DE BOCCACCIO A ROSSETTI, DEL TEXTO A LA IMAGEN

DE BOCCACCIO A ROSSETTI, DEL TEXTO A LA IMAGEN:
REPRESENTACIONES INTERSTICIALES DE LA MUJER

Cristina Hernández González

X Congreso Internacional "Ausencias: escritoras en los márgenes de la cultura"
Jornada dedicada a Boccaccio y las mujeres
Sesión II. Representaciones artísticas y culturales de la mujer boccacciana
Madrid, 24-26 de octubre de 2013
UNED



Bocca baciata | D. G. Rossetti, 1859



Resumen: Este artículo analiza algunos personajes femeninos del Decamerón de Boccaccio que se alejan de la dualidad de los arquetipos atribuidos a la mujer. Demostraremos el funcionamiento de la concordia de elementos opuestos en la creación de representaciones femeninas intersticiales y observaremos también cómo estos son reproducidos iconográficamente por la Hermandad Prerrafaelita.
Palabras clave: Boccaccio, Decamerón, arquetipo, personaje femenino, Prerrafaelismo.

Abstract: This article analyses some feminine characters from the Decameron by Boccaccio who move away from the duality of archetypes attributed to woman. We will show how the harmony between opposite elements in the creation of interstitial feminine representations works and we will observe how they are iconographically reproduced by the Pre-Raphaelite Brotherhood.

Key words: Boccaccio, Decameron, archetype, feminine character, Pre-Raphaelism.




