SABIAS Y TERRIBLES: EL CONOCIMIENTO DE LA MUJER COMO PERVERSIDAD. DINÁMICAS DE LA VIOLENCIA SIMBÓLICA SOBRE PERSONAJES MITOLÓGICOS FEMENINOS



JORNADAS INTERNACIONALES "ESTUPRO": MITOS ANTIGUOS Y VIOLENCIA MODERNA. HOMENAJE A FRANCA RAME

Grupo de Investigación Escritoras y Escrituras
Universidad de Sevilla
22-24 de mayo de 2014


Tilla Durieux als Circe | Franz von Stuck, 1913

Resumen: pretendemos analizar el funcionamiento de las dinámicas de la violencia simbólica al considerar el conocimiento femenino como perversidad a través de los personajes mitológicos (diosas, magas y hechiceras), así como las contradicciones inherentes del citado funcionamiento y los mecanismos de transgresión.
Palabras clave: violencia simbólica, conocimiento, perversidad, mitología.

Abstract: we intend to analyze the functioning of the dynamics of symbolic violence when considering knowledge as feminine perversity through mythological characters (goddesses, witches and magicians), and the inherent contradictions of than operation and the mechanisms of transgression.
Key words: symbolic violence, knowledge, evil, mythology.

La simbólica violencia contra las sabias mujeres

Hay quien afirma que “la mujer ha ocupado siempre las esquinas del mundo” (Reyzábal, 2009:112). Somos –nos han construido- terribles y sublimes, destructoras y dadoras de vida, fatales y frágiles, sediciosas y sumisas. Pero quizá una perspectiva dualista o una dinámica dialéctica excluyente no satisfagan por completo a la hora de profundizar en determinados personajes mitológicos, de manera que se impone la urgencia de desplazarse por un (incómodo) continuum de opuestos, como ya expusimos en otra ocasión (Hernández, 2010:61), a la búsqueda de resquicios, intersticios y contradicciones en el fatigoso trayecto entre esquinas, polos y extremos. En definitiva: sutilezas de la(s) dinámica(s) de la violencia simbólica. Por violencia simbólica se comprende aquella violencia que naturaliza una serie de prácticas y modalidades culturales cuya finalidad es el sometimiento de un grupo social -en este caso, todo el género femenino- por parte de otro grupo que es el dominante por ejercer y detentar el poder (Bourdieu y Passeron, 2001:15-85). La violencia simbólica enmascara y tiñe de natural una desigualdad que es estructural, socio-cultural, y lo consigue mediante pautas y estrategias relativamente invisibles o implícitas que preludian y se superponen a la violencia físico-sexual (Molas, 2006:42-43), a la vez que se reproducen ineludiblemente a lo largo del tiempo, adaptándose a los nuevos contextos sociales o variando/diversificando sus modalidades culturales. La violencia simbólica contra la mujer, si bien impregna todos los discursos de la antigüedad grecolatina, desde la épica hasta la tragedia, pasando por la filosofía, se visibiliza notablemente en la construcción de personajes femeninos mitológicos de tal modo que, salvo alguna rara avis, se aproxima al estatus de amplio catálogo de mujeres perversas, seductoras y terribles, creadas por mor del androcentrismo y la misoginia imperantes. Tal vez resulte reiterativo insistir en un vocablo como misoginia, pues hay quienes prefieren expresiones deslizadas como ginecofobia, proyección androcéntrica, androtopías, masculinización proyectada o el tan excoriado hoy sexismo. La misoginia es una realidad social, un producto cultural, un sistema ideológico y, en consecuencia, se inscribe, se circunscribe y se reproduce en la estructura de sistemas simbólicos concebidos por los sujetos o actuantes sociales en su contexto. De esto se infiere, en primera instancia, que la misoginia no resulta homogénea ni exotérica en dicho contexto, ya que se trata de un fenómeno complejo al encontrarse plagado de