LECTURA POÉTICA "EN TORNO A FRIDA: MUJERES Y CREACIÓN"

Lectura poética de El Sonajero del Chamán y de {Tótem}
Cursos de Verano Casariche "En torno a Frida: mujeres y creación"
Del 25 al 31 de agosto de 2014
Casariche (Sevilla)
Ayuntamiento de Casariche, Universidad de Sevilla, Universidad Pablo de Olavide, Universidad de Granada, Universidad de Málaga



LECTURA POÉTICA "MUJERES MALDITAS, MALDITAS MUJERES"

Lectura poética de El Sonajero del Chamán
II Curso Internacional "Mujeres malditas, malditas mujeres"
Del 7 al 12 de julio de 2014
Alájar (Huelva)
Directoras: Mercedes Arriaga y Fátima Ballesteros
Universidad de Sevilla, Universidad Pablo de Olavide y Universidad de Huelva


EN EL JARDÍN OCULTO: ALQUIMIAS POÉTICAS, CHAMÁNICOS VERSOS

EN EL JARDÍN OCULTO:
ALQUIMIAS POÉTICAS, CHAMÁNICOS VERSOS

Conferencia-recital
con motivo del XX Premio Internacional de Poesía y Narrativa MIGUEL FERNÁNDEZ





El poeta umbrátil (chamán y místico) es a la vez un mago en cuyas manos se posan los presagios. Este sentido mágico de la escritura, que atraviesa no sólo numerosos textos de la producción poética de Miguel Fernández, sino especialmente su consideración del fenómeno sagrado que entiende por la poesía, se hace más explícita si cabe en Flores de Paracelso (1979), un poemario caracterizado por la multiplicidad de elementos significativos. Un poemario que el poeta melillense dedica al mismísimo Aureolus Teophrastus Bombastus von Hohenheim, Paracelso, cuyo nombre ya es de por sí un jeroglífico que esconde un arcano, un secreto[1]. Junto al misticismo y al chamanismo, una tercera sabiduría tradicional le permite al poeta melillense codificar simbólicamente lo que para él significan la poesía y la labor poética: la alquimia. No en vano, Miguel Fernández se sirve de la imagen del crisol en un artículo de 1982: “Y si aquí y ahora menciono el crisol es que tal instrumento, cuya utilidad es la de fortalecer y dar forma y solidez a una materia fungible, puede que sirva como símil a la otra forma, la literaria, cuando ésta elabora, en su gran parte, artesanalmente[2]. La alquimia completa a las otras dos, a la mística y a la chamánica, más contemplativas, más extáticas, mientras que la alquimia se caracteriza por ser una técnica simbólica: no busca tanto la contemplación de lo sagrado sino la realización o manipulación de/con lo sagrado. Ahora bien, la presencia del mundo alquímico en la poética fernandiana se acerca más a la alquimia renacentista, la que reconcilió en su propio seno a la magia neoplatónica, la cábala e incluso el sufismo –ya tenemos entera noticia del interés de Miguel Fernández por los sincretismos y humanismos, por los mestizajes simbólicos y las multiplicidades significativas-, de tal modo que el mundo que conciben es un mundo vivo, orgánico, en el que todo está en todo (Anaxágoras), un mundo semejante a esferas concéntricas cuyo centro, núcleo o corazón (sustancia pura o destilada) es lo que busca el alquimista. Condensación. Síntesis. Y una concepción así del mundo implica una lectura-interpretación cíclica: nacimiento-fecundación-muerte-renacimiento. En definitiva, una integración de contrarios, una coincidentia oppositorum que es, al fin y al cabo, la función de religare de la poesía, como lo es de la magia o lo es de Eros. Cíclica concepción que Miguel Fernández aplica y entiende como intrínseca a la escritura poética, al oficio del poeta-mago, a la palabra por su carácter sagrado. La identificación o al menos la empatía de Miguel Fernández hacia Paracelso, como mínimo, puede calificarse de inevitable:

El principio de una jerarquía de la creación, que va desde lo material hasta Dios como máxima cima, fue para Paracelso el punto desde el que supo conjugar todas las contradicciones de una mística natural de tintes paganos y una fe cristiana y devota. La forma en que supo fundir en su personalidad ascetismo y alegría de vivir, piedad y sereno empirismo, espíritu de investigador en las ciencias naturales y esperanza de salvación, agudas dotes de observación y apasionada sentimentalidad, conciencia crítica y temperamento volcánico sigue siendo hoy para nosotros, gentes desgarradas, misterio y nostalgia al mismo tiempo. Fuera cual fuera la forma de expresión con la que pugnara por hacer una afirmación exacta sobre los grandes temas del hombre, el mundo y Dios, ya ocurriera en el lenguaje de la Medicina, de la Magia, de la Alquimia, de la Astronomía o de otros campos de la vida y del pensamiento de su tiempo, lo único que quiso fue dar testimonio del hombre, de su relación con el creador y la creación, su dignidad y su camino, sus obligaciones y sus tareas[3].

Sería sencillo establecer una serie de paralelismos entre ambos, desde la preocupación por los entresijos de la creación hasta el recurso de diversos lenguajes, desde el anhelo por un mayor y más exacto conocimiento del misterio y de lo sagrado (Dios, en Paracelso; la Poesía, en Miguel Fernández) hasta la nostalgia de los orígenes. Pero bastaría con asomarnos a algunos de los temas recurrentes de Paracelso en sus Textos esenciales para encontrar estas concordancias: la Matriz de la que procedemos todos los seres creados, el Mysterium Mágnum, las relaciones simpáticas entre los elementos de la naturaleza, la mujer como símbolo del seno materno, la esencia de la semilla y la gestación del niño como fruto, el carácter sagrado y simbólico del matrimonio (el vínculo entre esposo y esposa), la medicina (conocimiento contemplativo) como arte y el médico como viajero, la curación como misión suprema y un especial sentido de la magia que nada tiene que ver con la superchería[4]. Aunque puedan consternarnos, estas líneas o hilos temáticos se enhebran en la poética fernandiana. Así, verbigracia, el seno materno como variante del alquímico atanor y la música-matriz de la palabra poética; la transmutación de la materia, la dinámica semilla/fruto, sembrar/brotar, como traslación simbólica de la dinámica kathábasis/anábasis y dormir/despertar, la alegórica erótica de vinculación entre esposos, el poder farmacológico de la poesía (y de la música como alternativa), el poeta des-sujetado en diversos arquetipos (el Paseante, el Náufrago, el Dormido, el Tejedor, el Escultor, etc.) y un casi sinfín de motivos que conforman claramente –y nos atrevemos a afirmarlo- una cosmología y una cosmografía fernandianas. Y, por supuesto, la botánica, a cuyo lenguaje alegórico recurre el melillense conjugando la sacralidad que representan unos simbolizadores fundamentales:
-el fuego o las luces alumbradoras como variantes del horno, crisol o atanor alquímico, entendido éste como matriz artificial que ayuda al crecimiento de la materia en su estado embrionario, pero también como componente purificador de la materia e incluso destructor de la misma, alegoría del proceso de contemplación-interiorización-recreación del poeta que somete la palabra a la combustión para, con las cenizas recogidas, crear una palabra nueva, resurrecta, sobre la que pueda reencarnarse el misterio: “ “Has dejado una gota de sangre / vertida en el aceite de la lámpara / para que así el hechizo cumpla / el mandato más cruel: verlo poseso” (“Centaura”, FP, p. 363); “Qué llama se embelesa / en ese fuego. / Quién arderá. / Zarza quemante” (“Mirto”, FP, p. 369); “Prendí antorcha al pajar / y ardió el misterio. / Y quedé tan huérfano / que magia sólo es ya mi palabra” (“Juegos de la magia”, B, p. 594); “Dejas el ramo manzanero, / ardes / hasta la madurez de los frutales. / Recojo luego el poso de ceniza / y lo apago en mi sed” (“Asuntos del Edén”, B, p. 600); “Quemarse por la síntesis / y ser una ceniza para siempre habitada” (“Aunque es de noche”, S, p. 630);
-la transmutación (solve et coagula)[5], finalidad básica de los alquimistas, representada por cuatro o cinco fases-colores a que es sometida la materia (el negro o nigredo, la necesaria destrucción para la posterior resurrección, el albedo u “obra blanca”, resurrección espiritual, la citrinitas y la rubedo, que coronan la solidificación, y unas veces, la viuditas y otras, la cauda pavones, de procedencia posiblemente árabe), cuyo orden Miguel Fernández se permite alterar y recrear: “Esta lámpara, / a quien tanto se cambia de tulipa, / que fuera verde un día, / y que luego tan rota en el hollín / fuera celeste; / y más rota en el año del despojo, / cambióse a rosa. / Y luego fuera ya / de otro color, / tal vez de la manzana, / hasta quedarse ahora blanca y pura, / nuestra vida ha turbado de colores” (“Adagio de luces”, SS, p. 515); pero, sobre todo, una especial adaptación del baño maría alquimista –en estrecha relación con el Náufrago y el Ahogado fernandianos-, lugar de la matriz de la palabra, centro o abismo donde es forzosa la disolución de la materia en lo sagrado y que tiene mucho más de regressus ad uterum, como veremos en la senda de las páginas siguientes;
-los perfumes o aromas, símbolos de lo sagrado, en consonancia con las lágrimas del ciervo, el vino de los racimos o las copas, el aceite de los candiles, la savia de árboles y plantas o la miel de las colmenas, es decir, la sustancia trascendida que perdura tras la ignición, aunque en un nivel superior al elemento líquido, pues se erigen en marca de lo inefable, como los ecos o las huellas sagradas de la palabra en su manifestación tras la mágica actividad del poeta-alquimista: “Nunca el hechizo / se rompe en las fragancias” (“Camelia de salón”, FP, p. 361); “El almizcle feliz, / el ámbar áureo, / perfume de quien vivo así se inmola” (“Incienso”, FP, p. 366); “Qué belleza el perfume; / inasible es la gracia si perdura” (“Semilla yacente”, FP, p. 376); “La pureza es aquello que perdura / una vez que ha pasado. / Aroma es. / Sólo aroma” (“Retrato de una dama”, TL, p. 427); “y el olfato tan sólo por rescatar su aroma / cuando la rosa era / la fragancia que quema” (“La fragancia”, S, p. 641);
-el jardín poemático, trascripción simbólica del poema, de tal manera que cada flor o cada planta representa a un simbolizador, un arquetipo o un mito. Esto tiene como inmediata consecuencia el hecho de que el jardín-poema se convierte en una condensación, aglomeración o concentración de injertos-signos, similar como veremos a los tejidos o tapices formados de diversos hilos y hebras; el poema es, pues, un parterre profundamente simbólico (se sobreentiende la kathábasis / anábasis de la palabra-semilla cuyas raíces remiten al misterio), atravesado por lo sagrado, esto es, el rocío (lo sagrado cristalizado) o los aromas (lo sagrado volatilizado). La multiplicidad de significados, el mestizaje simbólico, el sincretismo significativo (el alquimista tiende a la condensación y a la vez a la síntesis), conforman la obra, comprendida como un jardín “Botánico”: “En el Jardín Botánico, / un hálito perfuma. / ¿Pero qué flor en éxtasis? / Será la conjunción de los parterres / la flora del vivir, tan en volandas / a ese vicio del aire que transita / tanto polen del ser, perpetuándose” (SS, p. 496). Así, el poema es para Miguel Fernández un “Jardín”, el jardín del ansia:


Sobre la tierra yérguese.
Es el jardín.
Tan sólo vive lo que aroma.
No el tallo o cuerpo,
y sí el olor del alma
es lo que asciende.

Ese rocío de la escarcha
es gracia, fe no menguada;
bebida ya la sed
del hediondo estiércol que germina.

Raíces tuvo, mas secretas fueron
por arcanas, fluyendo bajo tierra.
¿Quién las recordará?

Quedó el ungüento del candor,
gota en el cáliz;
flores
que si quemadas, nunca
nos dejaron ceniza:
sí la consumación de la fragancia.

Cuando llegado el trance,
quebrada la vasija
el agua clara ya vertida en bruces
por tierra roja abreve,
tú me reencarnarás.
Jardín del ansia.
(FP, p. 359)

En el jardín fernandiano, poema que abre el libro Las Flores de Paracelso, advertimos la insistente presencia de lo inefable, de la esencia sagrada de la palabra poética en tres grados: el “rocío de la escarcha” representa el estado sólido; el “ungüento del candor” y la “gota en el cáliz”, el estado sólido; el “aroma” y el “olor del alma”, el estado vaporoso. En palabras del poeta-alquimista, “lo que asciende” es precisamente esta última manifestación de la palabra, su perfume, “la consumación de la fragancia”. No los tallos, no los brotes de lo sembrado, sino más allá: lo que desde esas raíces “secretas” y “arcanas” de la palabra-semilla (los símbolos, mitos y arquetipos sembrados y cultivados en el poema-jardín) fluye por la incipiente palabra-germinada hasta el aroma de la palabra-flor. Un proceso caracterizado como trance, instante en que el jardín reencarnará al poeta (en su des-sujeción, en su vaciado). Lo perpetuará en múltiples palingenesias.
Pero hay dos rasgos más que especialmente hermana a Miguel Fernández con Paracelso. En primer lugar, el hecho de que Paracelso representa al chyrurgus[6], al hombre de oficio, de humilde sabiduría. Es el arquetipo del erudito artesano en cuya persona se combinan la scientia y el ars; un conocedor del astrum[7], del correlato entre macrocosmos y microcosmos (la reivindicación de un mayor prestigio para el conocimiento artesanal quedó testimoniada en el Renacimiento de la mano de los “filósofos-ingenieros” italianos y de una serie de trabajos de eruditos artesanos como De la pirotechnia (1540) de Vanoccio Biringuccio, De re metallica (1556) de Georgius Agricola o la Alchemia (1597) de Livabius[8]). En Miguel Fernández, esta inclinación por los oficios artesanales, cuya sabiduría práctica no estaba exenta de ser sucesora de los viejos y arcanos secretos del trato del hombre con la naturaleza y con el cosmos, implica una importante codificación alegórica del oficio del poeta: “La creación es don / del sacerdote. / Si tal oficio cumple, / beberá la melisa. / Y bajarán los dioses / condecorando frente enfebrecida” (“Melisa”, FP, p. 369); un oficio que exige el retiro y la consiguiente soledad: “No tengo más oficio que estar solo, / mirando la techumbre de mis nubes” (“Historia interminable”, SS, p. 519); un oficio a veces ingrato que, no obstante, puede ser refugio y juego: “Huye donde las lindes nunca sepan / qué secreto refugio custodió nuestros juegos / prohibidos / (tales como el morder los membrillos más ácimos, / enterrar los rosarios de vidrio, / el papagayo de plata sobre las alamedas / y los evangelios apócrifos de tanta sed / como tuvo tu gloria, infiel trabajo. / Oh mi desmadejada quietud, mi apacible hogaza)” (“El oficio”, E, p. 330). Pero siempre un oficio sagrado: “la otra realidad, que por sagrada existe / tan sólo en su labor” (“Retrato”, AC, p. 265). Un oficio, en suma, que combina el trabajo o el laborar del poeta con el carácter sacro del oficio religioso, pues “la inspiración es el trabajo cotidiano y en tal cometido se centra; quehacer entendido como laboral” y capaz de “desvelar muchos misterios[9]. Oficio de poeta que Miguel Fernández fragua sobre arquetipos líricos como el Alfarero, el Escultor, el Cantero, el Tejedor, el Orfebre o el Cestero, puesto que exponen nítidamente la manipulación y/o transmutación de la materia (barro, mármol, piedra, hilo, minerales, mimbres) para crear algo nuevo, la obra poética, de tal modo que el proceso de escritura es análogo –que no idéntico- al modelado, la escultura, la cantería, la tejedura, la orfebrería o la cestería.
En segundo lugar, otro nexo entre Paracelso y Miguel Fernández viene determinado por la palingenesia. Este vocablo, vinculado con la escatología órfica y con la concordia oppositorum heraclitiana del misterio entre vida y muerte[10], entendido unas veces como resurrección periódica[11], nuevo nacimiento e incluso metempsicosis[12], y otras como mediador curativo[13], está profundamente ligado a la botánica oculta paracelsiana y a la alquimia. Asociada a su vez con el sacrificio iniciático y la resurrección de las propias cenizas (el Fénix simbólico, el fuego alquímico), la palingenesia puede ser de dos tipos: la “palingenesia de las sombras”, encargada de la producción del cuerpo astral, y la “palingenesia de los cuerpos”, que reconstruye los cuerpos destruidos[14]. Doble palingenesia. Por tanto, mediadora y sanadora. Solve et coagula[15]. Fórmula que resume la evolución alquímica en sus distintas fases: calcinación o muerte de la materia; putrefacción o separación de los restos calcinados; solución y purificación de la materia; destilación, también definida como lluvia o goteo de la materia purificada; conjunción, identificada con la coincidentia oppositorum y el matrimonio de los principios masculino y femenino; sublimación o rapto y, por último, coagulación o unión inseparable[16]. Una fórmula que estructura una particular concepción de lo líquido y lo sólido, lo volátil y lo fijo, en relación con la escritura: “Y sumerjo la pluma que emerge goteante de una tinta violácea. / cae una gota lenta sobre el pergamino / e ilumina capitular. / La mancha es como un torso / espléndido y festivo. / Yacerán del retinto. / Incrustaciones varias / que es lo líquido siempre que fenece en lo sólido” (“Epigrama”, B, p. 601). Si lo líquido, siguiendo la lógica mágica fernandiana, representa la sustancia más íntima extraída de lo sagrado –que no la más sublimada, pues ésta le corresponde a la fragancia o aroma como acabamos de ver-, lo sólido se corresponde con la compacta densidad de la escritura que condensa las diversas emulsiones. La solidificación de la palabra en la escritura. Estamos asistiendo a un proceso completamente inverso al de las lágrimas, el vino o la savia, que no son sino destilación desde la materia, desde la palabra, desde el misterio o lo sagrado depurado. Aquí, en cambio, se procede a la condensación o coagulación (recreación en manos del poeta-alquimista) de la palabra en la escritura, lo que explica que “El pergamino es piel / de sacrificio” (“Acacia”, FP, p. 360). Doble transmutación, doble movimiento de la palabra poética. Una aniquilación y un resurgir. Porque en cada cosa hay una essentia y un venenum, lo que irremediablemente nos recuerda la doble acepción del término phármakon, a la que en adelante regresaremos. Del mismo modo, Paracelso no consideraba conveniente separar el saber y el preparar, entre la Medicina y la Alquimia, conjunción sapiencial que Miguel Fernández parece corroborar al afirmar lo siguiente: “Cuando una obra artística es capaz de propiciarnos un intercambio de interpretaciones, una dialéctica varia, un estar interrogándonos sobre los muchos presupuestos estéticos, es porque es tal su poder sugeridor, que enriquece, en suma, la meditación. Pero si a su vez es un dominador del lenguaje y posee dicción peculiar y la técnica no se le resiste, tendremos el maridaje exacto para saber que esa obra tiene autonomía y vigor necesario[17]. La poesía, pues, desde una óptica alquímica, se pliega a la perfección a ese maridaje entre el saber y el preparar, entre la meditación y la técnica. En definitiva: conocimiento y magia. Y en esas flores-palabras de Paracelso-Miguel Fernández encontramos precisamente ese equilibrio entre lo mágico y lo lógico, entre destrucción y restauración de la materia para llegar a la palabra poética:

Esa flor ya quemada del incendio
que el pabilo acercó en su tizne muerta,
recojo de las brozas.

Aquí lo que ya fuese terso pétalo,
pura diadema un día,
¿cómo quedó?
Sólo ceniza oliente
para cubrir la herida.
Flor santiguada es sobre la frente
del agónico;
talismán y mandrágora,
pulpa y pavesa.
Mas perfume en el aire
que el fuego calcinó.

Llevadle su mortaja a ese universo
húmedo donde el sol acuna el polen,
al venero del llanto de la tierra
y dejadla que duerma.
Nunca lleve su grano el abejorro
pues es cúmulo cauto su yacer.
un paño virgen su simiente esconda
y sólo el alvéolo de su cuerpo
lo palpe al tierno aire de los vuelos.

Regad luego a las vísperas con lágrimas
su campo débil.

Aventad briznas rojas;
que infantillos de coro canten sus letanías
y alzad el corporal.

La rosa resurrecta os glorifica.

Nacida queda de la muerte pura.
(FP, p. 378)

Rosa resurrecta. La “Palingenesia” fernandiana, además de constituir un magnífico ejemplo de ofrenda metapoética, contiene todos los elementos del proceso de reanimación o resurrección de la palabra poética en concordancia con las teorías alquímicas y médicas no sólo de Paracelso, sino también de la alquimia religiosa o mística. Por una parte, “flor”, “brozas”, “pétalo”, “mandrágora”, “rosa” remiten al ámbito de lo vegetal; por otra, “incendio”, “tizne”, “ceniza”, “fuego”, “mortaja”, “calcinar”, “muerte”, se refieren al proceso de destrucción previo a la palingenesia o reconstrucción del cuerpo. Reconstrucción que es cosecha, semilla sembrada y regada (cosmoerotismo) que volverá a nacer, palabra sembrada, ¡oculta!, pues “es cauto su yacer”. Decían los griegos que “morir es casarse con la tierra”, esto es, volver al origen, a la matriz u origen de la que surgimos. Esto, lo sabemos, es una constante en la escritura de Miguel Fernández. Y de su erotismo. Eros es el “fuego divino” imprescindible para la gran Obra alquimista, para trascender nuestro yo y para descubrir el propio centro. “Los alquimistas llamaron Eros al vitriolo, cuyo aceite es el ácido sulfúrico. Los griegos establecieron una tríada: Eros-Anteros-Liseros: amor-pasión-escisión; conjunción-fermentación-desintegración.”[18]

Sin embargo, por ahora, lo que va a centrar nuestro interés es ese proceso mágico por el cual el texto reúne palingenésicamente elementos contrarios en virtud de su fuerza mágica y curativa. Es su personal solve et coagula líricos[19]. Así, los versos bimembres “talismán y mandrágora, / pulpa y pavesa” subrayan ese doble sentido del phármakon, medicina y veneno, reconstrucción tras la destrucción, y constituyen la antesala de lo que creemos que es el sentido y el fin del ejercicio poético expresado transparentemente en el último verso: “Nacida queda de la muerte pura.”

Cristina Hernández González, Las lágrimas del ciervo. Lo sagrado en la poesía de Miguel Fernández, UNED, Madrid, 2013, pp. 78-88.




