RIZOS DE AMOR BRIZA EL VIENTO, de JAIME ALONSO VÉLIZ

Rizos de amor briza el viento, de Jaime Alonso Véliz, fue presentado el día 7 de octubre de 2010 y editado por Geepp Ediciones. Publicado en versión abreviada en El Telegrama de Melilla el 10 de octubre de 2010.



Leonardo da Vinci declaró que “todo gran amor es hijo de un gran conocimiento.” Amor y conocimiento. Eros y sabiduría es lo que nos ofrece Jaime Alonso Véliz en Rizos de amor briza el viento.
Podemos afirmar sin temor a equivocarnos que Rizos de amor briza el viento es más que un poemario; constituye una summa o enciclopedia, un tratado o catálogo amoroso, un recetario diversificado de distintas clases de amor. Un poemario medicinal en tanto que reparador y, al mismo tiempo, instructivo en tanto que correctivo. Una farmacopea erótica. Jaime se instala, así pues, en la tradición de los tratados o compendios de amor, todo un ritual literario y ontológico que podría trazarse desde el Banquete de Platón hasta los Diálogos de León de Hebreo, desde El collar de la paloma de Ibn Hazm hasta El tesoro de los amantes de Ibn Arabi, desde El Cantar de los cantares hasta el Jardín de sonetos lorquianos, desde el Pamphilus al Libro de Buen Amor, desde el Roman de la Rosa de Lorris y Meun hasta el Árbol de la Filosofía del amor de Ramón Llull, sin olvidarnos, por supuesto, de los poetas mélicos de Grecia o del Arte y los Remedios ovidianos. Todos ellos transitan por Rizos de amor briza el viento. Y Jaime se instala así en esta gran tradición recetando su catálogo curativo a un amplio elenco de destinatarios: “A quienes siguen amando a pesar de las dudas”, “A los que se aman entre sombras”, “A los que mueren de amor”, “A los que sufren por amar tanto”, “A los que aman la vida a pesar de la edad”,…
No se extrañen de esta hibridez. Ibn Arabi compiló también un tratado orgánico, aunque heterogéneo, sobre el amor bajo todos los aspectos posibles (divinos, espirituales, naturales o físicos) enarbolando los diferentes atributos de los verdaderos amantes. Pero no se engañen. La heterogeneidad plural que nos brinda Jaime esconde un único fundamento y es el siguiente: Eros o Amor no es sino una fuerza de la que no podemos sustraernos; una urdimbre caracterizada por la atracción, la convergencia y la transformación; un principio que rige el Cosmos con tal intensidad que lo múltiple se vuelve único, porque en Eros reside la capacidad redentora de sacarnos de nuestro estado de Pluralidad, de nuestro estado de seres divididos y carentes, para hacernos regresar a la Totalidad, a la Unidad. En este sentido, Amante, Amado y Amor, tres claves en el poemario de Jaime, son una misma realidad, se reabsorben hacia el mismo fin. La diáspora amorosa del tratado de Jaime es sólo aparente, pues, en última instancia, pretende evitar la disociación de las diversas clases de amor de las que es capaz el ser humano. De ahí que, ante Rizos de amor, asistamos a un auténtico repertorio que universaliza el Eros: el amor al amado y el amor al amante, el amor filial, el amor a los amigos, el amor a la ciudad, el amor a lo sagrado, el amor a los desprotegidos, el amor trascendente e incluso el desamor. Jaime, como buen anfitrión, nos convida a recorrer un trayecto amoroso que atraviesa la abnegación, la amistad, la simpatía, la caridad, prescribiéndonos abandonar el hedonismo frágil y la insensata vanidad con el fin de aspirar motivos más insignes. A diferencia de la actual civilización occidental, que ha parcelado la riqueza semántica del amor, Jaime parece querer retomar la creencia de los arcaicos poetas griegos: Eros es un continuum inadmisible de dividir en compartimentos estancos.

