EN EL JARDÍN OCULTO: ALQUIMIAS POÉTICAS, CHAMÁNICOS VERSOS

EN EL JARDÍN OCULTO:
ALQUIMIAS POÉTICAS, CHAMÁNICOS VERSOS

Conferencia-recital
con motivo del XX Premio Internacional de Poesía y Narrativa MIGUEL FERNÁNDEZ





El poeta umbrátil (chamán y místico) es a la vez un mago en cuyas manos se posan los presagios. Este sentido mágico de la escritura, que atraviesa no sólo numerosos textos de la producción poética de Miguel Fernández, sino especialmente su consideración del fenómeno sagrado que entiende por la poesía, se hace más explícita si cabe en Flores de Paracelso (1979), un poemario caracterizado por la multiplicidad de elementos significativos. Un poemario que el poeta melillense dedica al mismísimo Aureolus Teophrastus Bombastus von Hohenheim, Paracelso, cuyo nombre ya es de por sí un jeroglífico que esconde un arcano, un secreto[1]. Junto al misticismo y al chamanismo, una tercera sabiduría tradicional le permite al poeta melillense codificar simbólicamente lo que para él significan la poesía y la labor poética: la alquimia. No en vano, Miguel Fernández se sirve de la imagen del crisol en un artículo de 1982: “Y si aquí y ahora menciono el crisol es que tal instrumento, cuya utilidad es la de fortalecer y dar forma y solidez a una materia fungible, puede que sirva como símil a la otra forma, la literaria, cuando ésta elabora, en su gran parte, artesanalmente[2]. La alquimia completa a las otras dos, a la mística y a la chamánica, más contemplativas, más extáticas, mientras que la alquimia se caracteriza por ser una técnica simbólica: no busca tanto la contemplación de lo sagrado sino la realización o manipulación de/con lo sagrado. Ahora bien, la presencia del mundo alquímico en la poética fernandiana se acerca más a la alquimia renacentista, la que reconcilió en su propio seno a la magia neoplatónica, la cábala e incluso el sufismo –ya tenemos entera noticia del interés de Miguel Fernández por los sincretismos y humanismos, por los mestizajes simbólicos y las multiplicidades significativas-, de tal modo que el mundo que conciben es un mundo vivo, orgánico, en el que todo está en todo (Anaxágoras), un mundo semejante a esferas concéntricas cuyo centro, núcleo o corazón (sustancia pura o destilada) es lo que busca el alquimista. Condensación. Síntesis. Y una concepción así del mundo implica una lectura-interpretación cíclica: nacimiento-fecundación-muerte-renacimiento. En definitiva, una integración de contrarios, una coincidentia oppositorum que es, al fin y al cabo, la función de religare de la poesía, como lo es de la magia o lo es de Eros. Cíclica concepción que Miguel Fernández aplica y entiende como intrínseca a la escritura poética, al oficio del poeta-mago, a la palabra por su carácter sagrado. La identificación o al menos la empatía de Miguel Fernández hacia Paracelso, como mínimo, puede calificarse de inevitable:

El principio de una jerarquía de la creación, que va desde lo material hasta Dios como máxima cima, fue para Paracelso el punto desde el que supo conjugar todas las contradicciones de una mística natural de tintes paganos y una fe cristiana y devota. La forma en que supo fundir en su personalidad ascetismo y alegría de vivir, piedad y sereno empirismo, espíritu de investigador en las ciencias naturales y esperanza de salvación, agudas dotes de observación y apasionada sentimentalidad, conciencia crítica y temperamento volcánico sigue siendo hoy para nosotros, gentes desgarradas, misterio y nostalgia al mismo tiempo. Fuera cual fuera la forma de expresión con la que pugnara por hacer una afirmación exacta sobre los grandes temas del hombre, el mundo y Dios, ya ocurriera en el lenguaje de la Medicina, de la Magia, de la Alquimia, de la Astronomía o de otros campos de la vida y del pensamiento de su tiempo, lo único que quiso fue dar testimonio del hombre, de su relación con el creador y la creación, su dignidad y su camino, sus obligaciones y sus tareas[3].