Los personajes femeninos del Decamerón no pueden ser catalogados sin más bajo un prisma dualista que establece disyunciones excluyentes como mujer insumisa/mujer sumisa, mujer frágil/mujer fatal, mujer terrible/mujer virtuosa, etc., como tampoco pueden reducirse a esta taxonomía las retratadas por los artistas finiseculares. Es conveniente advertir una especie de continuum entre tales arquetipos, una suerte de concordia oppositorum, cuyo producto resultante no es sino lo que denominamos representación intersticial, pues toda concordia o coincidencia de dos elementos contrarios deviene en un tercero que matiza las cualidades de los anteriores. A través del análisis de los personajes y los motivos que los circundan y/o atraviesan, observaremos cómo algunas de las mujeres boccaccianas mostrarán subversión en el seno del aparato ideológico de la sumisión, y cómo estas mujeres lograrán alzar la virtud desde la profundidad de las verticales relaciones feudales. Aceptamos que en el Decamerón funcionan como dos constantes el poder regenerador de la palabra y la escala progresiva del vicio hacia la virtud (Hernández, 1994: 70). Ahora bien, teniendo presente que tales constantes no son estáticas ni invariables, sino fluidamente dinámicas, al desplazarse por el continuum citado. A tenor de lo expuesto, procuraremos demostrar el particular funcionamiento de la categoría opositora palabra/silencio, así como su entrelazamiento con otras categorías duales (sumisión/insumisión, vicio/virtud, larguetat/escarsetat) en la configuración de los arquetipos femeninos.
Por otra parte, cabe señalar que el entusiasmo por la Edad Media de la Hermandad Prerrafaelita se inclinó en gran medida hacia el tema artúrico y el folclore anglosajón, si bien su italianismo estético no se limitó a las artes plásticas. Y aunque la sublimación erótica dantesca fue la predilecta (sobre todo, en Rossetti), el Prerrafaelismo, el Simbolismo y el Esteticismo encontraron en las figuras femeninas de Boccaccio una compleja pero perfecta expresión de su imaginario arquetípico acerca de la mujer. Así pues, el arquetipo de la mujer sensual y seductora aparece en Bocca Baciata (1859) de Dante Gabriel Rossetti, cuyo título remite a un proverbio recogido en el cuento 7 de la jornada II del Decamerón: “Bocca baciata non perde ventura, anzi rinnuova come fa la luna.” La historia de la hermosa sarracena y sus nueve nupcias por culpa de la belleza fatal le permiten a Rossetti crear un retrato femenino –suerte de alegoría entre la voluptas y la vanitas- donde hay un sutil equilibrio entre lo erótico y lo sublime. Expuesta en el Hoharth Club, la obra fue considerada escabrosa y vulgar, excesivamente sensual, a pesar de la exquisitez de la vestimenta y de las joyas, del cuello rotundo y los carnosos labios, de la abundante y esponjada cabellera, que configuran una iconografía de lo femenino voluptuosa y sugerente. La obra no está exenta de un importante simbolismo. Entre los cabellos asoma una rosa blanca, que representa el amor. En el fondo del lienzo y en sus manos aparecen caléndulas, que simbolizan el dolor, la aflicción, la tristeza. En el ángulo inferior, una manzana, claro referente de la tentación y el apetito sensual. La bella retratada, Fanny Cornforth –modelo y amante del pintor-, dirige su mirada hacia la izquierda, como si mostrara cierto vanidoso desdén hacia el espectador. Lo cierto es que los arquetipos femeninos de los prerrafaelitas nunca son del todo planos, fijos o estancos, como sucede como los personajes femeninos de Boccaccio, sino que siempre oscilan entre el deseo y la melancolía, entre la carnalidad y la contrición. Una muestra de la mujer frágil y virtuosa, tan del gusto finisecular, lo tenemos en How Liza loved the King (1893), de Edmund Blair Leighton, dedicado a los amores de la humilde Lisa por el rey Pedro (Decamerón, X, 7), aunque, paradójicamente, la fragilidad de la joven, que sufre de amor hereos o melancholia, será síntoma de su alta virtud. A Tale from the Decameron (1916), de John William Waterhouse, recrea la reunión de los diez narradores del Decamerón, como ya lo hicieran Francesco Podesti o Franz Xavier Winterhalter (ambos hacia 1850), con los elementos fundamentales: el castillo al fondo, el hermoso jardín y la fuente. De los diez personajes se puede afirmar que funcionan alegóricamente, pues las siete donnas simbolizan las siete virtudes, mientras que los tres jóvenes representan tres rostros o facetas del propio Boccaccio. El motivo del jardín encantado o florido en pleno invierno, de origen folclórico, pedido por la pudorosa Dianora a micer Ansaldo (Decamerón, X, 4), fue también tratado por Waterhouse en The Enchanted Garden (1917), pero es la versión de Marie Spartali Stillman, The Enchanted Garden of Messer Ansaldo (1889), la que mejor escenifica los elementos del relato: el cromatismo blanco y gélido del invierno en el exterior del jardín en contraste con el cálido colorido de árboles, hierba, flores y frutos que apelan a la belleza sensorial. Al igual que en la narración, el personaje femenino se encuentra en un particular hortus conclusus cuyo centro es un majestuoso almendro florido, y no cabe duda de que Spartali logra establecer, al envolver a las figuras femeninas de los símbolos vegetales, una perfecta alegoría del tiempo cíclico y de la regeneración vital de la naturaleza, ámbito siempre vinculado a la mujer. También en un jardín hallamos a la Monna Giovanna (1907) de Edward Robert Hughes, otra virtuosa mujer del Decamerón (V, 9) cuya grandeza queda manifiesta en la armonía entre los tonos pastel de los rosáceos ropajes, la blanca piel y el cristalino collar de Giovanna y las rosas de los arbustos. El encuadre vegetal, que tanto nos recuerda a la Ginevra de’ Benci (1474-1478) de Leonardo da Vinci o a la Princesa d’ Este (1435-1449) de Pisanello, y la flor escogida refuerzan el arquetipo de mujer virtuosa tras la viudez, dado que en Giovanna parecen cruzarse y mezclarse las antiguas Rosalia romanas, donde la rosa adquiría connotaciones fúnebres, y la iconografía mariana de la Virgen como “rosa sin espinas” (Impelluso, 2003: 118).  Una frondosa arboleda sirve igualmente de marco para contemplación de la belleza femenina que motiva la elevación espiritual en el relato de Cimón e Ifigenia (Decamerón, V, 1). Tanto la narración como las diversas representaciones pictóricas –casi siempre centradas en la durmiente y semidesnuda Ifigenia- reproducen la ambientación arcádica y sugieren la fuerza ennoblecedora del amor, como ocurre en los trabajos de Rubens (ca. 1617), Angelica Kauffman (1780) o Reynolds (1789). Frederic Leighton, en su Cymon and Iphigenia (1884), trastoca los elementos narrativos: sustituye el “ya pasado el mediodía”, el intervalo temporal en que se produce el encuentro, al amanecer, a la aurora que tiñe todo el cuadro de una luz rosada, como si el nuevo día fuese tal vez preludio de un nuevo comienzo para Cimón.