Este continuum se condensa cifrado desde el principio. Y este principio es Rizos de amor briza el viento. Les ruego a todos ustedes tengan paciencia con la disección a la que vamos a proceder porque sólo así accederemos a la auténtica posología del tratado amoroso de Jaime.
Rizos. Mucho más que una metonimia del sujeto amado, junto al hilo, el cabello constituye uno de los símbolos de mayor antigüedad. Los cabellos son siempre manifestación de energía, de fertilidad. Si son abundantes, además, revelan evolución espiritual. Al igual que las hebras de un tejido, los cabellos simbolizan las líneas del universo, siendo así la cabeza un microcosmos equiparable al macrocosmos celeste. Les corresponde el elemento fuego y, si son dorados, ratifican su significación solar, mientras que los oscuros entrañan connotaciones telúricas o ctónicas. Los cabellos rizados se emparientan con la simbología específica de nudos y ligaduras, en especial, adquiriendo un papel mágico para infundir o conservar el amor de la persona deseada.
Asimismo, o principalmente, los rizos invocan a lo táctil, al poder comunicativo y amoroso de las manos, sustentado en las caricias, el roce o el sentir, tres constantes insistentes en el poemario. Porque el tacto se vuelve mágico y es certeza del Amor mismo. Esto se hace evidente en el bellísimo “Febril otoño”, donde las manos se buscan, los labios se rozan y los amantes se sienten.
Viento. El viento representa el aspecto activo o violento del aire, primer elemento, por asociación con el hálito vital o el soplo creador, identificado en ocasiones con la palabra. Dotado de poder fecundador y de capacidad de renovación, simboliza igualmente el espíritu o aliento anímico. Está emparentado con los aromas y perfumes, con el sonido, con la ligereza y el vuelo o la ascensión, principio de vida y de lenguaje. Carece de figura concreta, lo que subraya cierta intangibilidad. De este modo, la furia que connota el viento se torna positiva en “Deseos imposibles”, donde Jaime desearía (ese condicional aún no realizado) ser aliento y “dar vida”, “convertirse en brisa”, “desplegar sus alas” o “surcar el céfiro infinito.”
Dado que, para los alquimistas el viento representaba lo volátil, es patente su carácter dinámico, pudiendo avecinar el cambio. En el ámbito de la lírica y del mito, el atributo principal del viento es su carácter erótico, fecundador y demiúrgico. En nuestra lírica popular, el viento representaba el Eros vivido, el Eros como experimentum, como transformación. Esta identificación del Amor con el viento, a veces, el mismísimo Bóreas, la encontrábamos ya en Safo, aunque teñido de aflicción. Porque nos transporta con su vuelo y nos sacude con sus ráfagas crueles. Así, el viento se confabula con el llanto y con la ausencia, con la confusión y el olvido, en suma, con el desamor, en “Se lo llevó el viento”.
Brizar. Acunar, mecer, balancear. La imagen de la cuna reúne de manera resolutiva significaciones antitéticas como el nacimiento y la muerte que han de interpretarse como un continuum de carácter cíclico o circular y no como un proceso lineal. La clave reside en la madera, la materia primigenia o hylé, de la que se encuentran hechos tanto la cuna (origen) como el féretro (extinción). Esta oscilación entre el origen y el final determinará el especial tratamiento que realiza Jaime del tiempo y del espacio. Pero al emplazar el verbo y no el sustantivo, nos sobreviene la imagen de la oscilación, el movimiento, la celeridad, en definitiva, la impresión de continuidad, de prolongación en el tiempo, de vaivén entre dos fases. Una sinuosidad temporal ratificada por la curvatura de los rizos amorosos y un dinamismo parabólico avalado por la actividad del viento.

