede decirse que son ambos y que el poemario constituye un declinar y un avanzar, un sutil cambio de rumbo, un “tránsito de Venus”, casi eclipse, como se sugiere en “Eco en Agmat”:

Qué será de mis campos de jade,
de mis fieles paraísos
{…} qué será de mis campos al sol, de mis campos solares,
de mis espigas áuricas que se cimbreaban al atardecer
{…} Qué será de mis sendas, de mis huertos ocultos
{…} lloradme todos, llorad a quien ya es
sombra fundida con las sombras.

La POESÍA ya ACIMUTAL de José Lupiáñez nos sumerge un año después en la sicigia de La luna hiena (1997). Navíos, playas, puertos, cementerios marinos y sirenas nos exhortan hacia un “viaje inminente”: la náutica simbólica del sentimiento oceánico, la náutica de la anteriormente pronosticada co-pertenencia esencial del yo al mundo por el que se transita, de comunión íntima y no menos dolorosa entre el yo y el universo circundante. Se trata ahora de sumergirse en catafalcos en las profundidades, de naufragar incluso. Se trata tanto de anegarnos en los océanos nocturnos como de adentrarnos en la espesura del bosque de signos. Navegación catábica hacia el fondo sin llama, un horizonte de verticalidad subvertida cubierta de nieblas engañosas y noches sombrías. El “viaje nocturno por el mar” que Cirlot hacía equivaler al “viaje al inframundo”. Complicada contemplación bajo la vigilia del gran ojo lunar como un Ulises observado por los dioses.  Los abismos oceánicos parecen haber devorado al sol, recordando a Frobenius. Es la hora de la aprehensión, de la meditación en longitud acerca de la transfiguración de la materia captada en altitud de lo contemplado. Hasta atracar en el Puerto escondido (1998).  Téngase en cuenta que el viaje simbólico jamás será mera traslación en el espacio. Deviene sobre el poeta una mixtura para él ya conocida o, al menos, presagiada: el destino, la ananké, es azarosa. En la concordia de opuestos reside siempre la certeza de lo incierto. La navegación por los piélagos del yo solo admite estructuras fundamentales: la destrucción y el retroceso, el naufragio y la regresión. Regressus ad uterum, el retorno a los orígenes de cláusula sacrificial. De ahí que en el poema “El retorno” el poeta asuma que “Es la hora del regreso: / el camino que verde desafiaba a la tarde / habrás de desandar en esta hora nocturna {…} Nada más traes contigo, / las manos con heridas recientes, / el corazón con las antiguas.”
Entre Puerto escondido y La verde senda  (1999) se articula cierta subversión del secretum iter horaciano y del retiro del poeta agustino, dado que en vez de alejarse de lo mundanal en busca de la contemplación de lo sagrado, esto es, la mistérica Belleza, Lupiáñez decide sumergirse ahora en el ruido más mundano, en el caos confuso de lo visible, simbolizado en la India, topos arquetípico de reunión de contrarios (la miseria y el ensueño, la pobreza y la magia, el dolor y el aroma):

Sagrada y diabólica maldita y áurea;
la ciudad convertida en caos, el vertedero
por el que sobrevuelan las rapaces
{..} la terrible masala de milagro y de miedo,
de injusticia y belleza, de cieno y melodía.