A Vision of Fiammetta | D. G. Rossetti, 1878


Y, curiosamente, el amor, la belleza, el cuerpo y el tiempo se conjugan en el lienzo A Vision of Fiammetta (1878), de Rossetti. La amada de Boccaccio, Fiammetta (quizá Maria d’ Aquino), diminutivo de fiamma, “llama”, evoca con su nombre el fuego del amor y los encendidos celos. Real o no, invención erótica o recreación literaria, Fiammetta comparte con Beatriz y Laura el estatuto literario, aunque se aleja bastante de ellas. Bien como personaje, bien como musa inspiradora,  Fiammetta deja sus huellas en distintas obras de Boccaccio, pero es en Elegia di Madonna Fiammetta (1344-1344), obra de gran proyección en la España del XVI y XVII y con notables influencias grecolatinas, en especial, de Séneca y Ovidio, donde ella está más presente, al compartir con un público burgués y femenino el mal (furor) que sufre, su desamparo y desdicha amorosa, encarnando con su discurso introspectivo y evocativo el precedente femenino de la novela moderna. Se advierte cómo la Fiammetta de Rossetti (tradujo tres sonetos de Boccaccio en su Early Italian Poets, de 1861) ha abandonado la beatitud de Beatriz, pero tampoco se reviste únicamente de carnalidad sensual. En el lienzo predominan diversas tonalidades de color rojizo en el cabello delicadamente recogido, en los carnosos labios, en el vaporoso vestido, en el pajarillo –tal vez un pequeño ave fénix- y en las flores del manzano. Color que sugiere el fuego de su nombre, la tentación amorosa y la renovación cíclica de la naturaleza y las estaciones. Sus brazos, uno ascendente y otro descendente, agarran las ramas del árbol, como si de una ninfa dríade se tratase. En una de las muñecas apreciamos una pulsera de la que pende un corazón oro mientras una figura ígnea y alada rodea su cabeza, a la manera de aureola. Todos los elementos dispuestos, desde la cabeza hasta el corazón, en su perfecta simetría no hacen sino insinuar la renovación periódica del amor que atraviesa todo un cuerpo.
Y en verdad, pareciera que algunos de los personajes femeninos del Decamerón reproducen precisamente la tensión medieval entre la representación dual (alma/cuerpo) y la representación ternaria (alma/espíritu/cuerpo) del ser humano. A partir del siglo XII se reconoce que el alma es localis, esto es, localizable –para unos en el corazón, para otros en la cabeza-, pero no tanto en el sentido de que esté contenida en el cuerpo, sino que más bien está esparcida por él. En consecuencia, a través de los relatos de Ghismunda, Lisabetta y Griselda, tres imágenes intersticiales de lo femenino, advertiremos cómo la virtus se inscribe, respectivamente, en el corazón, en la cabeza y en todo el cuerpo sufriente, subvirtiendo precisamente los grilletes ideológicos impuestos  a su género. Asimismo, comprobaremos cómo el continuum opera dinámica de tres formas muy distintas en sus representaciones pictóricas: una circularidad concéntrica (Ghismunda), una verticalidad de ascenso/descenso (Lisabetta) y un perfil idealizado en plenitud (Griselda).

Ghismunda: palabra del corazón
Durante toda la jornada IV, asistimos al despliegue del tema provenzal del secreto amoroso, articulado con diversos motivos folclóricos e iconográficos, si bien el relato de Ghismunda le sirve a Boccaccio para defender, mediante el juego de oposiciones, su defensa de la nobleza o la virtud (Ghismunda y Guiscardo) que en absoluto depende del linaje (Tancredo). Así pues, el símbolo corporal del corazón –y concretamente, el motivo del corazón devorado, tratado a su vez en el cuento noveno- lo instala Boccaccio en la secuencia amor secreto-descubrimiento del secreto-silencio-lágrimas, que se cumple en este relato por parte de Tancredo, en oposición a la sabia y elocuente palabra de su hija Ghismunda. El destacado contraste entre el llanto incontrolado del padre y el temple ejemplar de la hija refuerza el antagonismo entre las dos concepciones boccaccianas sobre la nobleza. Si bien fue la Vida de Guillem de Cabestany la mayor influencia, el motivo del corazón comido se encontraba ya en un lai perdido, en el Castelain de Couci y en la balada del missensänger Reinmann von Brennenberg (Carmona, 1999: 45), que remiten a la leyenda tristaniana. La cordialidad simbólica aparece, a su vez, en varias ocasiones en la Vita Nuova dantesca. A pesar de la multiplicidad de fuentes y tradiciones de las que se nutre la jornada IV, la inesperada paradoja que instala Boccaccio –esto es, la unión de los amantes en la muerte, plasmación del amor omnia vincit- consigue establecer una lectura añadida al nudo entre secreto y cardiofagia mediante la dialéctica organicista entre ojos (Tancredo, revelación del secreto) y corazón (Ghismunda y Ghiscardo, instauración del secreto), oposición que, a lo largo de la narración, expone la dualidad confrontada entre la interioridad y la exterioridad, entre la intimidad del amor y la revelación del mismo, entre el corazón guardado en su corporal encierro y su extracción. Asimismo, la narración de Boccaccio expone, por una parte, un paralelismo cruzado entre la joven que entrega metafóricamente su corazón y el amado del cual recibe un corazón físicamente (Pellegrino y Poletti, 2004: 58); por otra, tres objetos, corazón-copa-alcoba, se convertirán en los motivos iconográficos esenciales de la representación pictórica de Ghismunda, como puede comprobarse en las obras de Bachiacca, Mario Balassi, Franesco Furini, Bernardino Mei, William Hogarth, Moses Haughton o Joseph Edward Southall.
Con todo, el acto de devoración implica una doble captura definitiva del corazón: en la copa y en el cuerpo de Ghismunda. Ha de tenerse en cuenta que el corazón pertenece a la sintaxis simbólica del centro anímico-espiritual, símbolo del circuito solar, motor del ser, residencia del hálito vital y foco irradiador del calor vivificante (Guénon, 1995: 384-385); constituye un elemento central en el esquema vertical de la metáfora corporal cabeza-corazón-sexo (Cirlot, 2006; 149-150) y, sobre todo, se vincula con todo objeto cuyo carácter es el contener y el proteger, como el vientre materno, la vasija, el cofre, el arca, la cuna, la barca, el ataúd, el vaso o la copa, es decir, el corazón participa del circuito simbólico de todo recipiente –material o inmaterial- que contiene y oculta un secreto (Cirlot, 2006: 139). La exégesis es obvia: tanto la copa que ofrece Tancredo como el cuerpo mismo de Ghismunda no son sino materializaciones de la envoltura del centro del ser, a la par que el corazón pertenece a la dinámica de la metáfora corporal del medioevo, del hombre-microcosmos (Le Goff y Truong, 2005: 129-144). Y todo ello encerrado en la intimidad y la privacidad del dormitorio, lecho de los amantes, casi altar. Los tres objetos, pues, alcoba-copa-corazón, funcionan tanto en el relato como en la tradición figurativa como elementos concéntricos que encierran, contienen, cubren y protegen, atributos simbólicos de lo femenino, de matriz (mater, materiam) en la ecuación mujer=cuerpo=vasija=mundo (Hernández, 2010: 243). Así los encontramos en El relato de Ghismunda (ca. 1520) de Francesco Ubertini, llamado Bachiacca, un medallón en el que la solemne alcoba ocupa el centro y sentada en ella, Ghismunda sostiene la copa de oro con el corazón en su interior. A los pies del lecho, una anciana con bastón representa o bien a Átropos o bien a la Fortuna, eje temático por excelencia del Decamerón y de la adaptación teatral de Antonio Camelli en 1499 (Pellegrino y Poletti, 2004: 59). La presencia de ambas figuras femeninas constata el entrelazamiento del amor y de la muerte, motivos opuestos pero engarzados en el corazón, mientras que la insistencia en la circularidad parece transmitir la imagen de la rueda de la Fortuna (hacia la muerte) y la matriz femenina (hacia la vida).