profundas contradicciones; la misoginia no puede ser uniforme, como tampoco lo son las distintas representaciones de lo femenino. En segunda instancia, tampoco es fácil admitir –pese a las tentativas- que, como patrón cultural, sea único, absoluto y universal. Si bien el vocablo, etimológicamente, no implica duda alguna, también es cierto que suele ser confundido y mezclado con la hostilidad y el menosprecio hacia la mujer, ya por ser fuente de peligros, ya por considerarla inferior. La diferencia estriba en la gradual dinamicidad con que opera la violencia simbólica. Ambas actitudes (hostilidad, desprecio) actúan como satélites alrededor de una misma matriz ideológica más intrincada (Madrid, 1999:12-13), al igual que la misoginia y muchas otras (pensemos en la infantilización de la mujer, o en su irreal sublimación literaria); una matriz (corriente o tradición) que hinca sus raíces, como se sabe, en la Antigüedad grecolatina y en la moral judeocristiana; una matriz generadora de estereotipos arquetípicos que edifican el continuum que citábamos más arriba.
Y una ejemplificación evidente del funcionamiento de la violencia simbólica lo hallamos al confrontar el análisis del estereotipo de la mujer como fuente del mal, como causa y/o consecuencia de lo pernicioso para lo masculino. La mujer perversa. Como señala Mercedes Arriaga, “el mal que representa la mujer no es un mal cualquiera, sino un mal concreto, que deriva de su ser diferente con respecto al varón” (Arriaga, 2002:29). La construcción del arquetipo de mujer perversa se estructura y se caracteriza por una sucesión de rasgos estereotipados –podríamos decir, incluso, estigmas- que se reiteran en los personajes mitológicos femeninos y que adquieren matices muy particulares en cuanto tratamos con mujeres poseedoras de un conocimiento alejado del canónico, un saber considerado periférico y marginal y, en consecuencia, a los ojos masculinos, peligroso y amenazador. Principalmente, la mujer perversa es aquella que busca –voluntaria o inconscientemente- el daño a los varones. Este daño es causado por la atracción-seducción que todas ellas ostentan. La tematización de la seducción o belleza de la mujer orbita siempre alrededor de la consideración de la feminidad como artificio, como engaño, rasgo de herencia humana al pertenecer a la estirpe de Pandora, pero rasgo a su vez de herencia divina (Afrodita). La seducción femenina es considerada una subversión y una transgresión (de lo normativo masculino) que conlleva a la destrucción y la aniquilación, dado que se ejerce sobre el varón un poder (de atracción) bien a través de la belleza física (Helena), bien a través de la voz y la mirada (Sirenas, Medusa). Esta seducción atrayente y engañosa de la mujer perversa puede combinarse con subtipos, como el de la mujer monstruosa (Medusa, Sirenas, Esfinge), la funesta casada (Helena), la mujer soberbia (Medea, Clitemnestra) y, por supuesto, la mujer sabia o hechicera (Circe, Calipso, Medea). Con todo, resulta sintomático que las monstruosas se encuentren asimismo ligadas al conocimiento, a un tipo de gnosis misterioso y vetado a los hombres quienes, con tan solo aproximarse a este saber pueden hallar la propia muerte. Algunas rozan el modelo de la mujer salvaje (Amazonas, Bacantes) por su condición de féminas que habitan en los márgenes, en la lejanía de una isla (Circe, Calipso) o de la civilización, o por sus costumbres desordenadas (Medea). Es más, debido a su condición engañosa, estas perversas pueden adoptar el rol de mujer suplicante cuyas lágrimas, súplicas y quejas se interpretan como armas de seducción embaucadora (Medea, Circe). Así pues, las perversas son bellas, fraudulentas y seductoras, pero, ¿qué ocurre cuando también son sabias?

