{FRAGMENTO}
Durante la Edad Media, el modelo aristotélico era el predominante, si bien algunos de sus postulados fueron cuestionados por incompatibilidad con la fe cristiana. A finales del siglo X se funda la Escuela de Chartres, caracterizada por el eclecticismo casi sincrético de las doctrinas platónicas y aristotélicas, por su humanismo científico-estético (a las Siete Artes Liberales se incorporan la Teología, las Matemáticas y la Física), por el conocimiento de obras clásicas y árabes, así como por la búsqueda de un armonioso entendimiento entre fe y razón. Junto con la Escuela de Claraval, centrada en la mística, y la Escuela de Saint Victor, de mayor orientación psicológico-teológica, Chartres constituía uno de los focos de irradiación cultural que determinarían la renovación del siglo XII. En este contexto, Thierry de Chartres (m. ca. 1150) expuso, en una magistral síntesis de teorías platónicas, aristotélicas y neoplatónicas, las causas de la creación del Universo. Su Tratado de la obra de los seis días supone una exégesis del relato del Génesis desde una perspectiva científica, concretamente, la perspectiva del Quadrivium: “existen cuatro tipos de razones que llevan al hombre al conocimiento del Creador, a saber: las pruebas aritméticas, musicales, geométricas y astronómicas.” Asimismo, explica que la creación responde a cuatro causas: una material, creada por Dios; otra formal, que se subdivide en la forma universal creada por el Espíritu Santo y la forma de las esencias creada por el Hijo; una causa eficiente en tanto que la materia es creada a partir de la nada y, por último, una causa final por la cual todos los seres participamos del amor divino. Para Thierry el Universo es esférico, con movimiento circular, y las esferas celestes se mueven por poseer una especie de alma o intelecto.
Hildegarda de Bingen (1098-1179), gran conocedora
de las obras de Platón, Boecio y San Agustín, escribe su primer libro
cosmológico, Liber Scivias, por
inspiración divina (vidi et audi).
Recuérdese que aún las fronteras entre la erudición, la intuición y el
misticismo eran poco nítidas y en la abadesa nos vamos a encontrar con la
correspondencia entre macrocosmos y microcosmos, como puede observarse en las
magníficas láminas miniadas de todas sus obras. Las veintiséis visiones de las
que se compone el libro se organizan en tres libros (de seis, siete y trece
visiones respectivamente) que comienzan con la Creación y culminan en el Juicio
Final. Es en la visión tercera donde se nos describe el Universo con la forma
de un huevo cósmico en una superficie exterior en la que Dios es simbolizado
como un radiante y cegador fuego. La Tierra, rodeada por cuatro cáscaras
celestiales, aparece constituida por los cuatro elementos. La esfera es
sustituida una forma ovoide. Éstas cuatro cáscaras eran: el aer aquosus o zona de agua, que rodea a
la Tierra de manera inmediata; el purus
aether o zona del aire, con la Luna, Venus, Mercurio y las estrellas fijas;
la umbrosa pellis, el fuego oscuro en
el que se originaban los rayos; por ultimo, el lucidus agnus, zona ígnea del Sol, Marte, Júpiter y Saturno. El
conjunto recuerda la figura de una almendra. Pero es el Libro de las obras divinas, en el que regresan las esferas
concéntricas, libro conocido también como De
operatione Dei, el que mejor expone la conexión entre el Universo y el
mundo divino (macrocosmos) y el mundo donde habita el ser humano (microcosmos):
una figura humana con alas, sobre la que se apoya la cabeza de un anciano,
abarca con sus brazos la circunferencia del mundo, en cuyo centro se encuentra
un hombre desnudo con los brazos extendidos horizontalmente. Estamos ante la
rueda cósmica que establece la armonía. Su cosmología suponía un compendio de
metafísica, antropología, biología y teología, siendo máximo axioma el hecho de
que macro y microcosmos estaban unidos por un centro, el ser humano: “Al igual
que cuerpo y alma existen conjuntamente y se refuerzan el uno al otro, así
también existen el firmamento y los planetas, y se abrazan y se refuerzan
mutuamente. Y al igual que el alma da vida al cuerpo y lo consolida, así
también el sol, la luna y los demás planetas abrazan al firmamento con su fuego
y lo refuerzan, pues el firmamento es como la cabeza del hombre; el sol, la
luna y las estrellas, como los ojos; el aire, como los oídos; los vientos, como
el olfato; el rocío, como el gusto; los costados del mundo, como los brazos y
el tacto. Y las demás criaturas que hay en el mundo son como el vientre, pero
la tierra es como el corazón.” Otra
abadesa del siglo XII escribió uno de los tratados astronómicos más destacados
en el período medieval: Herrad de Lansberg. Su Hortus Deliciarum, del que ya comentamos una de sus láminas,
constituía un compendio enciclopédico de diversos saberes sobre religión,
astronomía, historia, botánica y geografía, ilustrado por ella misma. Aun
siendo la Biblia la fuente fundamental, también estudiosos laicos son
consultados y citados para la realización del cómputo de días festivos, la
organización de los signos del zodíaco, el análisis del clima y de los vientos
según los cuatro elementos y su influencia en los cuatro humores.