[1] Se piensa que Paracelso significa “mejor que Celso”, médico grecorromano del siglo I d.C.
[2] M. Fernández, “El académico José García Nieto”, OC. II…, p. 533. Publicado en Sur, 13 de marzo de 1982.
[3] J. Jacobi (ed.), Paracelso. Textos esenciales, Siruela, Madrid, 2007, p. 26.
[4] “Para Paracelso, magia significa sobre todo el acceso a las cosas ocultas celestiales y terrenas, pero no sobre la base y la ayuda de artes de hechicería, sino por medio de un conocimiento intuitivo obtenido a través de la gracia de Dios y una visión concentrada, que abre el paso a las grandes relaciones secretas entre Dios, mundo y hombre. Este arte aún estaba vivo para el “hombre mágico” del Renacimiento”, C. G. Jung, “Epílogo”,  Ibíd., p. 301.
[5] Para todas las referencias alquimistas a la transmutación, opus magna, de la materia, seguimos a M. Eliade, Herreros y alquimistas, Alianza, Madrid, 1983.
[6] A. Koyré, Místicos, espirituales y alquimistas del siglo  XVI alemán, Akal, Madrid, 1981, p. 73.
[7] “Paracelso adoptó la clásica analogía microcosmos/macrocosmos, heredada de la antigüedad: el cuerpo humano es un “microcosmos”, reflejo del universo como un todo, el “macrocosmos”. Así, cada una de las regiones del firmamento en el universo geocéntrico de Paracelso (los cinco planetas, el sol y la luna) tenía supuestamente su correlato en el cuerpo humano. La expresión que utiliza es astrum. Un astrum era una virtud, cuya representación prototípica se encontraba en el cielo (asociada a un planeta concreto, por ejemplo) pero que también tenía su correlato en el cuerpo humano […] Los astra también se encontraban entre entidades terrestres no humanas (normalmente, plantas y minerales)”, P. Dear, La revolución de las ciencias. El conocimiento europeo y sus expectativas, 1500-1700, Marcial Pons Ediciones de Historia, Madrid, 2007, pp. 89-90.
[8] Ibíd., pp. 93-94.
[9] M. Fernández, “Morillas o la creación vital de los dioses”, OC. II…, p. 524. Publicado en El Telegrama de Melilla, 10 de diciembre de 1981. Dos días después, el poeta melillense escribe al mismo periódico para indicar que el título correcto del artículo era “Eduardo Morillas”.
[10] Véase R. Mondolfo, Heráclito. Textos y problemas de su interpretación, Siglo XXI, México, 1976, pp. 63-65.
[11] Para Eliade, un ejemplo de palingenesia cósmica serían los misterios dionisíacos de sus dos muertes y sus tres nacimientos, la epifanía del niño divino como regeneración del universo: “El concepto de palingenesia y la idea de un dios nuevo es un dios que reaparece periódicamente no eran tan sólo conceptos cuyas afinidades resultaban evidentes con el que implicaba la alternancia de las epifanías y los ocultamientos (aphanismoi) de un dios que se manifestaba en sus parusías, anuales o bianuales (trieterides). En el plano de la duración cósmica, este concepto puede ser fácilmente transpuesto bajo la forma de un ciclo de retorno a escala igualmente cósmica”, H. Jeanmarie, Dionysos, págs. 413-414”, M. Eliade, Historia de las creencias y las ideas religiosas. II. De Gautama Buda al triunfo del cristianismo, Paidós, Barcelona, 1999, p. 333, nota 26.
[12] “Término derivado del griego, cuyo significado es “paso del alma (psyche) de un cuerpo a otro”; esta idea se expresa también con otros vocablos como “transmigración (del alma)”, “reencarnación” y “renacimiento”. La concepción de la vida como un proceso cíclico en que las almas pasan de un cuerpo a otro es una deducción natural de los pueblos primitivos ente los fenómenos de nacimiento y muerte […] Como doctrina filosófico-religiosa apareció en la India ca. 600 a.C. (Samsara), y fue adoptada por el budismo, que aseguró su difusión por toda Asia. Fue profesada en Grecia durante el siglo VI a.C. por los pitagóricos y el orfismo; también fue introducido en el platonismo y el neoplatonismo”, S. G. F. Brandon, Diccionario de religiones comparadas, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1975, p. 1012.
[13] “Entre el mundo material y el mundo espiritual hay algo que hace las veces de intermediario, que es el mundo astral: este mundo astral, que se prodiga y repite a través de los tres reinos de la Naturaleza, tiene por nombre, según Paracelso, Leffas para los vegetales, y combinado con su fuerza vital, constituye el Ens primum, que posee las más altas virtudes curativas; y es él y no otro el verdadero objeto de la Palingenesia”, R. Putz, Botánica oculta. Las plantas mágicas según Paracelso, Edición Facsímil, Maxtor, Valladolid, 2010, p. 159.
[14] Ibíd., pp. 166-167.
[15] “La fórmula solve et coagula se considera en cierta forma una síntesis de todo el secreto de la Gran Obra en la medida en que ésta reproduce el proceso de manifestación universal […] El término solve se representa a veces mediante un signo del Cielo y el término coagula por un signo de la Tierra, es decir, que se asocian con la acción de las corrientes ascendente y descendente de la fuerza cósmica”, R. Guénon, La gran Tríada, Paidós, Barcelona, 2004, p. 57. Véase nota 121.
[16] Cirlot explica estas fases alquímicas de la formula solve et coagula aplicado a la superación psíquica del individuo como “analiza todo lo que eres, disuelve todo lo inferior que hay en ti, aunque te rompas al hacerlo; coagúlate luego con la fuerza adquirida en la operación anterior”, J. E. Cirlot, Diccionario de símbolos, Siruela, Madrid, 1997, pp. 78-79.
[17] M. Fernández, art.cit., p. 550.
[18] E. Zolla, Una introducción a la alquimia. Las maravillas de la naturaleza, Paidós, Barcelona, 2003, p. 186.
[19] Dado que la alquimia opera simbólicamente, disuelve y coagula, así también funciona la creación poética, a través de símbolos, a través de la pluralidad simbólica, mitológica y arquetípica en la poética fernandiana, y así la reproduce en el poema mismo, porque “el sentido original del símbolo se expresa en tres movimientos: 1. La realidad primera, única y completa. 2. La ruptura de la unidad en dos o varias partes. 3. La reunión de las partes y el retorno a la unidad. Esto tres pasos corresponden metafísicamente a tres estados de la creación y también del hombre, puesto que se refieren a la unidad primordial entre el Creador y la criatura, a su separación, origen del mundo exterior que percibimos, y finalmente a una posible reintegración”, R. Arola, Alquimia y religión. Los símbolos herméticos del siglo XVII, Siruela, Madrid, 2008, p. 47.

SABIAS Y TERRIBLES: EL CONOCIMIENTO DE LA MUJER COMO PERVERSIDAD. DINÁMICAS DE LA VIOLENCIA SIMBÓLICA SOBRE PERSONAJES MITOLÓGICOS FEMENINOS



JORNADAS INTERNACIONALES "ESTUPRO": MITOS ANTIGUOS Y VIOLENCIA MODERNA. HOMENAJE A FRANCA RAME

Grupo de Investigación Escritoras y Escrituras
Universidad de Sevilla
22-24 de mayo de 2014


Tilla Durieux als Circe | Franz von Stuck, 1913

Resumen: pretendemos analizar el funcionamiento de las dinámicas de la violencia simbólica al considerar el conocimiento femenino como perversidad a través de los personajes mitológicos (diosas, magas y hechiceras), así como las contradicciones inherentes del citado funcionamiento y los mecanismos de transgresión.
Palabras clave: violencia simbólica, conocimiento, perversidad, mitología.

Abstract: we intend to analyze the functioning of the dynamics of symbolic violence when considering knowledge as feminine perversity through mythological characters (goddesses, witches and magicians), and the inherent contradictions of than operation and the mechanisms of transgression.
Key words: symbolic violence, knowledge, evil, mythology.