Sigismonda drinking the poison | J. E. Sothall, 1898


El cuadro Sigismonda drinking the poison (1898) de J. E. Sothall, una de las escasas representaciones de finales de siglo, descubrimos los motivos iconográficos pertinentes: la intimidad de la alcoba, Ghismunda en el lecho, la copa de oro en sus manos. Apenas hay innovación o adaptación de los elementos, pero hay una notable excepción: la vestimenta de la joven, de tonos rojizos intensos, resulta ser una metonimia cromática que alude al corazón de Guiscardo, el cual no es visible para el espectador, ya que la copa lo oculta por completo. Se comprende que aquí persiste la circularidad concéntrica: el traje envuelve a Ghismunda, quien envolverá o contendrá el corazón de su amado, del mismo modo que la copa de oro. Sin embargo, el cromatismo rojizo envolvente obliga a pensar que es el corazón el que, de algún modo, baña el cuerpo de la muchacha, al igual que el veneno que circula por su interior. Asimismo, el espejo circular situado detrás de la joven y delante del espectador, enclaustra toda la escena. ¿Acaso el cuadro es también un recipiente-mundo que contiene al observador, el cual alberga a su vez la escena observada?
En el caso de Ghismunda, hemos advertido cómo se establece la oposición entre el silencio y la palabra, dos extremos entre los cuales se ubica el llanto. Ghismunda, a nuestro entender, supone una representación femenina intersticial precisamente porque subvierte por completo el estereotipo de la virulentis sermonibus, de la mujer excesivamente locuaz, defecto de su género imperfecto e impuro. Esta misógina consideración, que podríamos hacer remontar a Simónides de Amorgos y que a lo largo de los siglos se nutriría con teorías médicas, filosóficas, literarias y morales, dejaba el monopolio de la predicación para el varón (Louzada, 2010: 81), condenando la incontinencia verbal de la mujer, como si se tratase de una consecuencia inferida de su incontinencia y voracidad sexual (de ahí que el sexo femenino tenga su metáfora corporal máxima en la vagina dentata y en la boca del infierno devorador). La corporalidad discursiva de Boccaccio se despliega, se expande, pues siendo el corazón el elemento primordial del relato, el autor nos recuerda que entre el corazón y el recipiente (la copa de oro, el cuerpo de Ghismunda), entre esos dos extremos del continuum, se encuentra la boca, elemento intermedio y mediador. Así pues, la boca, órgano que tradicionalmente condena a las mujeres (la palabrería, la incontinencia, la voracidad), se convierte en Ghismunda en instrumento de virtud, elocuencia y amor.
Y si las oposiciones caracterizan buena parte del relato, en el tramo final Boccaccio nos ofrece, en cambio, un hermoso despliegue de superposiciones o paralelismos simbólicos: las lágrimas finales de Ghismunda, lavando o ungiendo el corazón de su amado en su sepultura de oro, y el veneno preparado; el acto de estrechar y acercar el corazón de Guiscardo al suyo y, por supuesto, el sepulcro común de los amantes en el único gesto honorable de Tancredo. Como veremos en la historia de Elisabetta, las lágrimas cumplen un papel crucial en la concordia de opuestos Amor/Muerte y Palabra/Silencio; la diferencia con Ghismunda radica en los objetos vertebradotes de tales oposiciones, pues mientras aquí el corazón articula simbólicamente, en aquella, será la cabeza la metonimia corporal del malogrado amor, pero también de la probada virtud.