Sería sencillo establecer una serie de paralelismos entre ambos, desde la preocupación por los entresijos de la creación hasta el recurso de diversos lenguajes, desde el anhelo por un mayor y más exacto conocimiento del misterio y de lo sagrado (Dios, en Paracelso; la Poesía, en Miguel Fernández) hasta la nostalgia de los orígenes. Pero bastaría con asomarnos a algunos de los temas recurrentes de Paracelso en sus Textos esenciales para encontrar estas concordancias: la Matriz de la que procedemos todos los seres creados, el Mysterium Mágnum, las relaciones simpáticas entre los elementos de la naturaleza, la mujer como símbolo del seno materno, la esencia de la semilla y la gestación del niño como fruto, el carácter sagrado y simbólico del matrimonio (el vínculo entre esposo y esposa), la medicina (conocimiento contemplativo) como arte y el médico como viajero, la curación como misión suprema y un especial sentido de la magia que nada tiene que ver con la superchería[4]. Aunque puedan consternarnos, estas líneas o hilos temáticos se enhebran en la poética fernandiana. Así, verbigracia, el seno materno como variante del alquímico atanor y la música-matriz de la palabra poética; la transmutación de la materia, la dinámica semilla/fruto, sembrar/brotar, como traslación simbólica de la dinámica kathábasis/anábasis y dormir/despertar, la alegórica erótica de vinculación entre esposos, el poder farmacológico de la poesía (y de la música como alternativa), el poeta des-sujetado en diversos arquetipos (el Paseante, el Náufrago, el Dormido, el Tejedor, el Escultor, etc.) y un casi sinfín de motivos que conforman claramente –y nos atrevemos a afirmarlo- una cosmología y una cosmografía fernandianas. Y, por supuesto, la botánica, a cuyo lenguaje alegórico recurre el melillense conjugando la sacralidad que representan unos simbolizadores fundamentales:
-el fuego o las luces alumbradoras como variantes del horno, crisol o atanor alquímico, entendido éste como matriz artificial que ayuda al crecimiento de la materia en su estado embrionario, pero también como componente purificador de la materia e incluso destructor de la misma, alegoría del proceso de contemplación-interiorización-recreación del poeta que somete la palabra a la combustión para, con las cenizas recogidas, crear una palabra nueva, resurrecta, sobre la que pueda reencarnarse el misterio: “ “Has dejado una gota de sangre / vertida en el aceite de la lámpara / para que así el hechizo cumpla / el mandato más cruel: verlo poseso” (“Centaura”, FP, p. 363); “Qué llama se embelesa / en ese fuego. / Quién arderá. / Zarza quemante” (“Mirto”, FP, p. 369); “Prendí antorcha al pajar / y ardió el misterio. / Y quedé tan huérfano / que magia sólo es ya mi palabra” (“Juegos de la magia”, B, p. 594); “Dejas el ramo manzanero, / ardes / hasta la madurez de los frutales. / Recojo luego el poso de ceniza / y lo apago en mi sed” (“Asuntos del Edén”, B, p. 600); “Quemarse por la síntesis / y ser una ceniza para siempre habitada” (“Aunque es de noche”, S, p. 630);
-la transmutación (solve et coagula)[5], finalidad básica de los alquimistas, representada por cuatro o cinco fases-colores a que es sometida la materia (el negro o nigredo, la necesaria destrucción para la posterior resurrección, el albedo u “obra blanca”, resurrección espiritual, la citrinitas y la rubedo, que coronan la solidificación, y unas veces, la viuditas y otras, la cauda pavones, de procedencia posiblemente árabe), cuyo orden Miguel Fernández se permite alterar y recrear: “Esta lámpara, / a quien tanto se cambia de tulipa, / que fuera verde un día, / y que luego tan rota en el hollín / fuera celeste; / y más rota en el año del despojo, / cambióse a rosa. / Y luego fuera ya / de otro color, / tal vez de la manzana, / hasta quedarse ahora blanca y pura, / nuestra vida ha turbado de colores” (“Adagio de luces”, SS, p. 515); pero, sobre todo, una especial adaptación del baño maría alquimista –en estrecha relación con el Náufrago y el Ahogado fernandianos-, lugar de la matriz de la palabra, centro o abismo donde es forzosa la disolución de la materia en lo sagrado y que tiene mucho más de regressus ad uterum, como veremos en la senda de las páginas siguientes;
-los perfumes o aromas, símbolos de lo sagrado, en consonancia con las lágrimas del ciervo, el vino de los racimos o las copas, el aceite de los candiles, la savia de árboles y plantas o la miel de las colmenas, es decir, la sustancia trascendida que perdura tras la ignición, aunque en un nivel superior al elemento líquido, pues se erigen en marca de lo inefable, como los ecos o las huellas sagradas de la palabra en su manifestación tras la mágica actividad del poeta-alquimista: “Nunca el hechizo / se rompe en las fragancias” (“Camelia de salón”, FP, p. 361); “El almizcle feliz, / el ámbar áureo, / perfume de quien vivo así se inmola” (“Incienso”, FP, p. 366); “Qué belleza el perfume; / inasible es la gracia si perdura” (“Semilla yacente”, FP, p. 376); “La pureza es aquello que perdura / una vez que ha pasado. / Aroma es. / Sólo aroma” (“Retrato de una dama”, TL, p. 427); “y el olfato tan sólo por rescatar su aroma / cuando la rosa era / la fragancia que quema” (“La fragancia”, S, p. 641);
-el jardín poemático, trascripción simbólica del poema, de tal manera que cada flor o cada planta representa a un simbolizador, un arquetipo o un mito. Esto tiene como inmediata consecuencia el hecho de que el jardín-poema se convierte en una condensación, aglomeración o concentración de injertos-signos, similar como veremos a los tejidos o tapices formados de diversos hilos y hebras; el poema es, pues, un parterre profundamente simbólico (se sobreentiende la kathábasis / anábasis de la palabra-semilla cuyas raíces remiten al misterio), atravesado por lo sagrado, esto es, el rocío (lo sagrado cristalizado) o los aromas (lo sagrado volatilizado). La multiplicidad de significados, el mestizaje simbólico, el sincretismo significativo (el alquimista tiende a la condensación y a la vez a la síntesis), conforman la obra, comprendida como un jardín “Botánico”: “En el Jardín Botánico, / un hálito perfuma. / ¿Pero qué flor en éxtasis? / Será la conjunción de los parterres / la flora del vivir, tan en volandas / a ese vicio del aire que transita / tanto polen del ser, perpetuándose” (SS, p. 496). Así, el poema es para Miguel Fernández un “Jardín”, el jardín del ansia:


Sobre la tierra yérguese.
Es el jardín.
Tan sólo vive lo que aroma.
No el tallo o cuerpo,
y sí el olor del alma
es lo que asciende.

Ese rocío de la escarcha
es gracia, fe no menguada;
bebida ya la sed
del hediondo estiércol que germina.

Raíces tuvo, mas secretas fueron
por arcanas, fluyendo bajo tierra.
¿Quién las recordará?

Quedó el ungüento del candor,
gota en el cáliz;
flores
que si quemadas, nunca
nos dejaron ceniza:
sí la consumación de la fragancia.

Cuando llegado el trance,
quebrada la vasija
el agua clara ya vertida en bruces
por tierra roja abreve,
tú me reencarnarás.
Jardín del ansia.
(FP, p. 359)

En el jardín fernandiano, poema que abre el libro Las Flores de Paracelso, advertimos la insistente presencia de lo inefable, de la esencia sagrada de la palabra poética en tres grados: el “rocío de la escarcha” representa el estado sólido; el “ungüento del candor” y la “gota en el cáliz”, el estado sólido; el “aroma” y el “olor del alma”, el estado vaporoso. En palabras del poeta-alquimista, “lo que asciende” es precisamente esta última manifestación de la palabra, su perfume, “la consumación de la fragancia”. No los tallos, no los brotes de lo sembrado, sino más allá: lo que desde esas raíces “secretas” y “arcanas” de la palabra-semilla (los símbolos, mitos y arquetipos sembrados y cultivados en el poema-jardín) fluye por la incipiente palabra-germinada hasta el aroma de la palabra-flor. Un proceso caracterizado como trance, instante en que el jardín reencarnará al poeta (en su des-sujeción, en su vaciado). Lo perpetuará en múltiples palingenesias.
Pero hay dos rasgos más que especialmente hermana a Miguel Fernández con Paracelso. En primer lugar, el hecho de que Paracelso representa al chyrurgus[6], al hombre de oficio, de humilde sabiduría. Es el arquetipo del erudito artesano en cuya persona se combinan la scientia y el ars; un conocedor del astrum[7], del correlato entre macrocosmos y microcosmos (la reivindicación de un mayor prestigio para el conocimiento artesanal quedó testimoniada en el Renacimiento de la mano de los “filósofos-ingenieros” italianos y de una serie de trabajos de eruditos artesanos como De la pirotechnia (1540) de Vanoccio Biringuccio, De re metallica (1556) de Georgius Agricola o la Alchemia (1597) de Livabius[8]). En Miguel Fernández, esta inclinación por los oficios artesanales, cuya sabiduría práctica no estaba exenta de ser sucesora de los viejos y arcanos secretos del trato del hombre con la naturaleza y con el cosmos, implica una importante codificación alegórica del oficio del poeta: “La creación es don / del sacerdote. / Si tal oficio cumple, / beberá la melisa. / Y bajarán los dioses / condecorando frente enfebrecida” (“Melisa”, FP, p. 369); un oficio que exige el retiro y la consiguiente soledad: “No tengo más oficio que estar solo, / mirando la techumbre de mis nubes” (“Historia interminable”, SS, p. 519); un oficio a veces ingrato que, no obstante, puede ser refugio y juego: “Huye donde las lindes nunca sepan / qué secreto refugio custodió nuestros juegos / prohibidos / (tales como el morder los membrillos más ácimos, / enterrar los rosarios de vidrio, / el papagayo de plata sobre las alamedas / y los evangelios apócrifos de tanta sed / como tuvo tu gloria, infiel trabajo. / Oh mi desmadejada quietud, mi apacible hogaza)” (“El oficio”, E, p. 330). Pero siempre un oficio sagrado: “la otra realidad, que por sagrada existe / tan sólo en su labor” (“Retrato”, AC, p. 265). Un oficio, en suma, que combina el trabajo o el laborar del poeta con el carácter sacro del oficio religioso, pues “la inspiración es el trabajo cotidiano y en tal cometido se centra; quehacer entendido como laboral” y capaz de “desvelar muchos misterios[9]. Oficio de poeta que Miguel Fernández fragua sobre arquetipos líricos como el Alfarero, el Escultor, el Cantero, el Tejedor, el Orfebre o el Cestero, puesto que exponen nítidamente la manipulación y/o transmutación de la materia (barro, mármol, piedra, hilo, minerales, mimbres) para crear algo nuevo, la obra poética, de tal modo que el proceso de escritura es análogo –que no idéntico- al modelado, la escultura, la cantería, la tejedura, la orfebrería o la cestería.