La estirpe de Hécate: sabias, pero terribles

Se sabe que las mujeres prehistóricas fueron las primeras en adquirir y dominar los saberes relacionados con las plantas y hierbas, tanto con fines nutricios y medicinales como para su empleo en rituales (Becerra, 2003:10). Muchas divinidades orientales y occidentales confirman la vinculación entre conocimiento mágico y mundo femenino, así como los mismos personajes mitológicos estigmatizados por el androcentrismo. La magia en las sociedades antiguas, que vino a ser denominada bajo la expresión genérica magia simpática, técnica consistente en imponer la voluntad humana sobre la naturaleza o sobre los individuos sirviéndose de poderes suprasensibles (Luck, 1995:35). El mago –y la maga- es un individuo sabio que domina una técnica, la de la simpatía cósmica, tras un proceso de iniciación por el que aprende a evocar los démones con el fin de ayudar o perjudicar. El mago o la maga es una especie de intermediario capaz de acceder a la dinamís o el mana, la fuerza espiritual del cosmos a merced de la cual se produce la magia simpatética (por semejanza, por contacto o por oposición). Como ocurre con el chamanismo, las fronteras entre magia, religión, medicina y psicología no son en absoluto nítidas y, al ser una técnica, esta sabiduría ancestral de la magia antigua se concretaba en una serie de prácticas más o menos rituales como el uso de amuletos, la evocación de la palabra y la escritura, el artificio de lazos y nudos, el fascinum, el aojamiento o la mirada venenosa femenina, la profiláctica, etc. En la Antigüedad, la magia era empleada para controlar la naturaleza en beneficio de la agricultura y la ganadería, se vinculaba a la adoración de objetos y cultos a los dioses e incluso se destinaba a intereses eróticos (Caro, 1995:37). Sibilas, pitonisas y sacerdotisas (a las que no analizaremos por pertenecer a la estirpe de Apolo) habían recogido en gran parte la herencia cognitiva de magas y videntes arcaicas y se dedicaban a interpretar los signos sagrados, quedando en sus manos y en sus bocas profecías, oráculos y adivinanzas divinas. Esta abundancia presencial de la magia en el mundo religioso griego produjo una importante fisura en el seno de la religiosidad oficial; aparecen los Misterios de Eleusis, el orfismo, la religión dionisíaca y la escuela pitagórica. Orfeo, Pitágoras y Empédocles se convierten en tres figuras fundamentales para la transformación de la magia en ciencia aplicada y la fe en démones y en la simpatía mágica no tardará en ejercer su influencia sobre Platón –el cual, a su vez, influirá en Plotino y en el neoplatonismo renacentista- y Aristóteles, a la vez que la épica homérica y la obra teogónica de Hesíodo constituyen “piezas en las que ya se alude a la relación entre dioses, hombres y demonios” (Lara, 2010:30). De hecho, con Homero conocemos ya a una gran maga, Circe, quien, por cierto, es presentada como una diosa. El culto a las olímpicas divinidades fue sustituido por la creencia en abstracciones sacralizadas que quedaron finalmente reducidas a meras supersticiones (Aguirre y Esteban, 1999:111-136). La magia helenística confluirá, además, con tradiciones diversas como la egipcia, la persa y la judía hasta devenir en una rica mixtura religiosa de sincretismo cósmico y simpatético (Lara, 2010:31). Pero también se practicaba ilícitamente una magia considerada negativa y perniciosa, escudada teóricamente por determinadas divinidades. Esta magia maléfica suponía una alteración perversa de las fuerzas de la naturaleza y se servía de ponzoñas, pócimas y ungüentos, de conjuros y hechizos, de los misterios nocturnos.

Hecate or The Night of Enitharmon's Joy | William Blake, 1795