Isabella: el lenguaje de las lágrimas
Isabella, Lisabetta o Ellisabetta es el personaje que protagoniza el cuento 5 de la jornada IV del Decamerón de Boccaccio, la jornada gobernada por Filóstrato –cuyo nombre significa “el vencido por amor”- y dedicada a los amores con final trágico. El relato, narrado por Filomena, puede parecer conciso, lo que no le resta en intensidad dramática y lírica evocación. El amor entre los jóvenes Isabella y Lorenzo es un amor prohibido y considerado una traición por los hermanos de la muchacha quienes terminan asesinándolo. Lorenzo se le aparece en sueños –motivo tomado del Asno de oro de Apuleyo- para indicarle dónde ha sido enterrado y, así, Isabella, desentierra únicamente la cabeza y la oculta en un tiesto de albahaca. Al igual que la cabeza se encuentra encerrada en la vasija, Lisabetta se encierra en sí misma, de tal modo que solo se comunicará mediante sus lágrimas, materialización de sus sentimientos y vía de purificación.
En la figura de Isabella se entreteje una concatenación de motivos folclóricos de diversa procedencia que dan como resultado la transcripción particular de Boccaccio (Garrosa, 2010: 165), una (re)creación que expone nítidamente su inclinación a la mixtura o mezcla ya citada, la concordia de elementos opuestos cuya consecuencia más inmediata es la representación intersticial de lo femenino. Uno de los tópicos adoptados es la invocación mediante el llanto del amado difunto. El elemento líquido comporta una especial significación a la vez paralelística y cruzada, como dos hebras (trama y urdimbre) que conforman un tejido. La aparición durante la noche del espectro de Lorenzo, con las ropas empapadas, se debe al inconsolable llanto de la joven mientras esta dormía. Obsérvese la profunda intersección entre lo líquido (las vestiduras de Lorenzo, las lágrimas de Lisabetta) y lo nocturno (la privacidad de la alcoba de Lisabetta, la manifestación de Lorenzo en el sueño), así como entre lo material (las lágrimas-aguas de la viva Lisabetta) y lo inmaterial (la manifestación espectral del difunto Lorenzo). Esta mixtura de las lágrimas con la noche obedece a una doble interpretación del motivo: por un lado, es más que evidente su vinculación simbólica con la muerte, con la sombra y la oscuridad a las que ha sido confinado Lorenzo (como su posterior sepultura en el tiesto); por otro, ha de tenerse en cuenta la función del secreto amoroso, que conlleva al silencio, si bien en el caso de Lisabetta la palabra será conmutada por la lágrima. El secreto (ámbito del Amor) y la pena (ámbito de la Muerte) conducen irremediable y progresivamente no tanto a un silencio rotundo, sino a otro código, uno no verbal que es el de las lágrimas. El único lenguaje posible para Lisabetta es el del llanto. Y todo ello enmarcado en el espacio de la intimidad por esas aguas que simbolizan la “materia de la desesperación” (Durand, 2004: 102), del enclaustramiento en el propio yo de la joven, sepultura en sí misma en correspondencia con la sepultura de Lorenzo en la albahaca.
La mixtura de Boccaccio no se detiene aquí, pues mientras advertimos que Lisabetta languidece en vida, marchitándose como seca flor, Lorenzo otorga vida nueva (lo vegetal) en su muerte. Resulta inevitable, al leer a Boccacio, renunciar a los dobles sentidos, pero de esto no ha de inferirse dualidad. Al contrario, en los arquetipos femeninos que estamos analizando aquí lo que hallaremos es una especie de isomorfismo sincrético, una coincidencia armónica de contrarios, y nunca meros pares de opuestos. Así pues, en las lágrimas de esa aparente mujer frágil que es Isabella o Lisabetta no solo se reúnen y se mezclan la Vida y la Muerte, el Silencio y el Amor, sino algo mucho más complejo: la Vida desplazándose hacia la Muerte, la Muerte posibilitando la Vida, la transgresión del Secreto amoroso precisamente mediante el Silencio. Un continuum, pues, por el que se desplazan los personajes de Boccaccio.