No es posible trazar una historia de la
Astronomía, por muy breve que sea, sin mencionar la importante labor de la
Escuela de Toledo y de Alfonso X el Sabio (1221-1284). Durante los siglos XI y
XII la Escuela de Toledo se había convertido en el centro cultural de la España
musulmana y mantuvo este estatus después de la reconquista cristiana. En el
seno de esta escuela, donde Azarquiel había escrito sus Tablas toledanas, el arzobispo Raymundo de Agen funda la Escuela de
Traductores. Alfonso X, interesado en los escritos árabes y en las Etimologías de San Isidoro, expone en
sus Tablas alfonsíes que la
Astronomía no puede ya sino basarse en la observación; observación llevada a
cabo por varios hombres en distintos momentos históricos debido a los diversos
movimientos de los astros y que, una vez cumplidas estas premisas, los
resultados de esta más precisa observación (equinoccios, conjunciones
planetarias y estelares, eclipses solares y lunares) se volcaron en dichas Tablas, divididas en cincuenta y cuatro
capítulos. El monarca reunió a los mejores astrónomos de Córdoba, Sevilla,
Murcia, Salamanca, Toledo; creó un congreso de sabios notables (judíos,
musulmanes y cristianos) para revisar y traducir los trabajos y promovió la
construcción de los instrumentos necesarios para la observación astronómica. El
producto de tal empresa fueron los siete Libros
del Saber de Astronomía. Sin embargo, fueron las Tablas las que gozaron de
mayor atención y más rápida difusión en tiempos postreros, especialmente, para
Copérnico, que utilizó diferentes versiones de la obra. Las Tablas Alfonsíes se convirtieron en la obra astronómica de máxima
referencia en Europa hasta la irrupción en el ámbito de la ciencia de las Tablas Rudolfinas, preparadas por Tycho
Brahe y publicadas en el siglo XVII por Kepler.
El modelo armónico de cosmos transmitido por Aristóteles,
como ya hemos mencionado anteriormente, fue cuestionado por los teólogos
medievales. Maimónides (1135-1204), Santo Tomás de Aquino (1225-1274), Juan
Buridan (1295-1358) o Nicolás de Oresme (1320-1382) fueron algunos de los
pensadores que, al no encontrar una forma de conciliar el aristotelismo con la
fe, se limitaron directamente a rechazar el primero, lo que condujo al
postulado de la inmovilidad de la Tierra. Siguiendo la lectura de las Sagradas
Escrituras, se determinó la existencia de tres esferas exteriores a las de los
planetas: la esfera empírea (estática e invisible), la esfera cristalina
(transparente) y la esfera de las estrellas fijas, la más interna.
Entre los siglos XIII y XIV se europeizaron una
serie de textos orientales y de la Antigüedad tardía que versaban sobre los
Hijos de los Planetas. El término alude al vocablo alemán planetenkinder y se
refiere a la influencia de los planetas en el carácter, la actitud, el oficio y
el aspecto físico, ligados a su vez a la divinidad que regían dichos cuerpos
celestes. Mientras los hijos del Sol están abocados a gobernar el mundo
temporal y espiritual, los de la Luna están regidos por las aguas; si los hijos
de Venus están dotados de cortesía, los de Mercurio destacan por su habilidad
en las artes; un carácter colérico y tendente a lo belicoso tendrán los hijos
de Marte; en cambio, los de Júpiter serán buenos gobernantes o jueces;
finalmente, los hijos de Saturno vivirán marcados por la melancolía.