Es en este contexto donde las mujeres son representadas como oficiantes y ministras que apelaban a Hécate, Selene, Ártemis o Perséfone, diosas que contenían arquetípicamente los rasgos contradictorios de la Gran Madre, terrible y protectora, seductora y virginal. Contrarios rasgos y opuestas facetas de una misma divinidad se distribuyen en diversificadas entidades divinas que, a pesar de todo, mantienen un delgado y apenas visible hilo que las enlaza, como puede serlo el símbolo lunar: “Como virgen, Ártemis personificaba la luna creciente que renacía; Hécate personificaba la oscura luna nueva y Selene, o en ocasiones Deméter, era la luna llena” (Baring y Cashford, 2005:380). Karl Kerényi nos advertía en sus estudios sobre “La doncella divina” que en el relato mítico del rapto de Perséfone y de la instauración de los misterios eleusinos, nos es ya más que familiar la díada madre-Kore e incluso la tríada madre-Kore-raptor, pero quizá estos dos esquemas míticos no nos permiten suficientemente advertir la presencia de una tercera diosa que cobra una especial importancia junto a las otras dos mujeres (Jung y Kerényi, 2004:135). En la tríada Perséfone-Deméter-Hécate subyacía una correlación de tres mundos: el virginal, el maternal y el lunar. A Hécate la conocemos como diosa apotropaica, una diosa del espacio como umbral, dueña de encrucijadas y protectora de puertas que suele portar una brillante diadema sobre sus tres testas. Es la diosa de lo triple, tricefálica, pero la triplicidad no es un rasgo originario, sino que se desarrolló en épocas helenística y romana (Bermejo, 2005:211). Con todo, resulta lógico que la Hécate clásica terminara por regir la trisección del mundo, recordando, claro está, que el caos, el horror y la oscuridad forman parte de dicho mundo, parte de nuestro ser, aunque se encuentra en manos femeninas. Quizá el hecho de que, como diosa funeraria, las peticiones de sus devotos comenzaran a ser cada vez más numerosas durante la noche terminara vistiéndola de los ropajes de lo misterioso y vinculándola con las artes mágicas. Y, por tanto, también se fue convirtiendo en una amenaza para el dominio religioso masculino. Iconográficamente, nos la encontramos en el palacio de Hades ya en el IV a.C., fecha en que comienza a mostrar su triple rostro, esto es, relegada a un segundo plano en el inframundo controlado por una divinidad masculina (Elvira, 2008:198). En su Teogonía, Hesíodo le decida todo un Himno donde nos la describe como una Pótnia Théron, poderosa y benigna, hija solo de madre, protectora de los jóvenes; Hécate es considerada señora de la naturaleza, como lo será también Ártemis, a la vez que dispensadora de justicia, como lo será Atenea. De posible origen minorasiático, era honrada incluso entre los mismos dioses y la protección de Zeus le permitió disfrutar de todos sus privilegios. En Tracia, Hécate se asoció con la cazadora Bendis y la orgiástica Zerintia, pero es en Tesalia cuando queda vinculada a Ártemis, Selene y Perséfone como Hécate Enodia, la portadora de la antorcha, acompañada por perros –capaces de seguir “ciegamente” un rastro”- y caballos –animales de los muertos para la mentalidad griega-, señora de la magia, de los caminos y cruces, de la luz en la oscuridad, de la lumbre en la muerte. Inevitable no recordar la Hecate, or The Night of Enitharmon’s Joy (1795) de William Blake.
Tal vez todo lo expuesto explique mejor el sobrenombre de Fósfora, “portadora de luz”, que se le asignaba a Hécate. Su antorcha no es tanto un medio de purificación como de iluminación, en el sentido de revelación de un conocimiento al que se accede desde la oscuridad. Como la luz lunar. Como un blanco sol nocturno. La adjudicación a la figura de Hécate de aspectos terribles no se hizo esperar. Diodoro Sículo la retrató como una mujer sanguinaria y parricida –asesina a su padre tras descubrir el akónitom, un veneno, mientras cazaba- a quien le atribuye la maternidad de otras dos magnas envenenadoras, Circe y Medea, mientras que Porfirio dirá que los perros que la custodian no son sino demonios malignos, cuyos ladridos nocturnos aterrorizan a los hombres. Bajo esta caracterización negativa de Hécate, preludio del arquetipo folclórico de la vieja bruja, subyacía la hostilidad patente no tanto entre la religión oficial y la popular, como entre el poder religioso masculino y el femenino. Poco a poco, la imagen nutricia y protectora de Hécate se fue desdibujando para ser ligada al orbe de la magia, lo lunático, lo maligno, las sombras de la muerte y del averno infernal. Lejanas suenan ya las palabras de Hesíodo.