Isabella or the Pot of Basil | W. Holman Hunt, 1868


El motivo boccaccioano fue retomado por Keats en su poema “Isabella, or the Pot of Basil”, llegando así a los prerrafaelitas. Mientras que Millais prefirió pintar a Lorenzo e Isabella (1848-1849) en un banquete que preludia el trágico final de su amor, John William Waterhouse (1907) y John White Alexander (1897) optaron por reproducir el abrazo de Isabella al tiesto de albahaca, el primero en un jardín de connotaciones fúnebres y el segundo en la oscura privacidad del dormitorio. William Holman Hunt (1827-1910) volcó en su lienzo Isabella or the Pot f Basil (1868) sus preferencias literarias y su experiencia personal, ya que lo pintó cuando vivía en Florencia, donde su esposa Fanny contrajo unas fiebres que le produjeron la muerte tras dar a luz a su hijo. La terminó en Londres y no dudó en dedicársela a su fallecida esposa (Birchall, 2010: 76). El artista supo recoger los motivos iconográficos que proporciona el relato de Boccaccio y que nos son conocidos: la intimidad del dormitorio, el juego de pares de opuestos, los paralelismos y superposiciones, las metáforas corporales. Isabella, vestida con finas y transparentes telas, reposa su cabeza sobre el jarrón, dejando caer su oscuro cabello en contraste con los ramilletes de albahaca. Quedan así superpuestas las cabezas de ambos amantes en un tierno y trágico abrazo, pues las lágrimas de la joven riegan lo que la planta oculta. Asimismo, Hunt se mantiene fiel al juego discursivo de opuestos de Boccaccio y lo consigue plásticamente mediante la verticalidad ascendente de la abundante mata de albahaca (la vida procedente de la muerte) y la verticalidad descendente de las guedejas de Isabella (la muerte instalada en plena vida), estableciéndose un ciclo donde los cabellos funcionan como elemento de fertilidad (Bornay, 2010: 26), de manera que si en el relato de Ghismunda el elemento mediador era la boca, en el caso de Isabella lo serán sus cabellos, los cuales funcionan como metonimias paralelas de las raíces de la planta y del discurrir de las lágrimas.  La jarra en la esquina –al igual que la maceta, otro recipiente simbólico del contener y proteger propios del arquetipo femenino- subraya la imagen líquida de las lágrimas, pues ambas alimentan a la albahaca. El tiesto está decorado con ricos colores, con corazones y calaveras; está colocado sobre una especie de altar cubierto por un paño con el nombre de Lorenzo bordado y la inscripción “El amor es más fuerte que la muerte”, aplicación de nuevo del tópico amor omnia vincit. La estancia revela lujosos materiales, como en el suelo y en la columna, recordando el linaje al que pertenece la joven. Y, al fondo, una cama sin hacer, símbolo del ámbito privado del amor y de la escena de la aparición de Lorenzo en sueños. Los descalzos pies y las flores caídas a los pies del altar y en el suelo parecen transmitir la sensación de fragilidad en el estado de duerme-vela en que Isabella se encuentra antes de que sus hermanos descubran su secreto, se apoderen de la cabeza de Lorenzo y precipiten el fatídico final de la muchacha.
Tanto el corazón como la calavera constituyen motivos simbólicos propios de la Baja Edad Media, reproducidos una y otra vez iconográfica y literariamente para expresar la convergencia entre Amor-Muerte o Eros-Thánatos. La calavera, como icónico despojo de la muerte, es un memento mori (Vives-Ferrándiz, 2011: 13), pero en el caso que nos ocupa, el tópico ha sido desprendido de su sentido moralizante, se aleja por completo de la vanitas, las danzas macabras y del contemptus mundi y se inscribe más exactamente en la tradición simbólica del cráneo de la Inglaterra isabelina (Taiano, 2012: 82) Sencillamente viene a manifestar el tránsito hacia la muerte de Isabella y el recuerdo de la muerte de Lorenzo. El corazón, símbolo del centro y del amor como iluminación, subraya la estructura opositiva, ya que la calavera, que representa el cerebro, está vinculada con la luna, mientras que el corazón es imagen solar (Cirlot, 2006: 149-150). En consecuencia, la calavera, como símbolo lunar y de muerte, representa la noche, la oscuridad en que se encuentra encerrada la cabeza de Lorenzo; el corazón, símbolo solar, representa la luz, el fuego o ignis amoris, el hálito vital o el calor vivificante (Guénon, 1995: 384-385). Concordia de opuestos, una vez más, para revelar la imagen intersticial que representa Lisabetta. Si a las mujeres se les obligaba al silencio y a la discreción por imputárseles el defecto primario de la incontinencia verbal, el vicio de gruñir, la palabra ofensiva y licenciosa, por ser ellas hijas de Eva, la que lo arruinó todo en el Edén con su “blanda palabra”, Lisabetta tomará precisamente esta imposición para hacerla suya, para transformarla, para subvertirla. El silencio femenino, exponente del castigo, la sumisión y la fragilidad, se convierte en instrumento perturbador del sistema de relaciones patriarcales. En su fragilidad aparente, Lisabetta consigue subvertir su sumisión silenciosa, pues paradójicamente con su llanto mortal dará origen a una canción que, como nos indica el final del relato, “aún hoy se canta.”
Griselda: más allá del cuerpo
El relato de la paciente Griselda cierra la décima jornada del Decamerón. Lejos de sorprendernos de que la máxima ejemplaridad de la virtud en una mujer sea narrada por Dioneo, se comprende aquí a la perfección la dinámica de mixtura opositora que Boccaccio ejerce en toda la obra. Tampoco ha de consternarnos el hecho de que la expresión de mayor virtuosidad provenga de la sumisión femenina, ya que Griselda, último modelo de imagen femenina intersticial, subvertirá el sistema de relaciones patriarcales feudales desde su condición misma. Las oposiciones se tornan más nítidas en este cuento, se radicalizan hasta el extremo en su desplazamiento por el continuum, pues mientras la humilde Griselda manifiesta una creciente y progresiva virtud, el cruel Gualtieri se somete a una paulatina degradación y bestialidad. En consecuencia, puede decirse que, en primera instancia, la dinámica intersticial revela una verticalidad de ascenso (femenino) y de descenso (masculino), no siendo el único movimiento del relato, como comprobaremos, pues la circularidad concéntrica también ocupa un lugar relevante para terminar produciendo una estilizada idealización de perfil a la manera renacentista. Dos