Hay un autor y una obra en los que, a tenor de lo
expuesto, nos vemos obligados a detenernos. Mucho se ha escrito ya de Dante
Alighieri (1265-1321) y de su Divina
Comedia, pero quien más y mejor se atrevió a realizar una lectura esotérica
fue René Guénon. Bien es verdad que el florentino señaló que su obra contenía
un sentido oculto y no tardó la crítica en descubrir un sentido poético, un
sentido filosófico-moral y un sentido político-social. A Guénon le debemos un
cuarto sentido, el iniciático, que viene a nutrirse de un código astronómico,
de manera que la Comedia no sería
sino una alegoría de las etapas sucesivas por las que atraviesa la consciencia
del iniciado. No nos es posible extendernos en la simbología tripartita del
texto, ni en la serie de correspondencias que de ella se deriva, pero sí deberíamos
recordar que cada una de las partes que constituyen el poema termina con la
palabra stella, “estrellas”. Quizá
esté preparando al lector –otro iniciado- para la contemplación final del regnum caelorum, donde residían Dios y
los justos siervos. Y en pleno Paraíso cita el signo zodiacal al que pertenece,
Géminis, signo “que al Toro sigue y dentro de él estuve. / Oh gloriosas
estrellas, luz preñada / de gran poder, al cual yo reconozco / todo, cual sea,
que mi ingenio debo, / nacía y se escondía con vosotras / de la vida mortal el
padre, cuando / sentí primero el aire de Toscana; / y luego, al otorgarme la
merced / de entrar en la alta esfera en que giráis, / vuestra misma región me
cupo en suerte […] La era que nos hace tan feroces, / mientras con los Gemelos
yo giraba, / vi con sus montes y sus mares; luego / volví mis ojos a los ojos
bellos” (Paraíso, canto XXII,
117-154).
El cosmos que nos muestra Dante es finito y
jerárquico, muy probablemente por influencia aristotélica, y se divide en tres
regiones: el mundo sublunar (zona de los cuatro elementos), el mundo celeste
(zona etérea) y el mundo supraceleste (el Paraíso). La Tierra se ubica en el
centro, estática, material, alrededor de la cual giran las esferas. En el seno
de la Tierra, debajo de Jesuralén, se encuentra el Infierno, cono invertido de nueve círculos. En el otro extremo, en
la zona sublunar, se halla el Purgatorio,
montaña de siete cornisas terminada en meseta, donde se alza el Paraíso
Terrenal. En el mundo supraceleste se establece el Paraíso con sus nueves esferas celestes. A partir de aquí,
Aristóteles es relegado por Tolomeo y la astronomía musulmana en cuanto a la
posición del Sol. Cada cielo tiene su correspondiente esfera y sus respectivos
residentes que son quienes se encargan del movimiento de la misma. Así, el
primer cielo es la Luna, donde se
encuentran los ángeles; en el
segundo, Mercurio, los arcángeles; en el tercero, Venus, los principados; el Sol y las
potestades (espíritus sabios)
pertenecen al quinto cielo; en el sexto, Júpiter,
están las dominaciones; los
contemplativos tronos ocupan el
séptimo cielo o Saturno; el octavo es
el denominado Cielo de las Estrellas
Fijas, reservado para los querubines,
Cristo, la Virgen, los Apóstoles y Adán; el noveno es el conocido como Cristalino o Primer Móvil, movido por los serafines, en donde Dios se le
aparece; finalmente, el Empíreo, con
la rosa sempiterna en forma de anfiteatro, en cuyas gradas aparecen sentadas la
Virgen y Eva, Beatriz –en la tercera fila- junto a Raquel y, en definitiva,
todos los bienaventurados. Así puede verse incluso en la obra del pintor
romántico Philipp Veit titulada El
Empíreo (1827-1829) en la Cassa Massimo. Se trataba de un encargo del
marqués Carlo Massimo para decorar el pabellón de su jardín con motivos del
poema dantesco. En el centro de una gran mandorla dorada aparece la Virgen y la
Trinidad y alrededor de ellos se distribuyen los planetas personificados. En
una esquina, el pintor alemán quiso reunir a Dante y Beatriz.
En los siglos XIV y XV proliferaron los
denominados libros de horas, conjunto de oraciones que atendía a las distintas
horas (principalmente, del calendario litúrgico) y a los cambios de estación.