Como buen tratado que ha de versar (y versificar) sobre el amor, Rizos de amor comienza por definir qué es. Y es aquí cuando se produce una segunda concordancia con Platón y seguidores, con el misticismo sufí: la imposibilidad de delimitar, de precisar, de explicar el amor. Porque definir, en efecto, implica situarse en el mundo, tomar posición, pero también supone cercenar, recortar, escoger una perspectiva concreta para dar respuesta a una perplejidad. Sólo así se comprende el texto que inicia el poemario, “La ambigüedad del amor”.
Esta imposibilidad posible valida, por otra parte, la máxima Eros es agridulce. La fuerza de Eros es dulce, como la miel, nos transporta al sueño, pero también es una fuerza capaz de desencadenar la locura. En consonancia con Safo, el Eros que nos enseña y receta Jaime consiste en una mezcolanza contradictoria, ya que su consecución otorga la dulzura que, en contraste, la insatisfacción transforma en amargo sabor. El Amor nos embriaga y nos enloquece. La dialéctica discursiva impregna por completo el fundamento último: pensamientos/sensaciones, mente/alma, amado/amante, cerrar/abrir. Confluyen aquí Eros y la palabra edificando una complexio oppositorum, una armónica y fluctuante disposición de elementos que subyacen en nuestra condición humana, por muy excluyentes que puedan parecer. Nos estamos refiriendo a la contradicción, a la ambigüedad. Lo único que puede definir a Eros es, pues, su propia manifestación.
Y, una vez manifestado, nuevo axioma, Eros afecta a nuestros sentidos. Si bien el Amor, y ya lo dijo Ovidio, incide en todos nuestros sentidos, Jaime recobra los ambages alrededor del tópico de la herida óptica. Omnipresente en el Roman de la Rose, sustentada en la teoría de los rayos de Alhacen, el instrumento favorito de Eros es la mirada. Eros nos impone así su dogma: “Veo, luego amo.” Igualmente, para Isidoro de Sevilla, el dardo amoroso era el primer aparejo de la actio amoris. Aunque, de manera inversa, Andreas Capellanus consideraba que “el amor es una enfermedad íntima, del alma, que nace de la visión de la belleza.” Y, cuando ese dardo amoroso nos desborda, provocándonos lo que la fenomenología erótica del Renacimiento denominó furor, se impone la única medida posible de expresión: las lágrimas, segregaciones directas que prorrumpen por la misma vía de entrada, los ojos (como ese “salid sin duelo, lágrimas corriendo” garcilasiano); y los suspiros, cuyo camino de salida será la boca. Lágrimas y suspiros, esto es, llanto. Así, en “Amor y llanto”, el poeta nos plantea la siguiente sugerencia:

“Si lloramos por amor,
¿por qué no amamos el llanto,
si amando llora el amante
y el amado ama llorando?”

Sugerencia que, a decir verdad, constituye todo un remedio amoris, cuya prescripción médica no es otra sino:

“Amor y llanto es la vida
de la que gozan los dos:
el amado y el amante,
pues los dos aman llorando
y mueren también de amor.”

El remedio o el alivio que producen los versos de Jaime para frenar las lágrimas se reitera en “No llores” Al simpatizar con la concepción platónica, según la cual el Amor ingresa en nosotros a través de la vista, el más noble de los sentidos, percibimos una sutil tendencia a certificar lo que el renacentista Ficino llamó circuitus spiritualis: el Amor es un don sagrado que nos vincula con lo divino. Para Platón, el Amor ha de conducirnos, por un camino ascendente, a una ética que culmine en la contemplación del Bien, de la Belleza, de la Verdad. De lo Absoluto. Del Conocimiento. Si sublimamos la mirada física, a favor de la agudeza espiritual, es necesario recurrir al resto de los sentidos, dado que la vía sensorial desembocará en una nueva gnosis.
En “Deseo”, poema de resonancias alejandrinas, se entrelazan la vista, el sabor y el aroma. La miel, símbolo órfico por excelencia, no reverbera únicamente en la dulzura amorosa; simboliza también la creatividad y la riqueza de espíritu. La miel es la palabra, como el “río de miel” que manó de la boca de Dios en el Paraíso. Manjar sagrado o alimento místico, la miel se asocia con el sumo bien, con la iniciación al conocimiento espiritual o a la sabiduría secreta. En el Cantar de los cantares, el simbolismo de la miel arraiga en la sugerencia olfativa y gustativa, de manera similar al misticismo árabe sufí. Por tanto, la palabra (poética) o la saliva (erótica) son hermosas. Como también son sapientia (“sabiduría”), destilada de sapor y de sapere. Alcanzar el conocimiento puede resultar una experiencia a la vez sensitiva y científica, intelectual y sabrosa. El sabio es quien saborea, quien prueba, quien degusta, quien paladea. ¿Cómo no recetar estos versos “a los que sienten por primera vez el amor”? De la palabra erótica a la saliva poética o de la erótica de la palabra a la poética de la saliva no existen grandes diferencias.
Eros, estratega integrador. En Rizos de amor, por supuesto, también se acoge al aspecto bélico de Eros, el llamado Eros Pólemos, pero en el sentido de lucha por la liberación, por lo que esos dos aspectos contradictorios (Eros y Pólemos) aparecen reintegrados e interrelacionados por dos motivos principales, en defensa de la amistad o en defensa de la colectividad. Así, en “Deseos imposibles”, Jaime alienta a los soñadores deseando ser “gota sin agua”, “trigal sin espinas”, “brisa” calmante del “huracán”… En definitiva: el Amor es ahora tendencia a la unión con las “voces rotas” y “cansadas” que “piden ser oídas.” El poeta anhela ser “Rosa de los vientos”, símbolo cernudiano por excelencia en La realidad y el deseo, con el fin de abarcar todos los rumbos posibles espaciales y temporales, individuales y colectivos, necesitados del alivio que pretende integrar Jaime en su tratado amoroso.
Este Eros polémico, bañado de indignación y cierta furia contenida, resurge en “La herida del silencio”, texto en claro homenaje a las tres heridas hernandianas: “Cómo duelen las palabras / del que calla […] / del que olvida […] /del que cree tener la razón.” El Eros Pólemos de Jaime deviene en fármaco o sortilegio contra la mudez y, sobre todo, la sordera del cinismo y la vileza humanas.