procesos, rayanos en el quiasmo, que exigen mayor condensación de estructuras de oposición y de motivos simbólicos con respecto a los dos arquetipos femeninos anteriormente analizados. En efecto, la largueza o larguetat, valor caballeresco masculino, se encarna en una mujer villana, a cuya clase estamental le correspondían la avareza y la escarsetat (Carmona, 2006: 229). La subversión radica justamente en que una rústica pastora, por mor de su condición de mujer sumisa, se somete a las cada vez más duras pruebas del marqués de Sanluzzo, las cuales se transforman en el sistema de ennoblecimiento de Griselda, de forma similar a las pruebas (aventuras) a las que se someten los caballeros. Sometiéndose al código patriarcal, lo subvierte completamente, lo atraviesa y desgarra al demostrar que una mujer puede ser más virtuosa al llevar a cabo el iniciático rito que correspondía a la nobleza masculina. La virtud o la nobleza no dependen, pues, del linaje, como sugieren los súbditos de Gualtieri al creer que “nadie más que él habría podido jamás adivinar la elevada virtud que ella escondía bajo las pobres ropas.”
La palabra expone una dualidad más que obvia, dependiente de la divergencia social y de género. Resulta sencillo concluir que la palabra de Griselda no es sino una palabra sumisa, a diferencia de la palabra de voluntad de Gualtieri; desde luego, no es menos cierto que la palabra del marqués se nos muestra como una palabra plena del yo, palabra de la voluntad masculina (“yo quiero”) frente a la palabra abnegada y obediente de Griselda (“mi señor, sí”). No obstante, la palabra será a su vez el elemento revelador de la subversión intersticial. Así, tras los nacimientos de los hijos, el marqués habla a su esposa con palabras airadas y calumniosas, a lo que Griselda responde con palabras prudentes y carentes de soberbia: “yo estaré conforme en todo”; “piensa en satisfacerte y satisfacer tu deseo”. Incluso cuando se le encomienda los preparativos de las nuevas nupcias, Griselda mantiene su humilde y entregada condición: “Mi señor, estoy dispuesta y preparada.” La palabra prudente (femenina) se opone a la palabra cruel (masculina), lo que subraya la dinámica vertical de sublimación/degradación en el relato.
Tanto en la narración boccacciana como en las representaciones iconográficas de Griselda cobran importancia una serie de objetos de función marcadamente simbólica. Dejando a un lado las connotaciones antropológicas y rituales de la ceremonia nupcial, nos centraremos en la acción del vestir/desvestir, así como en la corona, el anillo, el cinturón y el calzado; elementos simbólicos caracterizados sucesivamente por ausencia-presencia-pérdida-recuperación y por lo que Cirlot denomina simbolismo de nivel. Podría parecer que el desnudamiento y la vestidura, además de responder a una actitud pigmaliónica de Gualtieri hacia su esposa, constituyen un correlato del tránsito de Griselda desde su humilde origen social hacia un más elevado estatus. Pero no es menos cierto que la desnudez y el cubrimiento remiten a la totalidad del cuerpo, del cuerpo femenino; la primera desnudez implica la anulación de Griselda como hija (paso de la ley del padre a la ley del marido); la segunda se produce una vez que la joven ha sido anulada como madre (la desaparición de los hijos) y como esposa (el repudio). Al final, Griselda queda como simple donna, esto es, “mujer” (Le Brun, 2004: 114). Sin embargo, esto no significa que Griselda haya sido reducida a la materia, al cuerpo o la carne, pues con su abnegación y paciencia Boccaccio nos mostrará que se trata de una mujer más allá de la naturaleza femenina, la cual excede y trasciende para transfigurarse en una idealización de la virtud.
Si bien la corona nupcial es un preludio de las otras coronas que le aguardan –la del martirio y la de la gloria-, su sentido esencial proviene de la cabeza; la corona se ubica no solo en lo más elevado del cuerpo, sino que lo supera, llegando así a simbolizar la superación, el logro y la transmutación espiritual (Cirlot, 2006: 150-151). El anillo, asociado al término de las extremidades corporales, por su redondez y circularidad, simboliza la continuidad y la totalidad, la plenitud del ser (Cirlot, 2006: 82) y, por supuesto, es emblema del matrimonio, de la unión completa. El caso del cinturón admite interpretaciones ambivalentes, pues, por un lado adquiere significaciones eróticas por ser metonimia locativa, esto es, cercanía del vientre y del sexo; por otro, refuerza la imagen de lo circular vinculado a la idea de protección corporal y defensa de virtudes morales como alegoría de la virginidad (Cirlot, 2006: 135). El calzado, ligado a los pies, es base del cuerpo. Los pies desnudos suponen un profundo contacto con la tierra, lo que les confiere la condición de humildad (Bussagli, 2006: 321). A tenor de lo que acabamos de exponer, los objetos simbólicos señalan a Griselda como síntesis del mundo, como un microcosmos, homo minor mundus, concepción antropomórfica del universo propia del pensamiento medieval y cuya mejor representación del la tenemos en la ilustración del Liber Divinorum Operum de Hildegard de Bingen, donde el hombre ocupa el centro de las esferas celestiales y toca el borde del círculo con la cabeza, las manos y los pies.  No nos es posible detenernos en la proliferación de imágenes del hombre microcósmico y sus variantes ad circulum y ad quadratum que, desde Vitruvio hasta Cesarino, pasando por Leonardo e Il Filarete, tanta influencia tuvo en la ideología cristiana y en el Humanismo renacentista; toda una concepción arquitectónica del cuerpo humano como templo con sus plantas longitudinal y centralizada (Ramírez, 2003: 16-21). Esto ha de sugerirnos que la virtud no solo se encuentra en todo el cuerpo de la paciente Griselda, sino que lo trasciende, ya que el arquetipo, de nítidas huellas hagiográficas, más que con una sufridora Eva o con una sacrificada María, se presta más a una interpretación casi cristológica. La extremada virtud de Griselda, aquí reverso claro de Medea, la convierten en una figura casi espectral, figurada, irreal. Griselda es una imago, una invención literaria, producto de tres actos pigmaliónicos, la del cruel marido, la del narrador Dioneo y la del escritor Boccaccio, con la salvedad de que quizá en los dos últimos se oculta la ironía que entraña la aporía que es en sí misma Griselda.