La simbólica violencia contra las sabias mujeres

Hay quien afirma que “la mujer ha ocupado siempre las esquinas del mundo” (Reyzábal, 2009:112). Somos –nos han construido- terribles y sublimes, destructoras y dadoras de vida, fatales y frágiles, sediciosas y sumisas. Pero quizá una perspectiva dualista o una dinámica dialéctica excluyente no satisfagan por completo a la hora de profundizar en determinados personajes mitológicos, de manera que se impone la urgencia de desplazarse por un (incómodo) continuum de opuestos, como ya expusimos en otra ocasión (Hernández, 2010:61), a la búsqueda de resquicios, intersticios y contradicciones en el fatigoso trayecto entre esquinas, polos y extremos. En definitiva: sutilezas de la(s) dinámica(s) de la violencia simbólica. Por violencia simbólica se comprende aquella violencia que naturaliza una serie de prácticas y modalidades culturales cuya finalidad es el sometimiento de un grupo social -en este caso, todo el género femenino- por parte de otro grupo que es el dominante por ejercer y detentar el poder (Bourdieu y Passeron, 2001:15-85). La violencia simbólica enmascara y tiñe de natural una desigualdad que es estructural, socio-cultural, y lo consigue mediante pautas y estrategias relativamente invisibles o implícitas que preludian y se superponen a la violencia físico-sexual (Molas, 2006:42-43), a la vez que se reproducen ineludiblemente a lo largo del tiempo, adaptándose a los nuevos contextos sociales o variando/diversificando sus modalidades culturales. La violencia simbólica contra la mujer, si bien impregna todos los discursos de la antigüedad grecolatina, desde la épica hasta la tragedia, pasando por la filosofía, se visibiliza notablemente en la construcción de personajes femeninos mitológicos de tal modo que, salvo alguna rara avis, se aproxima al estatus de amplio catálogo de mujeres perversas, seductoras y terribles, creadas por mor del androcentrismo y la misoginia imperantes. Tal vez resulte reiterativo insistir en un vocablo como misoginia, pues hay quienes prefieren expresiones deslizadas como ginecofobia, proyección androcéntrica, androtopías, masculinización proyectada o el tan excoriado hoy sexismo. La misoginia es una realidad social, un producto cultural, un sistema ideológico y, en consecuencia, se inscribe, se circunscribe y se reproduce en la estructura de sistemas simbólicos concebidos por los sujetos o actuantes sociales en su contexto. De esto se infiere, en primera instancia, que la misoginia no resulta homogénea ni exotérica en dicho contexto, ya que se trata de un fenómeno complejo al encontrarse plagado de profundas contradicciones; la misoginia no puede ser uniforme, como tampoco lo son las distintas representaciones de lo femenino. En segunda instancia, tampoco es fácil admitir –pese a las tentativas- que, como patrón cultural, sea único, absoluto y universal. Si bien el vocablo, etimológicamente, no implica duda alguna, también es cierto que suele ser confundido y mezclado con la hostilidad y el menosprecio hacia la mujer, ya por ser fuente de peligros, ya por considerarla inferior. La diferencia estriba en la gradual dinamicidad con que opera la violencia simbólica. Ambas actitudes (hostilidad, desprecio) actúan como satélites alrededor de una misma matriz ideológica más intrincada (Madrid, 1999:12-13), al igual que la misoginia y muchas otras (pensemos en la infantilización de la mujer, o en su irreal sublimación literaria); una matriz (corriente o tradición) que hinca sus raíces, como se sabe, en la Antigüedad grecolatina y en la moral judeocristiana; una matriz generadora de estereotipos arquetípicos que edifican el continuum que citábamos más arriba.
Y una ejemplificación evidente del funcionamiento de la violencia simbólica lo hallamos al confrontar el análisis del estereotipo de la mujer como fuente del mal, como causa y/o consecuencia de lo pernicioso para lo masculino. La mujer perversa. Como señala Mercedes Arriaga, “el mal que representa la mujer no es un mal cualquiera, sino un mal concreto, que deriva de su ser diferente con respecto al varón” (Arriaga, 2002:29). La construcción del arquetipo de mujer perversa se estructura y se caracteriza por una sucesión de rasgos estereotipados –podríamos decir, incluso, estigmas- que se reiteran en los personajes mitológicos femeninos y que adquieren matices muy particulares en cuanto tratamos con mujeres poseedoras de un conocimiento alejado del canónico, un saber considerado periférico y marginal y, en consecuencia, a los ojos masculinos, peligroso y amenazador. Principalmente, la mujer perversa es aquella que busca –voluntaria o inconscientemente- el daño a los varones. Este daño es causado por la atracción-seducción que todas ellas ostentan. La tematización de la seducción o belleza de la mujer orbita siempre alrededor de la consideración de la feminidad como artificio, como engaño, rasgo de herencia humana al pertenecer a la estirpe de Pandora, pero rasgo a su vez de herencia divina (Afrodita). La seducción femenina es considerada una subversión y una transgresión (de lo normativo masculino) que conlleva a la destrucción y la aniquilación, dado que se ejerce sobre el varón un poder (de atracción) bien a través de la belleza física (Helena), bien a través de la voz y la mirada (Sirenas, Medusa). Esta seducción atrayente y engañosa de la mujer perversa puede combinarse con subtipos, como el de la mujer monstruosa (Medusa, Sirenas, Esfinge), la funesta casada (Helena), la mujer soberbia (Medea, Clitemnestra) y, por supuesto, la mujer sabia o hechicera (Circe, Calipso, Medea). Con todo, resulta sintomático que las monstruosas se encuentren asimismo ligadas al conocimiento, a un tipo de gnosis misterioso y vetado a los hombres quienes, con tan solo aproximarse a este saber pueden hallar la propia muerte. Algunas rozan el modelo de la mujer salvaje (Amazonas, Bacantes) por su condición de féminas que habitan en los márgenes, en la lejanía de una isla (Circe, Calipso) o de la civilización, o por sus costumbres desordenadas (Medea). Es más, debido a su condición engañosa, estas perversas pueden adoptar el rol de mujer suplicante cuyas lágrimas, súplicas y quejas se interpretan como armas de seducción embaucadora (Medea, Circe). Así pues, las perversas son bellas, fraudulentas y seductoras, pero, ¿qué ocurre cuando también son sabias?

La estirpe de Hécate: sabias, pero terribles

Se sabe que las mujeres prehistóricas fueron las primeras en adquirir y dominar los saberes relacionados con las plantas y hierbas, tanto con fines nutricios y medicinales como para su empleo en rituales (Becerra, 2003:10). Muchas divinidades orientales y occidentales confirman la vinculación entre conocimiento mágico y mundo femenino, así como los mismos personajes mitológicos estigmatizados por el androcentrismo. La magia en las sociedades antiguas, que vino a ser denominada bajo la expresión genérica magia simpática, técnica consistente en imponer la voluntad humana sobre la naturaleza o sobre los individuos sirviéndose de poderes suprasensibles (Luck, 1995:35). El mago –y la maga- es un individuo sabio que domina una técnica, la de la simpatía cósmica, tras un proceso de iniciación por el que aprende a evocar los démones con el fin de ayudar o perjudicar. El mago o la maga es una especie de intermediario capaz de acceder a la dinamís o el mana, la fuerza espiritual del cosmos a merced de la cual se produce la magia simpatética (por semejanza, por contacto o por oposición). Como ocurre con el chamanismo, las fronteras entre magia, religión, medicina y psicología no son en absoluto nítidas y, al ser una técnica, esta sabiduría ancestral de la magia antigua se concretaba en una serie de prácticas más o menos rituales como el uso de amuletos, la evocación de la palabra y la escritura, el artificio de lazos y nudos, el fascinum, el aojamiento o la mirada venenosa femenina, la profiláctica, etc. En la Antigüedad, la magia era empleada para controlar la naturaleza en beneficio de la agricultura y la ganadería, se vinculaba a la adoración de objetos y cultos a los dioses e incluso se destinaba a intereses eróticos (Caro, 1995:37). Sibilas, pitonisas y sacerdotisas (a las que no analizaremos por pertenecer a la estirpe de Apolo) habían recogido en gran parte la herencia cognitiva de magas y videntes arcaicas y se dedicaban a interpretar los signos sagrados, quedando en sus manos y en sus bocas profecías, oráculos y adivinanzas divinas. Esta abundancia presencial de la magia en el mundo religioso griego produjo una importante fisura en el seno de la religiosidad oficial; aparecen los Misterios de Eleusis, el orfismo, la religión dionisíaca y la escuela pitagórica. Orfeo, Pitágoras y Empédocles se convierten en tres figuras fundamentales para la transformación de la magia en ciencia aplicada y la fe en démones y en la simpatía mágica no tardará en ejercer su influencia sobre Platón –el cual, a su vez, influirá en Plotino y en el neoplatonismo renacentista- y Aristóteles, a la vez que la épica homérica y la obra teogónica de Hesíodo constituyen “piezas en las que ya se alude a la relación entre dioses, hombres y demonios” (Lara, 2010:30). De hecho, con Homero conocemos ya a una gran maga, Circe, quien, por cierto, es presentada como una diosa. El culto a las olímpicas divinidades fue sustituido por la creencia en abstracciones sacralizadas que quedaron finalmente reducidas a meras supersticiones (Aguirre y Esteban, 1999:111-136). La magia helenística confluirá, además, con tradiciones diversas como la egipcia, la persa y la judía hasta devenir en una rica mixtura religiosa de sincretismo cósmico y simpatético (Lara, 2010:31). Pero también se practicaba ilícitamente una magia considerada negativa y perniciosa, escudada teóricamente por determinadas divinidades. Esta magia maléfica suponía una alteración perversa de las fuerzas de la naturaleza y se servía de ponzoñas, pócimas y ungüentos, de conjuros y hechizos, de los misterios nocturnos.