Circe: el saber o el amor

Pero en Hécate, por fortuna, reconocemos una especial estirpe, la del conocimiento mágico, la de esa ciencia cultivada –y ocultada- en el ámbito privado y lejano. Sacerdotisas, magas y hechiceras se reúnen en un arquetipo que revela el saber de las mujeres, un legado difuminado por la mano masculina, arrebatado de las antiquísimas diosas primordiales. Que este saber fuese desarrollado por mujeres y quedase marginado a la esfera doméstica -o incluso a la más estricta periferia- propició que se cubriera de connotaciones mistéricas. Y es precisamente la maga Circe (Siche, 2007:59) quien encarnará uno de los modelos preferidos del arquetipo mujer terrible, desde Homero hasta los artistas de fin de siglo. Notará el lector que Circe o el amor sugiere la dualidad, la disyuntiva, incluso la contradicción como marca indiscutible de la homérica maga. Y, en efecto, así es, pues Circe oscila entre la maldad y la humanidad, entre lo siniestro y lo doméstico, entre lo terrible y el amor. Como relata Homero en el canto X de la Odisea, Ulises y sus hombres llegan a la isla de Ea, que creen deshabitada. Pero desde lo alto, el héroe homérico, con sentimientos mezclados de esperanza e inquietud, divisa una humareda que le indica la presencia de alguien. A pesar de las reticencias de sus hombres –quienes parecen presentir lo que se les avecinaba-, Ulises envía un grupo dirigido por Euríloco. Encuentran entre el frondoso boscaje el palacio de Circe, edificado con hermosas piedras talladas, y son recibidos por afectuosos lobos y leones mientras escuchan la bella voz de la maga, entregada a las labores de su telar en el interior de la fantástica morada. Todos entran confiados, invitados a sentarse a su mesa, a excepción del precavido Euríloco, que los espera a la salida. Espera en vano, pues ninguno de sus compañeros retornará (Fernández, 2009:214). Circe es soberana de su isla como lo es de su propio mundo. De ahí que todo tenga una esencia mágica, incluidas las fieras que se comportan como animalitos adiestrados, gracias a sus artes maléficas. El parentesco con Hécate es innegable: la compañía de las fieras (lobos y leones), el simbolismo de la puerta del palacio, su capacidad de alumbrar el oscuro y escondido ser bestial de los hombres. Pero también presenta otros matices que la vinculan con el mundo mitológico femenino: su residencia en la isla, con Calipso; el selvático bosque que blinda su palacio, con Ártemis; su bella y seductora voz, con las fatídicas Sirenas; su dominio en el arte del tejido, con las Moiras y, el temor de Odiseo a que en la alcoba le hurte la virilidad, con los entes sucúbicos o vampíricos.