The patient Griselda | F. Cadogan Cowper, 1938


La magnanimidad de esta mujer dio lugar a una abundante iconografía desde el las miniaturas y los arcones nupciales del siglo XV, los renacentistas cuadros de Pesellino y Gozzoli y los frescos del castillo de Roccabianca (Parma), las pinturas narrativas del Maestro de las historias de Griselda, hasta el momento de desnudez de la Griselda (1903) de George W. Joy Irish. Pero nos centraremos en The patient Griselda (1938), de Frank Cadogan Cowper, conocido como “El último Prerrafaelita”. Se trata de un hermoso retrato de perfil que recuerda a los retratos idealizados de Ghirlandaio, Pollaiolo, Botticelli o Uccello, entre otros. La influencia de la medallística y la numismática es notable en el perfil de Griselda, que destaca la verticalidad con las manos en el corazón, los ojos tímidos y la corona sustituida por una cinta dorada en su larga cabellera. La circularidad se encuentra en dicha cinta y en el collar enrollado alrededor de su cuello y que nos recuerda a La dama del armiño (1492) de Leonardo. Con ricas vestiduras, sobresalen los tonos dorados, el blanco (la pureza, la virtud) y el rojo (la sangre, el sacrificio). Detrás de su silueta, una cortina adornada con motivos animales: una especie de león dorado atacando a un perro blanco. El león, símbolo bíblico y heráldico, es ambivalente, pues como enemigo espiritual puede significar el mal que devora y, a la vez, figura de Cristo, aclamado en el Nuevo Testamento como “León de Judá”. En cualquiera de los dos casos, la interpretación deviene en la exaltación de la virtud de Griselda, tanto si el la fiereza del león representa la crueldad de las duras pruebas del marqués de Sanluzzo impuestas a Griselda como si la supremacía del león sobre su presa indica la victoria de la virtuosa paciencia (la verdadera nobleza) de Griselda sobre la nobleza de la sangre de un esposo bestial que encarna una matriz ideológica ya en los límites de su extinción.

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