Cosmoerotismo. El amor no concierne únicamente a lo personal, al individuo, sino que todas las entidades del mundo participan de la magia del impulso erótico. Esta predilección de sexualizar todo el orbe, siendo la Naturaleza su máxima representante, la encontramos en las religiones más antiguas, en la Cábala teosófica y en la Alquimia. Asimismo, el cosmoerotismo entrañaría un nexo extraordinario con el Cantar de los cantares mientras enfatiza la iconografía neoplatónica. Si en Miguel Hernández, la plenitud cosmoerótica se cumplía al mediodía, en Jaime Alonso se producirá al atardecer o al declinar de la tarde, como en “Amor entre sombras”, texto de evidentes atributos alquímicos como irradian “sangre”, “fuego”, “sol”, “luna” y, en especial, “crisol”. Del crisol se deriva, ex professo, el múltiple significado de creación, recibimiento y unión o fusión.
Se trata de un poema en el que se insertan verticalmente dos constantes en el poemario, el tiempo y el espacio; si el primero viene designado por los términos “atardecer”, “ocaso”, “luna” y “noche”, que evidencian progresivamente el ensombrecimiento del encuentro amoroso, el segundo, el espacio, se condensa en el “horizonte”, las “dunas” y el “desierto”, variantes del tópico edénico y del jardín de amor carentes de confines. Ambas constantes resultan problemáticas, puesto que tales categorías se rigen por la imposición cruel de la contingencia: la carrera del tiempo deviene intransigente, el espacio ilimitado se mantiene inabarcable. Y aunque se advierte, asimismo, la impronta de los sonetos lorquianos, el texto se erige único al quedar atravesado por una tercera constante, el movimiento detenido que manifiesta el rito erótico del cosmos ataviado con el beso de los amantes. Consigue así lo imposible: engarzar el tiempo suspendido en el ceñido cuerpo del espacio. En otras palabras: el embelesamiento extático.
Asimismo, en “Gozando el amor” asistimos al tiempo detenido y transformado en perennidad, claramente estructurado desde el gerundio del título (“gozando”), con la fenomenología de la óptica (“entre miradas fundidas”) y el silencio impuesto por el silencio (“calla la palabra, / enmudece el aliento y / la mirada se pierde, / el pensamiento se oculta”). Los sentidos y el intelecto se desvanecen; sólo permanece el amor, sólo Eros consumado microcósmica y macrocósmicamente (“igual que el sol se rinde al horizonte”).
Los espacios y tiempos de Eros
El tiempo es una obsesión para Jaime. Unas veces, nos regresa al inicio de los tiempos, a ese in illo tempore de “Dioses fracasados” para exponer con rotundidad nuestra condición trágica de humanidad sometida al fatum o destino. Los atardeceres y las noches constituyen el tiempo para el amor, ya lo hemos visto, mientras que el motivo del sueño de amor (influencias de Petrarca, Dante o Quevedo) penetra en el momento del alba. En “Sueños de amor al alba”, recrea Jaime el género de la albada, momento en que los amantes han de separarse con los primeros rayos del sol. Despertar del sueño equivale, pues, a la ruptura amorosa. No obstante, el amanecer es el tiempo para amar a la ciudad, esto es, el tiempo para amar el espacio. Un espacio, además, atravesado por el tiempo, porque Melilla, la ciudad feminizada es niña y adulta, que se regenera cada noche en “Brillo de amaneceres rojos”.
Si bien el paso del tiempo es evocado por la imagen de las ruinas, es el topos de las Edades del hombre, en correlación con las estaciones del año, el que define también la interrelación entre los amantes: otoño y primavera, esto es, madurez y juventud. Así lo apreciamos en “Febril otoño”, “Entre los grises de un otoño deshojado”, “Las Edades de la vida” y, especialmente, en la heroica “Linda nace la flor en primavera”:

“Linda nace la flor en primavera
entre los surcos del vergel dorado
y el manantial que llega hasta su vera,
donde sacia la sed de enamorado
el verano, que nunca desespera,
aunque el invierno huya de su lado.
Otoño y primavera, dos amantes
que despuntan al alba, titilantes.”

El “vergel” remite al espacio, que se articula principalmente en la imagen del jardín paradisíaco, del espacio edénico que entronca con el tiempo feliz de la Edad de Oro. Un arquetipo simbólico de la inocencia primigenia, el espacio utópico en el que aún no existía la contingencia, esto es, la muerte, el tiempo, el abandono o la enfermedad. Asimismo, la articulación espacio-temporal del Paraíso se traduce en la fortuna de la que han gozado una serie de topoi como el locus amoenus, el hortus conclusus, el jardín de amor medieval o el jardín de filósofos y alquimistas. Recurrir a la imagen del jardín o del Paraíso nos recuerda la caída o la expulsión, imagen paradigmática de nuestra condición, como la herida del andrógino escindido en dos mitades relatado por Aristófanes. Esta huella, no obstante, no ha impedido a Jaime insertar en los textos nuestro deseo de curar esta herida primigenia. La polaridad dentro/fuera del jardín inaugura la apertura a otro tiempo y a otro espacio. El tiempo y el espacio del amor. El jardín erótico-amoroso, por tanto, constituye una estrategia para anular el tiempo, para eternizar el instante. Es un acceso a la perpetuidad, una senda a la anulación de elementos contrarios, una invitación a la unidad de los mismos, un atajo hacia la plenitud, realizado con gran pericia.
Con gran pericia, Jaime encuentra en el motivo del jardín otra vía de ingreso a la tradición, sumándose a Unamuno, Juan Ramón, los Machado, Jorge Guillén, Gil de Biedma y los novísimos, a los Campos Elíseos de Homero, a Los trabajos y los días de Hesíodo, al jardín de las Hespérides y los jardines de Venus, al hermoso jardín que es el cuerpo de la Sulamita del Cantar de los cantares, al Edén bíblico del Génesis, al de difícil acceso del Roman de la Rose, al sublime Paraíso dantesco, a los claustros místicos y a los laberintos herméticos, a los Jardines del sueño de Polifilo, al huerto del alma de los alquimistas, al Paraíso perdido de Milton, al recobrado de Aleixandre o al Jardín de sonetos de Lorca.
La erudición de Jaime Alonso Véliz se aprecia no sólo en las inconmensurables fuentes literarias que venimos citando, sino que se despliega por el universo arquitectónico. En el soneto “Nido de cigüeñas”, concurren los topoi espacio-temporales ya comentados (el Edén, la madurez, la nostalgia, el viento, la metapoesía, el metaerotismo) con la especial identificación entre el cuerpo y la arquitectura, identificación que deriva, en este caso, en la arquitectura del cuerpo y en el cuerpo arquitectónico del texto. Estamos aquí, pues, ante una asociación constante, ancestral, fuertemente arraigada en el inconsciente colectivo que retorna a las primitivas cuevas, a las rústicas cabañas, a los templos y palacios sometidos a justificaciones antropomórficas sagradas. El cuerpo del sujeto amado es un templo y sólo se puede acceder a él a través de otro santuario, el texto poético. Por tanto, su lectura obliga a la liturgia, al ritual secreto y amoroso. Y si, desde los antiguos, el número perfecto como medida o proporción edificante era el 10, para Jaime lo serán los 14 versos del soneto. Una tradición, insistimos, en la que se inscribe nuestro amigo-boticario-poeta, confraternizando con precedentes tan insignes como Luis de Góngora, John Donne o Rabel Alberti, por un lado, Vitruvio, Leonardo, Cesariano, Caramuel o el modulor de Le Corbusier, por otro.