La verde senda alberga, a nuestro entender, un Et in Arcadia ego subvertido, pues la sacra materia, en tanto que misterio, habita no solo en cisnes y jardines, en oros fúlgidos y perfiles de esfinge, sino también entre los ruidos y el fango que ahogan el susurro del límpido loto. Un loto (padma o kámala) que simboliza el centro místico del yo, entre lo corpóreo y lo sutil, cubierto por el manto espeso de la materialidad.
Todo viaje es representación del descubrimiento y de la iniciación; bien como éxodo o destierro, impuesto o voluntario, las implicaturas simbólicas del viaje entrañan la conquista de un conocimiento o una dimensión psíquico-espiritual superior. Asimismo, al enlazarse con el sueño, el poeta vertebra un singular vínculo con las esferas de lo sagrado, como el sutil vínculo entre las transparentes cuentas de un collar o entre los eslabones de una áurea cadena. El sueño de Estambul (2004), en opinión de García Velasco, se caracteriza por la reiteración casi obsesiva del adverbio aquí. Pero lejos de interpretarlo como una actualización de lo visitado-vivido, creemos otear en ese aquí circunstancial un nunc stans temporal. Lo cronológico y lo espacial se cruzan como dos ejes para establecer una intersección, una encrucijada. Estamos ante el poeta en su estricta liminalidad, en el umbral mismo  de Hypnos, divinidad de dones contradictorios. El poeta, pues, en el tránsito absoluto, “mi vida errabunda” –nos dice-; tránsito simbolizado en ese “puente” entre “las dos orillas” o en la indeterminación azarosa de las cuentas del “komboloi”, collar turco cuyo origen es radicalmente griego. La cadena poética cuyo hilo (sutra) es la liminalidad por la que el poeta transita. Lupiáñez lo escribe: “en esta hora inquieta de mi vida / que salta de la nada al paraíso.” El azar, la eventualidad de ese rito de paso que es el acto poético. El albur cruzado con el ansia de certezas. Confirmamos, pues, nuestra sospecha: lo cenital no ha sido del todo abandonado. Nunca lo fue. Aquí están las llamas de siempre, el sol (“turbante de fuego”), lo inefable o los humos, esencias y perfumes, las luces de poniente, los perfiles luminosos y los candiles. Mientras, el mar queda “calmo”, “dormido”, sembrado de “varados navíos”, si bien Lupiáñez intuye que “la desventura sigue aguardando / con sus trampas secretas.”

Era inevitable. Lo acústico y lo contemplativo debían complementarse con lo táctil. Petra (La ciudad rosa) (2004) es “la ciudad escondida que a todos nos aguarda”, esto es, imagen de ese “centro espiritual” del que nos hablaba René Guénon. Más que un trasunto del topos de las ruinas, creemos que en Petra Lupiáñez edifica su especial configuración de la civitas sagrada en la que se cumple la complementariedad de lo pleno y lo vacío, de lo único y lo múltiple. Acaso Petra es ciudad solar, de un sol rojizo transmutado en rosáceo en la mixtura con la roca, sangre lumínica vertida en mineral sacrificio. ¿Y no será Petra símbolo de ese “spirito de la vita” que Dante ubicaba en la más secreta cámara del corazón? ¿Ciudad o centro donde se superponen estos tres sentidos en pos del hallazgo paradisíaco y la identificación con el principio supremo? Si esto es así, cómo, entonces, no utilizar el simbolismo pétreo y apelar al tacto, a la rozadura, al tiento. La piedra, símbolo del ser, de su cohesión, integridad y firmeza. La piedra es el ritmo creador solidificado, es el betilo sagrado, el hueso mítico de los primeros hombres, la unidad alquímica de los contrarios, de lo fijo y lo volátil, como la permanencia incorrupta de las ruinas excoriadas por el tiempo.

Pero, frente a la perpetuidad de la piedra, acontece la celeridad de La edad ligera (2008), poemario de garcilasiana denominación, aunque de resonancias machadianas. No lo duden: la mixtura está más presente que nunca, pues la ordenación del tiempo siempre ha procedido de dimensiones espaciales. La encrucijada última. Y ambos, unidos en danza cósmica, provienen del mismo principio ourobórico, de esa serpiente enroscada en el transcurso eclíptico, de “La hora violeta”. Era inevitable. La POESÍA NÁUTICA, ACIMUTAL, de Lupiáñez había de incurrir en la simbología del regreso, tan conexa al viaje. El desvanecimiento en el retorno, en el “Mar de enfrente”. No importa si este tiempo se muestra lineal (la vida única) o si se muestra cíclico (las vidas sucesivas). Un regreso por los “Jardines internos”, por el “Cuaderno del viaje”, por “Las cuentas del azar”. Las tres transfiguraciones poéticas de Lupiáñez en la escritura de este tiempo bifronte que es un todo un respicere órfico, un mirar hacia atrás, hacia el pasado, en la inminencia ineludible del futuro cuya sombra ya nos alcanza. El sacrificio que exige la contemplación del misterio poético es que, tras la transfiguración, tras la inmersión oceánica, tras la encrucijada en devenir, el misterio nos aguarda con sus velos. Del cenit al acimut. Porque el regreso no es más que despertar no en otra nueva orilla, sino en la misma orilla de la incertidumbre siempre, la orilla de un “oro rojo y último” diciendo “a la oscuridad que se apresure.”