En segundo lugar, otro nexo entre Paracelso y Miguel Fernández viene determinado por la palingenesia. Este vocablo, vinculado con la escatología órfica y con la concordia oppositorum heraclitiana del misterio entre vida y muerte[10], entendido unas veces como resurrección periódica[11], nuevo nacimiento e incluso metempsicosis[12], y otras como mediador curativo[13], está profundamente ligado a la botánica oculta paracelsiana y a la alquimia. Asociada a su vez con el sacrificio iniciático y la resurrección de las propias cenizas (el Fénix simbólico, el fuego alquímico), la palingenesia puede ser de dos tipos: la “palingenesia de las sombras”, encargada de la producción del cuerpo astral, y la “palingenesia de los cuerpos”, que reconstruye los cuerpos destruidos[14]. Doble palingenesia. Por tanto, mediadora y sanadora. Solve et coagula[15]. Fórmula que resume la evolución alquímica en sus distintas fases: calcinación o muerte de la materia; putrefacción o separación de los restos calcinados; solución y purificación de la materia; destilación, también definida como lluvia o goteo de la materia purificada; conjunción, identificada con la coincidentia oppositorum y el matrimonio de los principios masculino y femenino; sublimación o rapto y, por último, coagulación o unión inseparable[16]. Una fórmula que estructura una particular concepción de lo líquido y lo sólido, lo volátil y lo fijo, en relación con la escritura: “Y sumerjo la pluma que emerge goteante de una tinta violácea. / cae una gota lenta sobre el pergamino / e ilumina capitular. / La mancha es como un torso / espléndido y festivo. / Yacerán del retinto. / Incrustaciones varias / que es lo líquido siempre que fenece en lo sólido” (“Epigrama”, B, p. 601). Si lo líquido, siguiendo la lógica mágica fernandiana, representa la sustancia más íntima extraída de lo sagrado –que no la más sublimada, pues ésta le corresponde a la fragancia o aroma como acabamos de ver-, lo sólido se corresponde con la compacta densidad de la escritura que condensa las diversas emulsiones. La solidificación de la palabra en la escritura. Estamos asistiendo a un proceso completamente inverso al de las lágrimas, el vino o la savia, que no son sino destilación desde la materia, desde la palabra, desde el misterio o lo sagrado depurado. Aquí, en cambio, se procede a la condensación o coagulación (recreación en manos del poeta-alquimista) de la palabra en la escritura, lo que explica que “El pergamino es piel / de sacrificio” (“Acacia”, FP, p. 360). Doble transmutación, doble movimiento de la palabra poética. Una aniquilación y un resurgir. Porque en cada cosa hay una essentia y un venenum, lo que irremediablemente nos recuerda la doble acepción del término phármakon, a la que en adelante regresaremos. Del mismo modo, Paracelso no consideraba conveniente separar el saber y el preparar, entre la Medicina y la Alquimia, conjunción sapiencial que Miguel Fernández parece corroborar al afirmar lo siguiente: “Cuando una obra artística es capaz de propiciarnos un intercambio de interpretaciones, una dialéctica varia, un estar interrogándonos sobre los muchos presupuestos estéticos, es porque es tal su poder sugeridor, que enriquece, en suma, la meditación. Pero si a su vez es un dominador del lenguaje y posee dicción peculiar y la técnica no se le resiste, tendremos el maridaje exacto para saber que esa obra tiene autonomía y vigor necesario[17]. La poesía, pues, desde una óptica alquímica, se pliega a la perfección a ese maridaje entre el saber y el preparar, entre la meditación y la técnica. En definitiva: conocimiento y magia. Y en esas flores-palabras de Paracelso-Miguel Fernández encontramos precisamente ese equilibrio entre lo mágico y lo lógico, entre destrucción y restauración de la materia para llegar a la palabra poética:

Esa flor ya quemada del incendio
que el pabilo acercó en su tizne muerta,
recojo de las brozas.

Aquí lo que ya fuese terso pétalo,
pura diadema un día,
¿cómo quedó?
Sólo ceniza oliente
para cubrir la herida.
Flor santiguada es sobre la frente
del agónico;
talismán y mandrágora,
pulpa y pavesa.
Mas perfume en el aire
que el fuego calcinó.

Llevadle su mortaja a ese universo
húmedo donde el sol acuna el polen,
al venero del llanto de la tierra
y dejadla que duerma.
Nunca lleve su grano el abejorro
pues es cúmulo cauto su yacer.
un paño virgen su simiente esconda
y sólo el alvéolo de su cuerpo
lo palpe al tierno aire de los vuelos.

Regad luego a las vísperas con lágrimas
su campo débil.

Aventad briznas rojas;
que infantillos de coro canten sus letanías
y alzad el corporal.

La rosa resurrecta os glorifica.

Nacida queda de la muerte pura.
(FP, p. 378)

Rosa resurrecta. La “Palingenesia” fernandiana, además de constituir un magnífico ejemplo de ofrenda metapoética, contiene todos los elementos del proceso de reanimación o resurrección de la palabra poética en concordancia con las teorías alquímicas y médicas no sólo de Paracelso, sino también de la alquimia religiosa o mística. Por una parte, “flor”, “brozas”, “pétalo”, “mandrágora”, “rosa” remiten al ámbito de lo vegetal; por otra, “incendio”, “tizne”, “ceniza”, “fuego”, “mortaja”, “calcinar”, “muerte”, se refieren al proceso de destrucción previo a la palingenesia o reconstrucción del cuerpo. Reconstrucción que es cosecha, semilla sembrada y regada (cosmoerotismo) que volverá a nacer, palabra sembrada, ¡oculta!, pues “es cauto su yacer”. Decían los griegos que “morir es casarse con la tierra”, esto es, volver al origen, a la matriz u origen de la que surgimos. Esto, lo sabemos, es una constante en la escritura de Miguel Fernández. Y de su erotismo. Eros es el “fuego divino” imprescindible para la gran Obra alquimista, para trascender nuestro yo y para descubrir el propio centro. “Los alquimistas llamaron Eros al vitriolo, cuyo aceite es el ácido sulfúrico. Los griegos establecieron una tríada: Eros-Anteros-Liseros: amor-pasión-escisión; conjunción-fermentación-desintegración.”[18]

Sin embargo, por ahora, lo que va a centrar nuestro interés es ese proceso mágico por el cual el texto reúne palingenésicamente elementos contrarios en virtud de su fuerza mágica y curativa. Es su personal solve et coagula líricos[19]. Así, los versos bimembres “talismán y mandrágora, / pulpa y pavesa” subrayan ese doble sentido del phármakon, medicina y veneno, reconstrucción tras la destrucción, y constituyen la antesala de lo que creemos que es el sentido y el fin del ejercicio poético expresado transparentemente en el último verso: “Nacida queda de la muerte pura.”

Cristina Hernández González, Las lágrimas del ciervo. Lo sagrado en la poesía de Miguel Fernández, UNED, Madrid, 2013, pp. 78-88.