Hecate or The Night of Enitharmon's Joy | William Blake, 1795


Es en este contexto donde las mujeres son representadas como oficiantes y ministras que apelaban a Hécate, Selene, Ártemis o Perséfone, diosas que contenían arquetípicamente los rasgos contradictorios de la Gran Madre, terrible y protectora, seductora y virginal. Contrarios rasgos y opuestas facetas de una misma divinidad se distribuyen en diversificadas entidades divinas que, a pesar de todo, mantienen un delgado y apenas visible hilo que las enlaza, como puede serlo el símbolo lunar: “Como virgen, Ártemis personificaba la luna creciente que renacía; Hécate personificaba la oscura luna nueva y Selene, o en ocasiones Deméter, era la luna llena” (Baring y Cashford, 2005:380). Karl Kerényi nos advertía en sus estudios sobre “La doncella divina” que en el relato mítico del rapto de Perséfone y de la instauración de los misterios eleusinos, nos es ya más que familiar la díada madre-Kore e incluso la tríada madre-Kore-raptor, pero quizá estos dos esquemas míticos no nos permiten suficientemente advertir la presencia de una tercera diosa que cobra una especial importancia junto a las otras dos mujeres (Jung y Kerényi, 2004:135). En la tríada Perséfone-Deméter-Hécate subyacía una correlación de tres mundos: el virginal, el maternal y el lunar. A Hécate la conocemos como diosa apotropaica, una diosa del espacio como umbral, dueña de encrucijadas y protectora de puertas que suele portar una brillante diadema sobre sus tres testas. Es la diosa de lo triple, tricefálica, pero la triplicidad no es un rasgo originario, sino que se desarrolló en épocas helenística y romana (Bermejo, 2005:211). Con todo, resulta lógico que la Hécate clásica terminara por regir la trisección del mundo, recordando, claro está, que el caos, el horror y la oscuridad forman parte de dicho mundo, parte de nuestro ser, aunque se encuentra en manos femeninas. Quizá el hecho de que, como diosa funeraria, las peticiones de sus devotos comenzaran a ser cada vez más numerosas durante la noche terminara vistiéndola de los ropajes de lo misterioso y vinculándola con las artes mágicas. Y, por tanto, también se fue convirtiendo en una amenaza para el dominio religioso masculino. Iconográficamente, nos la encontramos en el palacio de Hades ya en el IV a.C., fecha en que comienza a mostrar su triple rostro, esto es, relegada a un segundo plano en el inframundo controlado por una divinidad masculina (Elvira, 2008:198). En su Teogonía, Hesíodo le decida todo un Himno donde nos la describe como una Pótnia Théron, poderosa y benigna, hija solo de madre, protectora de los jóvenes; Hécate es considerada señora de la naturaleza, como lo será también Ártemis, a la vez que dispensadora de justicia, como lo será Atenea. De posible origen minorasiático, era honrada incluso entre los mismos dioses y la protección de Zeus le permitió disfrutar de todos sus privilegios. En Tracia, Hécate se asoció con la cazadora Bendis y la orgiástica Zerintia, pero es en Tesalia cuando queda vinculada a Ártemis, Selene y Perséfone como Hécate Enodia, la portadora de la antorcha, acompañada por perros –capaces de seguir “ciegamente” un rastro”- y caballos –animales de los muertos para la mentalidad griega-, señora de la magia, de los caminos y cruces, de la luz en la oscuridad, de la lumbre en la muerte. Inevitable no recordar la Hecate, or The Night of Enitharmon’s Joy (1795) de William Blake.
Tal vez todo lo expuesto explique mejor el sobrenombre de Fósfora, “portadora de luz”, que se le asignaba a Hécate. Su antorcha no es tanto un medio de purificación como de iluminación, en el sentido de revelación de un conocimiento al que se accede desde la oscuridad. Como la luz lunar. Como un blanco sol nocturno. La adjudicación a la figura de Hécate de aspectos terribles no se hizo esperar. Diodoro Sículo la retrató como una mujer sanguinaria y parricida –asesina a su padre tras descubrir el akónitom, un veneno, mientras cazaba- a quien le atribuye la maternidad de otras dos magnas envenenadoras, Circe y Medea, mientras que Porfirio dirá que los perros que la custodian no son sino demonios malignos, cuyos ladridos nocturnos aterrorizan a los hombres. Bajo esta caracterización negativa de Hécate, preludio del arquetipo folclórico de la vieja bruja, subyacía la hostilidad patente no tanto entre la religión oficial y la popular, como entre el poder religioso masculino y el femenino. Poco a poco, la imagen nutricia y protectora de Hécate se fue desdibujando para ser ligada al orbe de la magia, lo lunático, lo maligno, las sombras de la muerte y del averno infernal. Lejanas suenan ya las palabras de Hesíodo.

Circe: el saber o el amor

Pero en Hécate, por fortuna, reconocemos una especial estirpe, la del conocimiento mágico, la de esa ciencia cultivada –y ocultada- en el ámbito privado y lejano. Sacerdotisas, magas y hechiceras se reúnen en un arquetipo que revela el saber de las mujeres, un legado difuminado por la mano masculina, arrebatado de las antiquísimas diosas primordiales. Que este saber fuese desarrollado por mujeres y quedase marginado a la esfera doméstica -o incluso a la más estricta periferia- propició que se cubriera de connotaciones mistéricas. Y es precisamente la maga Circe (Siche, 2007:59) quien encarnará uno de los modelos preferidos del arquetipo mujer terrible, desde Homero hasta los artistas de fin de siglo. Notará el lector que Circe o el amor sugiere la dualidad, la disyuntiva, incluso la contradicción como marca indiscutible de la homérica maga. Y, en efecto, así es, pues Circe oscila entre la maldad y la humanidad, entre lo siniestro y lo doméstico, entre lo terrible y el amor. Como relata Homero en el canto X de la Odisea, Ulises y sus hombres llegan a la isla de Ea, que creen deshabitada. Pero desde lo alto, el héroe homérico, con sentimientos mezclados de esperanza e inquietud, divisa una humareda que le indica la presencia de alguien. A pesar de las reticencias de sus hombres –quienes parecen presentir lo que se les avecinaba-, Ulises envía un grupo dirigido por Euríloco. Encuentran entre el frondoso boscaje el palacio de Circe, edificado con hermosas piedras talladas, y son recibidos por afectuosos lobos y leones mientras escuchan la bella voz de la maga, entregada a las labores de su telar en el interior de la fantástica morada. Todos entran confiados, invitados a sentarse a su mesa, a excepción del precavido Euríloco, que los espera a la salida. Espera en vano, pues ninguno de sus compañeros retornará (Fernández, 2009:214). Circe es soberana de su isla como lo es de su propio mundo. De ahí que todo tenga una esencia mágica, incluidas las fieras que se comportan como animalitos adiestrados, gracias a sus artes maléficas. El parentesco con Hécate es innegable: la compañía de las fieras (lobos y leones), el simbolismo de la puerta del palacio, su capacidad de alumbrar el oscuro y escondido ser bestial de los hombres. Pero también presenta otros matices que la vinculan con el mundo mitológico femenino: su residencia en la isla, con Calipso; el selvático bosque que blinda su palacio, con Ártemis; su bella y seductora voz, con las fatídicas Sirenas; su dominio en el arte del tejido, con las Moiras y, el temor de Odiseo a que en la alcoba le hurte la virilidad, con los entes sucúbicos o vampíricos.