La sacralidad del cuerpo-templo queda perfectamente flanqueada en el soneto por la presencia vertical de la columna. Símbolo del impulso ascendente, del alto vuelo, de la autoafirmación, siendo única representa la columna vertebral de la escritura, un vernáculo eje del mundo. Para Vitruvio, no había ninguna duda de la vinculación entre columnas y diferentes géneros y edades del ser humano. La dórica, masculina; la jónica, femenina; y la corintia, más andrógina, quizás representando la fusión entre dos elementos opuestos. La columna que edifica Jaime porta “hojas de acanto”: es corintia. Pero al reunir lo vegetal, lo mineral (el mármol), lo animal (la cigüeña), lo humano (el tálamo) y al integrar el aire, el fuego, la tierra y la madera, Jaime aglutina lo diverso, lo múltiple, en un único elemento, porque el poeta, insistimos, es como el médico o el alquimista, un demiurgo que repara lo escindido, lo separado. Como Eros.
Prototipo de la meditación o contemplación, la cigüeña es ciconiae beneficum, dadora de bienes, símbolo del amor entregado y fiel, de la gratitud, pues esta ave mantiene y cuida a sus padres en la vejez, en remuneración del nido que un día ellos le proveyeron. Por tanto, la cigüeña deviene en signo del más alto amor tras los estragos de la carrera de la edad. Una vez más, articulación de tiempo y espacio, cuya intersección sigue siendo Eros. Es más, la cigüeña, en manos de Jaime, nos parece que sustituye al sempiterno Fénix, como la “cigüeña incandescente” del Cante Jondo lorquiano. Porque su periódico reaparecer en primavera, su carácter de ave migratoria que retorna todos los años al mismo lugar, se interpreta como resurrección, como el amor que se regenera, que desaparece y regresa, en ese nido que construye para dejarse arder. Porque, en definitiva, así es Eros.
De ahí que el nido, más exactamente el nido de amor, suspendido en lo alto, reitere las connotaciones de placidez del Paraíso, de unión, de ligazón en red, como el ovillo. Icono de la unión apacible, como el tálamo y el lecho, pero también del vuelo sagrado, como el capitel y las alas. Asimismo, en “Momentos de placer”, el nido aparece de nuevo como símbolo del lecho amoroso, del momento extático capaz no sólo de detener el tiempo, sino de de hacer eterno el gozo de los amantes fusionados.
Aunque el texto titulado “Este mundo” cierra el poemario Rizos de amor, con una lección última, definitiva, taxativa, que entraña a su vez una advertencia de lúcidas resonancias dantescas (ese “Limbo de lerdos que no han aprendido a amar”), considero que “El amante de las ruinas” es el soneto que mejor almacena las recetas o recomendaciones de todo el libro.

“Todo gran amor es hijo de un gran conocimiento”. El tratado amoroso de Jaime, su remedia amoris requiere de un lector singular, un lector que se acerque a su enciclopedia erótica como si se tratase de un iniciado a los misterios más sagrados, como si de adentrase tímidamente en un templo para recibir la revelación final. El Amor, Eros, es copula mundi; conecta todas las cosas y unifica lo diverso en el todo. El Amor es holístico (de holon, “totalidad”); el Amor es deseo y persecución de esa totalidad. Por eso lo anhelamos, por eso lo ansiamos. Porque nosotros sólo somos fracturas, desgarros, brechas, mitades, símbolos parciales de la Unidad a la que una vez pertenecimos. Y para poder estar completos, para curarnos esta enfermedad, para reconquistar ese Uno que fuimos, para sanarnos esta herida, Jaime Alonso Véliz nos hace entrega de su benéfico fármaco Rizos de amor briza el viento.