Circe offering the Cup to Odysseus | John William Waterhouse, 1891


Lo que Euríloco ignora es que Circe, engañosa anfitriona, ha vertido en el vino, el queso, la cebada y la miel que ofrece a sus comensales un brebaje, un narcótico que erradique en ellos las ganas de regresar a su patria. Después, la maga los golpea con su varita para convertirlos en cerdos: “Quedaron estos con cabeza, voz, pelambre y figura de cerdos, pero su mente permaneció invariable.” La crueldad de Circe no ha de verse en la capacidad de degradación en la transformación animal, pues los hombres de Ulises conservan su nóos, es decir, su consciencia humana, intacta. De lo que se infiere que los cerdos-hombres eran plenamente conscientes de su forma (externa) animal y lamentan su situación de encierro en la pocilga. ¿Es posible que la magia de Circe hiciera visible en los cuerpos la esencia o el comportamiento animal de estos hombres?; ¿que nos mostrara su verdadero ser?, ¿que actuara ella misma como un espejo?; ¿que, siendo ella, pues, un espejo revelador, constituyera una fuerte amenaza para los hombres? Todas las divinidades griegas tenían el don de la transformación, de la metamorfosis, pero en el caso de Circe nos encontramos con una natural profesionalización metamórfica. Como señala Frontisi-Ducroix, la acción de Circe, más que metamorfoseante, deviene degradantemente reveladora, pues obliga a los hombres de Odiseo a sufrir una regresión de su raza y un descenso en la escala de los seres vivos. El hibridismo mágico (consciencia humana bajo envoltura animal) no cesa de indicarnos que Circe es conocedora de la bestia que los hombres guardan en su interior y visionaria del auténtico ser animal de los mismos (Frontisi-Ducroix, 2006: 62). Apolonio de Rodas, quizá influido por la cosmogonía de Empédocles, trastocó de manera especial la anécdota metamórfica. En su versión, los transformados no se muestran  ni como humanos ni como bestias, sino que sus cuerpos (su aspecto masculino, su identidad morfológica y civil) estaban formados “por miembros mezclados de unos y otros”. Son criaturas pertenecientes al mundo de lo informe, de una “naturaleza imposible de ver”, esto es, aídelos, “in-visible”, como los híbridos monstruosos de esa raza deforme, monstruosa y grotesca, tan aparentemente incompatible con el armonioso pensamiento griego. La cohorte bestial que Apolonio imagina para Circe es estrictamente marginal, como lo es su isla, su bosque, su palacio. Completamente opuesta a la civilización de los hombres. Sus dominios, sus reglas.
Ulises decide atravesar el selvático bosque, la enigmática espesura que antecede al palacio de la hija del Sol, desconociendo los peligros que allí le aguardan. Si no es por la advertencia y la ayuda de Hermes, quien le hace entrega de un antídoto para contrarrestar los efectos de la pócima de Circe -una planta o hierba mágica que los dioses denominan moly o molu, una planta de raíz negra, pero de fruto lechoso-, Ulises hubiera compartido el mismo destino de sus compañeros. La irrupción de Hermes establece una triangulación muy sintomática: entre la pócima masculina y la pócima femenina, tenemos al héroe, el cual beberá de la copa dorada de Circe sin que nada ocurre. Ni alzando su varita hubiera logrado vencer Circe, temerosa ante el acero desenvainado del griego. Abruma la oposición entre la espada de Ulises y la vara de Circe, entre la fuerza (poder masculino) y la magia (poder femenino), situándose ahora entre ambos el caduceo de Hermes. Una oposición que ratifica la dualidad entre la planta de origen divino y el pharmakon ligron preparado por la maga. Por mediación de Hermes –el dios umbrátil, el psicopompo-, Circe ve al hombre, no al cerdo, el lobo o el león. Circe re-conoce a Odiseo. Recurre, entonces, asombrada por la inmunidad del que empuña la espada, a su arma tercera, la seducción: “Estoy sobrecogida de admiración, porque no has quedado hechizado a pesar de haber bebido estos brebajes […] tienes en el pecho un corazón imposible de hechizar. Así que seguro que eres el asendereado Odiseo.” Y Odiseo acepta la unión en la alcoba de la maga, pero solo después de que esta realice el juramento de no dañarlo, de no robarle su virilidad, de no debilitarlo, esto es, de no “meditar maldad alguna”. Circe no incumple su promesa y devuelve la condición humana a los marineros, ahora más jóvenes y más bellos, debido quizá a la penitencia sufrida tras la metamorfosis, tras experimentar el conocimiento de su verdadero yo. A caballo entre la maga maligna y la maga benéfica, Circe otorgará, mediante la palabra, su saber. Le hace entrega a Odiseo, con quien vive y ama por un año, de su conocimiento sobre la ruta hacia el Hades y previniéndole, curiosamente, acerca de otras criaturas femeninas peligrosas como las Sirenas o Escila y Caribdis. Puede decirse que Ulises, finalmente, sí es encantado por la discípula de Hécate mediante un encantamiento único del que es capaz solamente el amor. La magia del olvido –los narcóticos brebajes- ha dado paso a la magia del eros (Weinrich, 1999:39).
Y ese encanto, esa magia, no puede dejar de concebirse como perenne conocer, auténtica gnosis que requiere un descenso profundo no tanto al Hades inframundano, sino más bien al microcósmico hades que habita en el centro del yo. El amor de/por Circe implica para el héroe no solo ratificar –como con Calipso- su finitud como ser mortal, sino descubrir la posible infinitud del yo a través de la transformación metamórfica del ser. No en vano, Circe representa el círculo de la metempsicosis (Gómez, 2009:123) y todo lo que le concierne redunda en una circularidad concéntrica. Vive en una isla, en cuyo centro se alza un palacio, en el cual encontramos su alcoba, que contiene el lecho predispuesto para el amor. La isla de Circe, modelo de otras ínsulas mágicas como la legendaria Ávalon de la materia artúrica, la Isla de San Brandán del monje irlandés, la Ínsula Firme del Amadís de Gaula, la Isla Encantada del Palmerín de Inglaterra o la Ínsula Barataria prometida a Sancho, no hace sino reproducir la complejidad simbólica de toda isla: refugio ante la amenaza oceánica del inconsciente o síntesis dichosa de consciencia y voluntad; aislamiento (Ea, Circe) o reencuentro (Ítaka, Penélope); muerte y amor vinculados ambos a la mujer. Es evidente que la isla representa de manera alegórica a Circe, siguiendo la ecuación isla=mujer (Cirlot, 2004:263); paradigma de mujer transgresora, periférica, la radical otra. Una isla puede ser un refugio, un recogimiento necesario, pero también resulta un símbolo de aislamiento negativo que conduce al olvido (muerte psíquica) y la extinción (muerte física). Un olvido y una extinción que se imponen necesarios para el urgente avanzar del héroe, pues el conocimiento o gnosis que se desprende de la convivencia con Circe requería una vía apofática del self, un vaciado, una des-sujeción, para volver a emprender el viaje.