Circe offering the Cup to Odysseus | John William Waterhouse, 1891


Lo que Euríloco ignora es que Circe, engañosa anfitriona, ha vertido en el vino, el queso, la cebada y la miel que ofrece a sus comensales un brebaje, un narcótico que erradique en ellos las ganas de regresar a su patria. Después, la maga los golpea con su varita para convertirlos en cerdos: “Quedaron estos con cabeza, voz, pelambre y figura de cerdos, pero su mente permaneció invariable.” La crueldad de Circe no ha de verse en la capacidad de degradación en la transformación animal, pues los hombres de Ulises conservan su nóos, es decir, su consciencia humana, intacta. De lo que se infiere que los cerdos-hombres eran plenamente conscientes de su forma (externa) animal y lamentan su situación de encierro en la pocilga. ¿Es posible que la magia de Circe hiciera visible en los cuerpos la esencia o el comportamiento animal de estos hombres?; ¿que nos mostrara su verdadero ser?, ¿que actuara ella misma como un espejo?; ¿que, siendo ella, pues, un espejo revelador, constituyera una fuerte amenaza para los hombres? Todas las divinidades griegas tenían el don de la transformación, de la metamorfosis, pero en el caso de Circe nos encontramos con una natural profesionalización metamórfica. Como señala Frontisi-Ducroix, la acción de Circe, más que metamorfoseante, deviene degradantemente reveladora, pues obliga a los hombres de Odiseo a sufrir una regresión de su raza y un descenso en la escala de los seres vivos. El hibridismo mágico (consciencia humana bajo envoltura animal) no cesa de indicarnos que Circe es conocedora de la bestia que los hombres guardan en su interior y visionaria del auténtico ser animal de los mismos (Frontisi-Ducroix, 2006: 62). Apolonio de Rodas, quizá influido por la cosmogonía de Empédocles, trastocó de manera especial la anécdota metamórfica. En su versión, los transformados no se muestran  ni como humanos ni como bestias, sino que sus cuerpos (su aspecto masculino, su identidad morfológica y civil) estaban formados “por miembros mezclados de unos y otros”. Son criaturas pertenecientes al mundo de lo informe, de una “naturaleza imposible de ver”, esto es, aídelos, “in-visible”, como los híbridos monstruosos de esa raza deforme, monstruosa y grotesca, tan aparentemente incompatible con el armonioso pensamiento griego. La cohorte bestial que Apolonio imagina para Circe es estrictamente marginal, como lo es su isla, su bosque, su palacio. Completamente opuesta a la civilización de los hombres. Sus dominios, sus reglas.
Ulises decide atravesar el selvático bosque, la enigmática espesura que antecede al palacio de la hija del Sol, desconociendo los peligros que allí le aguardan. Si no es por la advertencia y la ayuda de Hermes, quien le hace entrega de un antídoto para contrarrestar los efectos de la pócima de Circe -una planta o hierba mágica que los dioses denominan moly o molu, una planta de raíz negra, pero de fruto lechoso-, Ulises hubiera compartido el mismo destino de sus compañeros. La irrupción de Hermes establece una triangulación muy sintomática: entre la pócima masculina y la pócima femenina, tenemos al héroe, el cual beberá de la copa dorada de Circe sin que nada ocurre. Ni alzando su varita hubiera logrado vencer Circe, temerosa ante el acero desenvainado del griego. Abruma la oposición entre la espada de Ulises y la vara de Circe, entre la fuerza (poder masculino) y la magia (poder femenino), situándose ahora entre ambos el caduceo de Hermes. Una oposición que ratifica la dualidad entre la planta de origen divino y el pharmakon ligron preparado por la maga. Por mediación de Hermes –el dios umbrátil, el psicopompo-, Circe ve al hombre, no al cerdo, el lobo o el león. Circe re-conoce a Odiseo. Recurre, entonces, asombrada por la inmunidad del que empuña la espada, a su arma tercera, la seducción: “Estoy sobrecogida de admiración, porque no has quedado hechizado a pesar de haber bebido estos brebajes […] tienes en el pecho un corazón imposible de hechizar. Así que seguro que eres el asendereado Odiseo.” Y Odiseo acepta la unión en la alcoba de la maga, pero solo después de que esta realice el juramento de no dañarlo, de no robarle su virilidad, de no debilitarlo, esto es, de no “meditar maldad alguna”. Circe no incumple su promesa y devuelve la condición humana a los marineros, ahora más jóvenes y más bellos, debido quizá a la penitencia sufrida tras la metamorfosis, tras experimentar el conocimiento de su verdadero yo. A caballo entre la maga maligna y la maga benéfica, Circe otorgará, mediante la palabra, su saber. Le hace entrega a Odiseo, con quien vive y ama por un año, de su conocimiento sobre la ruta hacia el Hades y previniéndole, curiosamente, acerca de otras criaturas femeninas peligrosas como las Sirenas o Escila y Caribdis. Puede decirse que Ulises, finalmente, sí es encantado por la discípula de Hécate mediante un encantamiento único del que es capaz solamente el amor. La magia del olvido –los narcóticos brebajes- ha dado paso a la magia del eros (Weinrich, 1999:39).
Y ese encanto, esa magia, no puede dejar de concebirse como perenne conocer, auténtica gnosis que requiere un descenso profundo no tanto al Hades inframundano, sino más bien al microcósmico hades que habita en el centro del yo. El amor de/por Circe implica para el héroe no solo ratificar –como con Calipso- su finitud como ser mortal, sino descubrir la posible infinitud del yo a través de la transformación metamórfica del ser. No en vano, Circe representa el círculo de la metempsicosis (Gómez, 2009:123) y todo lo que le concierne redunda en una circularidad concéntrica. Vive en una isla, en cuyo centro se alza un palacio, en el cual encontramos su alcoba, que contiene el lecho predispuesto para el amor. La isla de Circe, modelo de otras ínsulas mágicas como la legendaria Ávalon de la materia artúrica, la Isla de San Brandán del monje irlandés, la Ínsula Firme del Amadís de Gaula, la Isla Encantada del Palmerín de Inglaterra o la Ínsula Barataria prometida a Sancho, no hace sino reproducir la complejidad simbólica de toda isla: refugio ante la amenaza oceánica del inconsciente o síntesis dichosa de consciencia y voluntad; aislamiento (Ea, Circe) o reencuentro (Ítaka, Penélope); muerte y amor vinculados ambos a la mujer. Es evidente que la isla representa de manera alegórica a Circe, siguiendo la ecuación isla=mujer (Cirlot, 2004:263); paradigma de mujer transgresora, periférica, la radical otra. Una isla puede ser un refugio, un recogimiento necesario, pero también resulta un símbolo de aislamiento negativo que conduce al olvido (muerte psíquica) y la extinción (muerte física). Un olvido y una extinción que se imponen necesarios para el urgente avanzar del héroe, pues el conocimiento o gnosis que se desprende de la convivencia con Circe requería una vía apofática del self, un vaciado, una des-sujeción, para volver a emprender el viaje.

Medea: el saber o el rencor

Medea, mujer paradigma de los celos funestos, de la venganza implacable, se convirtió en prototipo de la femme fatal que hace uso de sus saberes oscuros con la finalidad de destruir al varón. Esta es la imagen que artistas y escritores posteriores decidieron recoger, padeciendo quizá una sutil ceguera y sordera ante la profunda comprensión que el propio Eurípides manifiesta en su obra hacia la hechicera. Sacerdotisa de Hécate en la Cólquide, por amor a Jasón, traiciona a su padre y a su patria para que el héroe pudiera apoderarse del vellocino de oro. No le resultó fácil tener que elegir en tan cruda encrucijada entre el deber y el amor, entre la lealtad y la pasión. Pero escogió el amor. Y, por amor a Jasón, en opinión de Estrabón y Ovidio, asesina a su hermano Apsirto, descuartizándolo (Conti, 2006:413); por amor a Jasón, engaña a las hijas de Pelias para que lo maten y, por amor a Jasón, asumirá el trágico rol por el que más se la conoce. En un principio, la historia mítica de Medea surge dependiente y subsumida a la de Jasón y los Argonautas, aunque ella sola consiguió fraguarse como paradigma femenino único, como arquetipo indiscutible, a pesar de que Homero no se ocupara ni de nombrarla. Tuvo que esperar al poema de Apolonio, El viaje de los Argonautas o Argonáuticas (actos III y IV) y, sobre todo, a la tragedia de Eurípides, que inevitablemente tuvo que llevar por título el nombre de la maga y princesa de la Cólquide. Ha fascinado y sigue cautivando a artistas que la convirtieron unos en contrafigura de lo femenino e imagen del mal mediante una vana y huera reducción y otros, alentados por la mixtura de rasgos en su carácter y por la complejidad del contexto ideológico y cultural para la mujer, en una suerte de subversión de los márgenes sociales impuestos a su género. Y es que las atrocidades llevadas a cabo por Medea solo podían ser llevadas a cabo por alguien como Medea: mujer, bárbara y extranjera, versada en una sabiduría también limítrofe únicamente practicada por el más foráneo de los géneros. Su genealogía, aun de difícil elucidación, se mantiene nítida en cuanto a los vínculos con Hécate, la “portadora de luz”. Para Hesíodo y Eurípides, es hija de Eetes, rey de los Colcos, y de Idía, en consecuencia, nieta del Sol y sobrina de Circe; Euforión y Andro de Teos la consideraron hija de la mismísima Hécate, mientras que Heraclides Póntico matizaba que procedía de las Nereidas y algunos la citaban directamente como hermana hechicera de Circe y, por tanto, perteneciente a la estirpe de Hécate (Conti, 2006:412). Las tres están estrechamente vinculadas entre sí y al arquetipo de mujer sabia y perversa.
Medea se hizo un digno hueco mítico en un mitológico mundo poblado y gobernado varones (dioses, reyes, héroes y guerreros), aunque engalanada con los ropajes de mujer bárbara, despechada y asesina. Si puede parecer que “es fácil dividir en dos partes la historia personal de Medea” (García Gual, 2003:212), no sucede lo mismo cuando se intenta emancipar en el seno del arquetipo a la doncella enamorada de la esposa vengativa. Ambas son Medea, aunque ambas igualmente terribles en sus acciones desmedidas, frías por pensadas. “Mi pasión es superior a mis razonamientos” es la sentencia que pronuncia la maga en la tragedia. Hay que comprender a Medea a la manera en que llegó a hacerlo Eurípides, el cual muestra una mujer sabia y bárbara que es humillada, y convierte a una hechicera en una mujer intelectual, “sometida a la envidia de su entorno social.” (Rodríguez, 1995:264) Medea renuncia a su patria y su familia por amor a Jasón, a quien entrega además diez años de convivencia conyugal y unos hijos. Y su virginidad. Sabemos que después el amor mutará en odio y la madre, al final, se despojará también de los vástagos. Medea, pues, no es hija, ni hermana, ni esposa, ni mucho menos madre. Se arranca todos y cada uno de los atuendos que designan su identidad femenina. Desnuda toda, ya tan solo queda la maga, la terrible, la mujer. El arquetipo.
Entre el helenismo y la barbarie, entre civilización y alteridad, el amor la hace primeramente inclinarse por el helenismo, pero el odio la hará regresar a la barbarie, aunque la paradoja deviene más cruel, ya que el amor brota en el seno de la barbarie misma, mientras que el odio germina en el estricto cerco del helenismo. También se permite momentos de duda y de autocrítica: teme que las promesas de Jasón estén construidas desde la mentira y teme las consecuencias de su insensato enfrentamiento con su padre. Es lógico que muestre incertidumbre y desconfianza ante el amante, pero al unísono manifiesta una premeditación rotunda cuando las cosas se complican para la pareja. Medea, siempre fluctuante entre lo correcto y lo subversivo, entre la bondad y la maldad. Pues he aquí la contradicción, la concordia de opuestos que la erigen en indiscutible arquetipo.