Desde Hesíodo puede decirse que las edades y las horas se asociaban a ciertos
hechos cósmicos que influyen en las distintas tareas correspondientes a los
meses del año. La obra más conocida y mejor ilustrada en este contexto es el Libro de las muy ricas horas duque de Berry,
realizado en el siglo XV por los miniaturistas conocidos como los Hermanos
Limbourg. Paul, Herman y Jean (más tarde participarían otros artistas) crearon
las ciento treinta miniaturas –en oro y plata- y las tres mil iniciales
bordadas en lo que se considera el códice más impresionante de su tiempo. Las
iluminaciones del calendario se caracterizan por un tímpano que corona la
ilustración y que contiene observaciones astronómicas. En el interior, un
camafeo azul oscuro, aparece un hombre montado en un carro que porta un sol
radiante. Alrededor de este centro se despliegan las informaciones astronómicas
y zodiacales para cada mes. El mes de enero recoge una escena cotidiana de la
vida del Duque de Berry, un fastuoso banquete en el que lo rodean sus
invitados, entre ellos, el chambelán y los Limbourg. Febrero, el mes más frío
está perfectamente recreado con la luz mortecina, el paisaje nevado por
completo, las huellas sobre la nieve, los tejados albos, construyendo así una
escena campesina que muestra la dura vida agraria y ganadera. Para recrear el
mes de la primavera, abril, se ha escogido unas bellas figuras femeninas en una
hermosa escena cortesana en el jardín, presidida por el intercambio de sortijas
de una noble pareja, posiblemente Charles d’Orleans y Bonne d’Armagnac, hija
menor del Duque. En junio asistimos a la siega del heno y el esquileo de los
corderos, con el palacio real al fondo. Asimismo, al mes de septiembre le
corresponde los trabajos de la vendimia en el viñedo de Anjou, con el castillo
de Saumur coronando toda la escena, bucólica y apacible. En cambio, diciembre destaca
por la violencia de una cacería –el jabalí devorado por los perros- que ha sido
interpretada como una alegoría de la Guerra de los Cien Años.
Pero si hay una ilustración en la que de forma más
notable se advierte la influencia de los conceptos astronómicos (y
astrológicos) es la titulada como El
Hombre Anatómico u Homo Signorum.
Esta curiosa imagen parece responder al interés de Carlos V, hermano del Duque,
por las artes adivinatorias y astrológicas en las que era instruido por el
astrólogo de la corte, Thomas Pisani. En una enorme mandorla aparecen dos
figuras humanas (lo masculino y lo femenino; uno moreno, la otra rubia),
espalda con espalda, tan unidos que recuerdan de manera inevitable al rebus o andrógino alquímico. Los signos
del zodíaco se distribuyen en un eje vertical en el cuerpo de la figura
femenina, que está de frente, desde Aries hasta Piscis, desde la cabeza hasta
los pies. Y en los cuatro ángulos de la miniatura puede leerse: “Aries, leo,
sagitarius, sunt frigida et secca collerica masculina. Orientalia”; “Taurus,
virgo, capricornius, sunt calida et secca malancolica femmina. Occidentalia”;
“Gemini, aquarius, libra, sunt calida et humida masculina sanguinea.
Meridionalia”; “Cancer, scorpius, pises, sunt frigida et humida flemmatica femmina.
Septentrionalia” (f. 14v). Se trata, pues, de una representación de la medicina
astrológica o melothesia, por la que
se asigna un signo zodiacal o un planeta a cada parte del cuerpo y un humor o
temperamento. Así, Aries rige la cabeza y Tauro, el cuello; Géminis, por ser
doble, son asignados a los pulmones; el corazón queda protegido por Leo y el
Sol; a Virgo le corresponde el vientre y sucesivamente así, hasta llegar a
Piscis y los pies. La melothesia,
correlaciones entre el individuo y el cosmos y distribución de los influjos
astrales sobre el cuerpo humano, no deja de ser una teoría desprendida de la
concepción armónica entre macrocosmos y microcosmos de Aristóteles y Tolomeo y
que se nutrió tanto de la influencia egipcia (“el universo es un hombre grande”) como del esoterismo árabe (“el hombre es un pequeño universo”). Una
doctrina de origen babilónico que tendrá importancia capital en la Edad Media
y, sobre todo, en el Renacimiento. De hecho, aunque en algunos casos con
ciertos matices, podemos encontrar su influencia en algunas obras de Hildegard
de Bingen, como hemos visto, en El jardín
de las delicias de El Bosco, en
el Argos de Giulio Camillo, en De divina proportione de Pacioli, en el Homo ad circulum de Leonardo y, por
supuesto, en la filosofía de Ficino, por citar sólo algunos ejemplos.