[1] Se piensa que Paracelso significa “mejor que Celso”, médico grecorromano del siglo I d.C.
[2] M. Fernández, “El académico José García Nieto”, OC. II…, p. 533. Publicado en Sur, 13 de marzo de 1982.
[3] J. Jacobi (ed.), Paracelso. Textos esenciales, Siruela, Madrid, 2007, p. 26.
[4] “Para Paracelso, magia significa sobre todo el acceso a las cosas ocultas celestiales y terrenas, pero no sobre la base y la ayuda de artes de hechicería, sino por medio de un conocimiento intuitivo obtenido a través de la gracia de Dios y una visión concentrada, que abre el paso a las grandes relaciones secretas entre Dios, mundo y hombre. Este arte aún estaba vivo para el “hombre mágico” del Renacimiento”, C. G. Jung, “Epílogo”,  Ibíd., p. 301.
[5] Para todas las referencias alquimistas a la transmutación, opus magna, de la materia, seguimos a M. Eliade, Herreros y alquimistas, Alianza, Madrid, 1983.
[6] A. Koyré, Místicos, espirituales y alquimistas del siglo  XVI alemán, Akal, Madrid, 1981, p. 73.
[7] “Paracelso adoptó la clásica analogía microcosmos/macrocosmos, heredada de la antigüedad: el cuerpo humano es un “microcosmos”, reflejo del universo como un todo, el “macrocosmos”. Así, cada una de las regiones del firmamento en el universo geocéntrico de Paracelso (los cinco planetas, el sol y la luna) tenía supuestamente su correlato en el cuerpo humano. La expresión que utiliza es astrum. Un astrum era una virtud, cuya representación prototípica se encontraba en el cielo (asociada a un planeta concreto, por ejemplo) pero que también tenía su correlato en el cuerpo humano […] Los astra también se encontraban entre entidades terrestres no humanas (normalmente, plantas y minerales)”, P. Dear, La revolución de las ciencias. El conocimiento europeo y sus expectativas, 1500-1700, Marcial Pons Ediciones de Historia, Madrid, 2007, pp. 89-90.
[8] Ibíd., pp. 93-94.
[9] M. Fernández, “Morillas o la creación vital de los dioses”, OC. II…, p. 524. Publicado en El Telegrama de Melilla, 10 de diciembre de 1981. Dos días después, el poeta melillense escribe al mismo periódico para indicar que el título correcto del artículo era “Eduardo Morillas”.
[10] Véase R. Mondolfo, Heráclito. Textos y problemas de su interpretación, Siglo XXI, México, 1976, pp. 63-65.
[11] Para Eliade, un ejemplo de palingenesia cósmica serían los misterios dionisíacos de sus dos muertes y sus tres nacimientos, la epifanía del niño divino como regeneración del universo: “El concepto de palingenesia y la idea de un dios nuevo es un dios que reaparece periódicamente no eran tan sólo conceptos cuyas afinidades resultaban evidentes con el que implicaba la alternancia de las epifanías y los ocultamientos (aphanismoi) de un dios que se manifestaba en sus parusías, anuales o bianuales (trieterides). En el plano de la duración cósmica, este concepto puede ser fácilmente transpuesto bajo la forma de un ciclo de retorno a escala igualmente cósmica”, H. Jeanmarie, Dionysos, págs. 413-414”, M. Eliade, Historia de las creencias y las ideas religiosas. II. De Gautama Buda al triunfo del cristianismo, Paidós, Barcelona, 1999, p. 333, nota 26.