Medea | Frederick Sandys, 1868


Medea es plenamente consciente de que su maldad –su también desmedido rencor- va actuar como pesada carga para el resto de las mujeres. Y, no obstante, eso será su heroico acto, un heroísmo claramente rechazado por el orden masculino. Con todo, su mayor transgresión (y perversión) es su saber. Aunque no controla sus propias pasiones ni es una maga a la altura de Circe, Medea conoce todo tipo de venenos y ponzoñas y domina los astros y los fenómenos de la naturaleza. Como recalca Apolonio de Rodas en sus Argonáuticas, Medea es una joven “a la que Hécate, la diosa, ha enseñado más que ninguna otra cosa a ser diestra en venenos que cría la tierra y el agua que se mueve en las olas sin fin.” Asimismo, es una gran versada en el arte del aojamiento, la práctica del mal de ojo o fascinación venenosa de la mirada, para vencer al gigante de bronce Talos. En griego, la expresión mal de ojo funcionaba casi como un sinónimo para malicia, celos o influencia maligna, de manera que un aojador equivalía a un brujo o hechicero. Incluso puede significar envidia, como ocurrirá más adelante con el vocablo latino inuideo, “envidiar”. Por supuesto, la vinculación de todos estos términos con el fascinus es indiscutible por el fulminante poder de la mirada. Así, para Ovidio, la bruja Dípsade  posee pupula duplex, una doble pupila desde la que lanza sus maldiciones, mientras que para Horacio, aquellos capaces de malograr la dicha de los mortales a través de la mirada son los que se sirven de un obliquo oculo. Se ha debatido mucho acerca de si el aojamiento ha de considerarse una práctica perteneciente al mundo de la magia o no. No puede negarse el elemento sobrenatural del mismo ni su asociación con la magia maléfica, pero aún hay quienes cuestionan su competencia hechicera. Lo que sí puede admitirse es su carácter de elemento para-religioso procedente de prácticas y creencias populares que, siendo más o menos consentidas por la clase dominante, se involucraron y formaron parte de la religión oficial. Ya en la Grecia arcaica se creía que los ojos constituían un canal o un medio por el que provocar o inducir algún daño –Medusa y Basilisco, verbigracia-, pero será a partir del siglo V a.C. cuando se utilice la expresión aojamiento. Referencias sugerentes encontramos en Homero, Aristófanes, Platón y Aristóteles, y como acto envidioso –y hasta divino- en Erina, Calímaco y Plutarco (Alvar, 2010:70-73).
También domina Medea el uso –en este caso, nada terapéutico- de la epodé o conjuro. A Medea pertenecen los misterios oscuros de la palabra y la mirada. Suele invocar, principalmente, a Hécate, diosa subterránea, “soberana noctívaga”, “la unigénita”, aunque también recurre a las mortíferas Moiras, esas “rápidas perras de Hades”. Sus invocaciones o conjuros, en verdad, no dejaban de ser fórmulas rituales o recetas verbales de enorme eficacia simbólica. Puede decirse que la magia tenía y tiene su propio lenguaje, un código particular que opera sobre el lenguaje articulado y que implica, como cualquier acto comunicativo, una comprensión compartida y unas representaciones lingüísticas con funciones preformativas (Moulian, 2002:47-48). El código mágico es un supralenguaje, “un dominio en que los signos no solo significan, sino que también suceden y en el que la metáfora se materializa y deviene actuante.” (Delgado, 1992:125) Un supralenguaje en boca de una mujer. Este mágico lenguaje, además, se consideraba secreto, un código solo cognoscible e inteligible para unos concretos iniciados. El lenguaje mágico suele caracterizarse por su versificación y musicalidad, aunque también se nutre de otros mecanismos que garanticen su efectividad. Junto a oraciones y rogativas, quizá más vinculadas con el ámbito religioso, el lenguaje mágico se sirve, sobre todo, del conjuro. El conjuro pronunciado por magas, hechiceras y brujas funciona como una especie de interruptor, una herramienta de control de las fuerzas naturales y sobrenaturales dirigidas a la consecución de un fin determinado. No consiste únicamente en un acto simbólico que se enuncia o recita, sino en un conjunto simbólico que ocurre, que se hace, que es, en la pronunciación misma. El hechizo, el acto mágico verbalizado y gestualizado, es resultante de la interacción entre palabra y acción, una implicación recíproca mediante la cual la hechicera ordena al universo. El poder mágico no es sino poder, pero un poder, más que de comunicación, de convicción.
Medea, consciente del rencor por el que es movida a ejecutar a los hijos, pronuncia también otra palabra, igual de transgresora o más, su terrible queja –o más bien protesta y disconformidad- por el destino de la mujer en Grecia: “porque la mujer es siempre tímida, cobarde en la lucha, y sin ánimo para mirar tranquilamente el acero, pero cuando la injuria que recibe afecta a su tálamo conyugal, no hay nadie más cruel.” Y, aun así, dejándose arrastrar por la hybris, por el rencor, por el despecho, “Medea, bárbara de fogoso carácter, resulta sin embargo una lúcida portavoz de las quejas de todo el género femenino contra una cultura machista.”(García, 2003:214) Medea, siendo portadora de un amor colosal y destructivo, por el cual es capaz de aceptar los roles de docilidad y obediencia para con el esposo, la patria y el hogar, no duda en rechazar la adopción de esos mismos patrones sumisos para convertirse en una transgresora contra aquellos que simbolizan y encarnan la dimensión masculina: el padre, el hermano, el esposo y los hijos. Una transgresión, fundamentalmente, verbalizada y discursiva, siendo entonces, probablemente, su sabia y lúcida, subversiva e insurrecta palabra, ya mágica, ya sublevada, la que ha motivado y perpetuado por tanto tiempo la violentamente simbólica ubicación bajo el arquetipo de la mujer perversa.

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