Medea: el saber o el rencor

Medea, mujer paradigma de los celos funestos, de la venganza implacable, se convirtió en prototipo de la femme fatal que hace uso de sus saberes oscuros con la finalidad de destruir al varón. Esta es la imagen que artistas y escritores posteriores decidieron recoger, padeciendo quizá una sutil ceguera y sordera ante la profunda comprensión que el propio Eurípides manifiesta en su obra hacia la hechicera. Sacerdotisa de Hécate en la Cólquide, por amor a Jasón, traiciona a su padre y a su patria para que el héroe pudiera apoderarse del vellocino de oro. No le resultó fácil tener que elegir en tan cruda encrucijada entre el deber y el amor, entre la lealtad y la pasión. Pero escogió el amor. Y, por amor a Jasón, en opinión de Estrabón y Ovidio, asesina a su hermano Apsirto, descuartizándolo (Conti, 2006:413); por amor a Jasón, engaña a las hijas de Pelias para que lo maten y, por amor a Jasón, asumirá el trágico rol por el que más se la conoce. En un principio, la historia mítica de Medea surge dependiente y subsumida a la de Jasón y los Argonautas, aunque ella sola consiguió fraguarse como paradigma femenino único, como arquetipo indiscutible, a pesar de que Homero no se ocupara ni de nombrarla. Tuvo que esperar al poema de Apolonio, El viaje de los Argonautas o Argonáuticas (actos III y IV) y, sobre todo, a la tragedia de Eurípides, que inevitablemente tuvo que llevar por título el nombre de la maga y princesa de la Cólquide. Ha fascinado y sigue cautivando a artistas que la convirtieron unos en contrafigura de lo femenino e imagen del mal mediante una vana y huera reducción y otros, alentados por la mixtura de rasgos en su carácter y por la complejidad del contexto ideológico y cultural para la mujer, en una suerte de subversión de los márgenes sociales impuestos a su género. Y es que las atrocidades llevadas a cabo por Medea solo podían ser llevadas a cabo por alguien como Medea: mujer, bárbara y extranjera, versada en una sabiduría también limítrofe únicamente practicada por el más foráneo de los géneros. Su genealogía, aun de difícil elucidación, se mantiene nítida en cuanto a los vínculos con Hécate, la “portadora de luz”. Para Hesíodo y Eurípides, es hija de Eetes, rey de los Colcos, y de Idía, en consecuencia, nieta del Sol y sobrina de Circe; Euforión y Andro de Teos la consideraron hija de la mismísima Hécate, mientras que Heraclides Póntico matizaba que procedía de las Nereidas y algunos la citaban directamente como hermana hechicera de Circe y, por tanto, perteneciente a la estirpe de Hécate (Conti, 2006:412). Las tres están estrechamente vinculadas entre sí y al arquetipo de mujer sabia y perversa.
Medea se hizo un digno hueco mítico en un mitológico mundo poblado y gobernado varones (dioses, reyes, héroes y guerreros), aunque engalanada con los ropajes de mujer bárbara, despechada y asesina. Si puede parecer que “es fácil dividir en dos partes la historia personal de Medea” (García Gual, 2003:212), no sucede lo mismo cuando se intenta emancipar en el seno del arquetipo a la doncella enamorada de la esposa vengativa. Ambas son Medea, aunque ambas igualmente terribles en sus acciones desmedidas, frías por pensadas. “Mi pasión es superior a mis razonamientos” es la sentencia que pronuncia la maga en la tragedia. Hay que comprender a Medea a la manera en que llegó a hacerlo Eurípides, el cual muestra una mujer sabia y bárbara que es humillada, y convierte a una hechicera en una mujer intelectual, “sometida a la envidia de su entorno social.” (Rodríguez, 1995:264) Medea renuncia a su patria y su familia por amor a Jasón, a quien entrega además diez años de convivencia conyugal y unos hijos. Y su virginidad. Sabemos que después el amor mutará en odio y la madre, al final, se despojará también de los vástagos. Medea, pues, no es hija, ni hermana, ni esposa, ni mucho menos madre. Se arranca todos y cada uno de los atuendos que designan su identidad femenina. Desnuda toda, ya tan solo queda la maga, la terrible, la mujer. El arquetipo.
Entre el helenismo y la barbarie, entre civilización y alteridad, el amor la hace primeramente inclinarse por el helenismo, pero el odio la hará regresar a la barbarie, aunque la paradoja deviene más cruel, ya que el amor brota en el seno de la barbarie misma, mientras que el odio germina en el estricto cerco del helenismo. También se permite momentos de duda y de autocrítica: teme que las promesas de Jasón estén construidas desde la mentira y teme las consecuencias de su insensato enfrentamiento con su padre. Es lógico que muestre incertidumbre y desconfianza ante el amante, pero al unísono manifiesta una premeditación rotunda cuando las cosas se complican para la pareja. Medea, siempre fluctuante entre lo correcto y lo subversivo, entre la bondad y la maldad. Pues he aquí la contradicción, la concordia de opuestos que la erigen en indiscutible arquetipo.