[12] “Término derivado del griego, cuyo significado es “paso del alma (psyche) de un cuerpo a otro”; esta idea se expresa también con otros vocablos como “transmigración (del alma)”, “reencarnación” y “renacimiento”. La concepción de la vida como un proceso cíclico en que las almas pasan de un cuerpo a otro es una deducción natural de los pueblos primitivos ente los fenómenos de nacimiento y muerte […] Como doctrina filosófico-religiosa apareció en la India ca. 600 a.C. (Samsara), y fue adoptada por el budismo, que aseguró su difusión por toda Asia. Fue profesada en Grecia durante el siglo VI a.C. por los pitagóricos y el orfismo; también fue introducido en el platonismo y el neoplatonismo”, S. G. F. Brandon, Diccionario de religiones comparadas, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1975, p. 1012.
[13] “Entre el mundo material y el mundo espiritual hay algo que hace las veces de intermediario, que es el mundo astral: este mundo astral, que se prodiga y repite a través de los tres reinos de la Naturaleza, tiene por nombre, según Paracelso, Leffas para los vegetales, y combinado con su fuerza vital, constituye el Ens primum, que posee las más altas virtudes curativas; y es él y no otro el verdadero objeto de la Palingenesia”, R. Putz, Botánica oculta. Las plantas mágicas según Paracelso, Edición Facsímil, Maxtor, Valladolid, 2010, p. 159.
[14] Ibíd., pp. 166-167.
[15] “La fórmula solve et coagula se considera en cierta forma una síntesis de todo el secreto de la Gran Obra en la medida en que ésta reproduce el proceso de manifestación universal […] El término solve se representa a veces mediante un signo del Cielo y el término coagula por un signo de la Tierra, es decir, que se asocian con la acción de las corrientes ascendente y descendente de la fuerza cósmica”, R. Guénon, La gran Tríada, Paidós, Barcelona, 2004, p. 57. Véase nota 121.
[16] Cirlot explica estas fases alquímicas de la formula solve et coagula aplicado a la superación psíquica del individuo como “analiza todo lo que eres, disuelve todo lo inferior que hay en ti, aunque te rompas al hacerlo; coagúlate luego con la fuerza adquirida en la operación anterior”, J. E. Cirlot, Diccionario de símbolos, Siruela, Madrid, 1997, pp. 78-79.
[17] M. Fernández, art.cit., p. 550.
[18] E. Zolla, Una introducción a la alquimia. Las maravillas de la naturaleza, Paidós, Barcelona, 2003, p. 186.
[19] Dado que la alquimia opera simbólicamente, disuelve y coagula, así también funciona la creación poética, a través de símbolos, a través de la pluralidad simbólica, mitológica y arquetípica en la poética fernandiana, y así la reproduce en el poema mismo, porque “el sentido original del símbolo se expresa en tres movimientos: 1. La realidad primera, única y completa. 2. La ruptura de la unidad en dos o varias partes. 3. La reunión de las partes y el retorno a la unidad. Esto tres pasos corresponden metafísicamente a tres estados de la creación y también del hombre, puesto que se refieren a la unidad primordial entre el Creador y la criatura, a su separación, origen del mundo exterior que percibimos, y finalmente a una posible reintegración”, R. Arola, Alquimia y religión. Los símbolos herméticos del siglo XVII, Siruela, Madrid, 2008, p. 47.