OFELIAS


En estos tiempos estivales en que nos arrebuja la canícula y nos aletarga la holganza prometida, empapados o humedecidos por el obligado asueto y los opulentos ágapes, me asiste una vez más un mito familiar, perseverante, como ha de ser –claro está- todo mito que se precie: Ofelia.
Ofelia, hija de Apolonio y amada de Hamlet, personaje shakespeariano de carácter marginal que, no obstante, ha alcanzado tal renombre y crédito más allá de la tragedia que ha instaurado incluso un “discurso ofélico” en el ámbito pictórico y lírico. Ofelia, como digno icono, comprende una inusitada proliferación de significados – de ahí su impronta ubérrima-, desde la inocencia y la pureza virginalmente fallecidas hasta el erotismo más turbio y febril del necrólatra, sin abandonar la vesania, la demencia, como única expresión posible del desaliento amoroso. La muerte cenagosa de la joven, adornada con los “agrestes trofeos” del Bardo de Avon, fue grata materia para los prerrafaelistas ingleses, en especial, para J. W. Waterhouse, a quien debemos múltiples Ofelias (1889, 1894, circa 1908, 1910), unas recogiendo flores, otras yacentes en la espesura del herbazal, entregadas ya a la locura, imagen que preludia su funesto destino. Pero, si hay una Ofelia que trasciende a todas las demás, ésta es sin duda la Ofelia (1852) de J. E. Millais, cuadro para el que posó como modelo Elizabeth Siddal, esposa de Dante Gabriel Rossetti. El cuerpo inerte queda enmarcado en un espacio abovedado, casi cavernoso, vegetal y gélido, de aguas pantanosas. Verdes y cetrinos subrayan la certeza de la muerte, pero la belleza la sublima. Otras Ofelias inundan nuestra historia: las de F. Watts, Delacroix, A. Hughes, Gerveux, V. Clarín, E. Hébert, A. Caband, Alberto Martini… No en vano, quisiera destacar la Ofelia de Felice Carena (1912), por su magnífica recreación de la pintura de Millais, ya que en un formato acentuadamente estrecho y alargado (insinuación de tumba o de ataúd), las sombras verdes conviven ahora con transparencias violáceas, más subyugantes y lúgubres. Asimismo, merece detenernos en algunas reinvenciones coetáneas, como The way home (2000) de Tom Hunter y Ophelia (2001) de Gregory Crewdson, de las que hemos podido disfrutar en la pasada exposición “Lágrimas de Eros” del Museo Thyssen-Bornemisza, y que demuestran que el mito aún es vigente.

Con igual fortuna, el mito ofeliano, tal vez al aunar amor, locura y suicidio, penetró entre los poetas, aunque con motivaciones a veces divergentes. Bécquer, apasionado ofeliano, convirtió a la joven suicida en símbolo del dolor y de la ternura en su homenaje lírico “Como la brisa que la sangre orea…” También V. Hugo le dedicó el poema XXXIII de sus Orientales, si bien prefiero el laconismo de su otro axioma: “Como Ofelia por el río arrastrada / cogiendo flores, va entrando en la muerte.” La “blanca Ofelia” de A. Rimbaud, muy probablemente influyó en el inédito (sic) poema lorquiano “La muerte de Ofelia”, pero la lucidez lírica del poeta granadino, gran erudito en simbología, incrementará los significados ocultos del mito: “Bajo el cielo impasible / el agua duerme a Ofelia / como una madre…” Resultaría verdaderamente tedioso intentar recoger ex abrupto un análisis comparativo de todas los arquetipos del discurso ofélico, aunque podemos invocar al menos “Sobre una rosa blanca” de Rémy de Gourmont, la “Ofelia de Dinamarca” de Unamuno, las contribuciones modernistas de Darío y Juan Ramón, “El vals de los suicidas (Homenaje a Ofelia)” de Adriano del Valle, o la recuperación de la voz femenina ofélica de Delmira Agustini, Aurora de Albornoz, Mª Victoria Atencia o Clara Janés. Y, a fortiori, la exquisita “Ofelia” con que Miguel Fernández nos obsequió en el segundo número de la revista Manantial (1949).

Para ahondar en el sentido más insigne del mito, lo que hemos denominado “discurso ofélico”, es preciso tener en cuenta en primera instancia que Ofelia se inserta en el ámbito simbólico de las aguas. Las aguas, como afirmaba J. E. Cirlot, constituyen fons et origo, son la protomateria primordial y, en consecuencia, sumergirse en ellas implica el retorno a lo preformal, así como emerger de las mismas supone un nuevo nacer. Subidas y bajadas, anábasis y kathábasis, en doble significación: disolución y muerte, pero también renacimiento y transformación. Las aguas, en particular si están estancadas, representan la muerte, pero al manar de ellas, recreamos la imagen metafórica del parto. Hay que recordar que, para G. Bachelard, las aguas se asocian desde muy antiguo con el elemento nutricio, con lo maternal. De ahí que el símbolo líquido esté anegado de aspectos propios del mundo femenino: ondinas, náyades, baños de Venus, Ofelias. La joven suicida se convirtió en emblema de la fragilidad, del sacrificio, de la entrega, de la vulnerabilidad, y, en grado sumo, de la cautivadora belleza de la muerte. Pero ésta no es más que una lectura frugal, huera, superficial, capitulada a la interpretación masculina finisecular, al erotismo turbio en plena crisis del mundo moderno. Ofelia congrega un discurso mucho más fascinante que el interludio entre las polaridades Eros/Tánatos, entre el “principio del placer” y el “principio de muerte”. Ofelia es el símbolo del silencio preñado de verbos aún por nacer, aún por emerger. Ofelia, como las aguas, es la imagen de umbral, de transición, de transformación. En definitiva: de regeneración. Su mito es, con todo, una lección iniciática. Porque para renacer (alegórica y verbalmente) es necesario morir (ibídem). Éste es el magisterio que encierra Ofelia. Y a él nos hemos consagrado. En estos tiempos estivales, nos afanaremos por sumergirnos en las aguas, extasiándonos en el silencio. Hasta el regreso.



Publicado en El Telegrama de Melilla el 18 de julio de 2010.