Medea | Frederick Sandys, 1868


Medea es plenamente consciente de que su maldad –su también desmedido rencor- va actuar como pesada carga para el resto de las mujeres. Y, no obstante, eso será su heroico acto, un heroísmo claramente rechazado por el orden masculino. Con todo, su mayor transgresión (y perversión) es su saber. Aunque no controla sus propias pasiones ni es una maga a la altura de Circe, Medea conoce todo tipo de venenos y ponzoñas y domina los astros y los fenómenos de la naturaleza. Como recalca Apolonio de Rodas en sus Argonáuticas, Medea es una joven “a la que Hécate, la diosa, ha enseñado más que ninguna otra cosa a ser diestra en venenos que cría la tierra y el agua que se mueve en las olas sin fin.” Asimismo, es una gran versada en el arte del aojamiento, la práctica del mal de ojo o fascinación venenosa de la mirada, para vencer al gigante de bronce Talos. En griego, la expresión mal de ojo funcionaba casi como un sinónimo para malicia, celos o influencia maligna, de manera que un aojador equivalía a un brujo o hechicero. Incluso puede significar envidia, como ocurrirá más adelante con el vocablo latino inuideo, “envidiar”. Por supuesto, la vinculación de todos estos términos con el fascinus es indiscutible por el fulminante poder de la mirada. Así, para Ovidio, la bruja Dípsade  posee pupula duplex, una doble pupila desde la que lanza sus maldiciones, mientras que para Horacio, aquellos capaces de malograr la dicha de los mortales a través de la mirada son los que se sirven de un obliquo oculo. Se ha debatido mucho acerca de si el aojamiento ha de considerarse una práctica perteneciente al mundo de la magia o no. No puede negarse el elemento sobrenatural del mismo ni su asociación con la magia maléfica, pero aún hay quienes cuestionan su competencia hechicera. Lo que sí puede admitirse es su carácter de elemento para-religioso procedente de prácticas y creencias populares que, siendo más o menos consentidas por la clase dominante, se involucraron y formaron parte de la religión oficial. Ya en la Grecia arcaica se creía que los ojos constituían un canal o un medio por el que provocar o inducir algún daño –Medusa y Basilisco, verbigracia-, pero será a partir del siglo V a.C. cuando se utilice la expresión aojamiento. Referencias sugerentes encontramos en Homero, Aristófanes, Platón y Aristóteles, y como acto envidioso –y hasta divino- en Erina, Calímaco y Plutarco (Alvar, 2010:70-73).
También domina Medea el uso –en este caso, nada terapéutico- de la epodé o conjuro. A Medea pertenecen los misterios oscuros de la palabra y la mirada. Suele invocar, principalmente, a Hécate, diosa subterránea, “soberana noctívaga”, “la unigénita”, aunque también recurre a las mortíferas Moiras, esas “rápidas perras de Hades”. Sus invocaciones o conjuros, en verdad, no dejaban de ser fórmulas rituales o recetas verbales de enorme eficacia simbólica. Puede decirse que la magia tenía y tiene su propio lenguaje, un código particular que opera sobre el lenguaje articulado y que implica, como cualquier acto comunicativo, una comprensión compartida y unas representaciones lingüísticas con funciones preformativas (Moulian, 2002:47-48). El código mágico es un supralenguaje, “un dominio en que los signos no solo significan, sino que también suceden y en el que la metáfora se materializa y deviene actuante.” (Delgado, 1992:125) Un supralenguaje en boca de una mujer. Este mágico lenguaje, además, se consideraba secreto, un código solo cognoscible e inteligible para unos concretos iniciados. El lenguaje mágico suele caracterizarse por su versificación y musicalidad, aunque también se nutre de otros mecanismos que garanticen su efectividad. Junto a oraciones y rogativas, quizá más vinculadas con el ámbito religioso, el lenguaje mágico se sirve, sobre todo, del conjuro. El conjuro pronunciado por magas, hechiceras y brujas funciona como una especie de interruptor, una herramienta de control de las fuerzas naturales y sobrenaturales dirigidas a la consecución de un fin determinado. No consiste únicamente en un acto simbólico que se enuncia o recita, sino en un conjunto simbólico que ocurre, que se hace, que es, en la pronunciación misma. El hechizo, el acto mágico verbalizado y gestualizado, es resultante de la interacción entre palabra y acción, una implicación recíproca mediante la cual la hechicera ordena al universo. El poder mágico no es sino poder, pero un poder, más que de comunicación, de convicción.
Medea, consciente del rencor por el que es movida a ejecutar a los hijos, pronuncia también otra palabra, igual de transgresora o más, su terrible queja –o más bien protesta y disconformidad- por el destino de la mujer en Grecia: “porque la mujer es siempre tímida, cobarde en la lucha, y sin ánimo para mirar tranquilamente el acero, pero cuando la injuria que recibe afecta a su tálamo conyugal, no hay nadie más cruel.” Y, aun así, dejándose arrastrar por la hybris, por el rencor, por el despecho, “Medea, bárbara de fogoso carácter, resulta sin embargo una lúcida portavoz de las quejas de todo el género femenino contra una cultura machista.”(García, 2003:214) Medea, siendo portadora de un amor colosal y destructivo, por el cual es capaz de aceptar los roles de docilidad y obediencia para con el esposo, la patria y el hogar, no duda en rechazar la adopción de esos mismos patrones sumisos para convertirse en una transgresora contra aquellos que simbolizan y encarnan la dimensión masculina: el padre, el hermano, el esposo y los hijos. Una transgresión, fundamentalmente, verbalizada y discursiva, siendo entonces, probablemente, su sabia y lúcida, subversiva e insurrecta palabra, ya mágica, ya sublevada, la que ha motivado y perpetuado por tanto tiempo la violentamente simbólica ubicación bajo el arquetipo de la mujer perversa.

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